Mª CONSOLACION CUESTA RODRIGUEZ

NARRADORA DE RELATOS CORTOS (Cantabria)
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LA SOMBRA DEL CACIQUE
acariciaba las hojas de los álamos que bordeaban sus dos orillas. El lugar era paradisíaco. El pueblo no podía llamarse de otra manera. Charlamos de nuestras cosas. Muchos ratos permanecíamos silenciosas respirando el aroma del campo, escuchando el rumor del agua del río y la sinfonía que formaban el canto de un sinfín de animalillos que dan sus serenatas en los atardeceres del estío, en estas tierras de cielos pintados de azul, y campos dorados de pan llevar.
_Parece que fue ayer cuando llegaste al pueblo y ya te vas, María_, murmuró Julia.
_Tienes razón. Se ha pasado el curso volando. Volveré a mi Ciudad y una vez terminadas las vacaciones de verano, elegiré Escuela de nuevo, y vuelta a empezar… Algún día mi destino será definitivo y allí me quedaré, si me gusta el lugar.
_Echaré de menos tu amistad. Me gustaría poder irme. Buscar un trabajo en la Ciudad, pero no puedo dejar solo a mi padre. Además yo no he perdido la esperanza de que Gerardo algún día me escriba, por lo menos para justificar su silencio. Para decir que nuestro amor se terminó. Pero así, sin una explicación… Su forma de proceder no coincide con la forma de ser del Gerardo que yo conocí. Y es aquí donde me encontrará, si decidiera volver…
Yo sospechaba que la Sra. Carlota nunca terminó de contarme algo que ella y la gente del pueblo sabían sobre Julia y el Doctor. ¿Tenían miedo…?
Una vez más subí a La Línea, el mismo autobús que diez meses atrás me había dejado donde hoy me recogía, para volver a mi Ciudad. Después el futuro incierto: Nueva Escuela. Nuevo pueblo. Nuevas gentes…
Las vacaciones volaron. Parte de ellas las pasé en un pueblo de la costa de Cantabria, disfrutando del sol, el agua y una temperatura maravillosa, en una playa de arenas finas y doradas. Cuando llegué a Pueblo Nuevo, esta vez en tren eléctrico, ya “sin melena de centellas”, lo primero que llamó la atención de mi persona fue lo excesivamente moreno de mi piel, en contraste con la blancura de las jóvenes del lugar, que habían pasado todo el verano ocultándose de los rayos del sol. “¡Qué negra está! No será natural”, decían unos. “Parece gitana, ¿no?” “No creo”, decían otros. “Estas señoritas de ciudad van a las playas, se tumban panza arriba, medio desnudas, y que las achicharre el sol”, aseguraban los que más sabían del mundo y sus vanidades…
Yo, ajena a los comentarios sobre mi persona, tomaba posesión de mi Escuela y conocía a mis nuevos alumnos. Ante mí se abría mi nuevo futuro…Pero no cerré del todo la puerta a mi pasado, y tan pronto como pude, escribí a Julia. Me devolvieron la carta a los quince días, y en la esquina del sobre ponía: “Ausente”. Pensé que quizás hubiera salido del pueblo durante un tiempo a visitar a su prima, la monja Adoratriz, pero no será mucho _ pensaba yo_, pendiente, como está, de su padre siempre. Y decidí que, pasado un mes, lo intentaría de nuevo. Y volví a escribirla y me devolvieron de nuevo la carta, y esta vez me ponía en el sobre que la destinataria había abandonado el pueblo para siempre…Me sonó tan mal aquel ‘para siempre’, que inmediatamente escribí a la Sra. Carlota preguntando por mi amiga. A vuelta de correo, recibí una misiva de mi antigua casera en la que me decía textualmente: “Julia, se fue del pueblo al mes de marcharse usted porque su padre, el Sr. Pedro, que en paz descanse, sufrió un ataque al corazón, durante una noche en su trabajo, y murió en La Villa. Pocos días después, acompañé a su amiga hasta La Línea y se fue, según ella, a buscar trabajo, pero no me dijo dónde”.
Durante muchos años me olvidé de Julia. Pasaron cosas tan importantes en mi vida, que me ocuparon todo el tiempo: Me casé, nacieron mis hijos y fueron tantas las obligaciones del día a día, entre mi profesión y mi hogar, que me olvidé de mi amiga y el destino que la vida le hubiera deparado… Total que en este brevísimo relato, contado en poco más de tres líneas, se me fueron parte de mi vida personal, y toda mi vida profesional…
Retirada ‘a los cuarteles de invierno’ a los sesenta años, comencé a pensar que me gustaría saber de Julia. Me acerqué al convento de las Adoratrices, donde se crió. Allí me dieron su dirección y me puse en contacto telefónico con ella. La calidez y el tono de su voz, eran los mismos… Nos citamos y aunque seguía siendo elegante y bella, el tiempo no perdona. Habíamos cambiado…
Retomamos nuestra amistad interrumpida durante tantos años, e intentamos recuperar el tiempo perdido. Teníamos tantas cosas que contarnos…
“Cuando, inesperadamente, murió mi padre no me quedó más remedio que recoger mis escasos enseres y pedir asilo en el Convento de las Madres Adoratrices.
Eran mi única familia. Ellas se encargaron de buscarme un trabajo de Recepcionista en la consulta de un Odontólogo. Un día se presentó Gerardo en la consulta, y a punto estuve de caerme de la silla cuando lo vi. Ya casi había conseguido olvidarlo… por una nueva relación, que apenas estaba comenzando.
Después de escribirme varias cartas, que no tuvieron respuesta, Gerardo volvió en su viejo Ford, a La Villa. Allí le contaron que cuando murió mi padre yo había desaparecido sin dejar rastro. También le comentaron, fuentes dignas de crédito y bien

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