Desde entonces
yo siempre que iba con tía Lena a las fiestas de Nuestra
Señora de Agosto, me fijaba en su sonrisa bondadosa
y siempre triste…
Llegamos a Fresno del Río. El pueblo de los Gallitos
y Calilis. El pueblo donde me metía en el río,
del que salía escullando, para desesperación
de la hermana de mi madre que me prometía, solemnemente,
que jamás volvería en vacaciones al pueblo.
Siempre se la olvidaba. Calles que recorrí a carrera
tendida de arriba abajo cuando se suponía que debía
dormir la siesta para no pelarme bajo los rayos implacables
del sol castellano. Nada, o casi nada, estaba como yo lo dejé.
La casa del abuelo había desaparecido. En su solar
se levantaba otra rosada y blanca. No intenté saber
quién vivía en ella. La Portaleja, aquel lugar
temible donde se decía que había vivido un tal
Pernales, alguien así como ‘el tío del
saco’, que se llevaba a los niños, y yo recorría
como alma que llevaba el diablo, tampoco existe. En su lugar
sólo quedan escombros… Casi todos mis recuerdos,
hoy son sólo escombros…
Pero el Río, mi río, pesadilla de tía
Lena, sí estaba allí. Mi río Grande,
así le llamaba yo, aunque su verdadero nombre es Carrión,
seguía donde siempre. Cuando nace, en Fuentes Carrionas,
en la montaña palentina, es apenas un simple riachuelo.
Pero pronto, a lo largo de su recorrido por su fértil
vega que le llevará hasta Palencia, empieza a recibir
el agua de numerosos ríos y arroyos de la montaña
palentina, que hacen que su caudal aumente considerablemente.
Cuando llega a Fresno, es un río caudaloso y lleno
de vida. Ahora discurre claro y limpio como cuando yo de niña
me metía en el brazo de río que se separaba
de su cauce principal, y discurría por detrás
de la torre de la Iglesia románica de S. Juan Evangelista.
Siglo XI. Este riachuelo, antes libre y salvaje, ahora discurre
encauzado y asfaltado su lecho. Parece más una carretera
inundada. Ya no crecen los juncos, con los que los gitanos
hacían sus cestos, que luego vendían por los
pueblos. Ni sobrevuelan libélulas y caballitos del
diablo sobre él. Es un riachuelo claro y fresco, pero
sin vida. Mi hija y yo bajamos del puentecillo y nos paseamos
por su cauce. Mientras, Jordi nos hacía fotos. Hubo
tiempos en los que fue una cloaca pestilente debido a los
residuos químicos que vomitaba una fábrica.
Hoy, afortunadamente ha recuperado su, en otro tiempo, quebrantada
salud.
Las generaciones se suceden y los pueblos mueren o evolucionan.
El Pueblo donde me crié ha evolucionado. No reconozco
las calles que yo recorría de arriba a bajo. En lugar
de las casas viejas han edificado otras nuevas. La vivienda
de los Gallitos, al norte del pueblo, la familia más
numerosa y pintoresca del lugar, ha desaparecido. La de Los
Calilis, no menos pintoresca, situada en el sur, tampoco está…
Abandonamos Fresno del Río. Conmigo me llevo un montón
de imágenes del pasado lejano que nunca olvidaré.
Nos dirigimos a Mantinos, el pueblo donde se casaron mi padre
y mi madre. Donde nací yo y murió mi madre.
Buscamos la casona de tío Pablo y tía
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