acariciaba
las hojas de los álamos que bordeaban sus dos orillas.
El lugar era paradisíaco. El pueblo no podía
llamarse de otra manera. Charlamos de nuestras cosas. Muchos
ratos permanecíamos silenciosas respirando el aroma
del campo, escuchando el rumor del agua del río y la
sinfonía que formaban el canto de un sinfín
de animalillos que dan sus serenatas en los atardeceres del
estío, en estas tierras de cielos pintados de azul,
y campos dorados de pan llevar.
_Parece que fue ayer cuando llegaste al pueblo y ya te vas,
María_, murmuró Julia.
_Tienes razón. Se ha pasado el curso volando. Volveré
a mi Ciudad y una vez terminadas las vacaciones de verano,
elegiré Escuela de nuevo, y vuelta a empezar…
Algún día mi destino será definitivo
y allí me quedaré, si me gusta el lugar.
_Echaré de menos tu amistad. Me gustaría poder
irme. Buscar un trabajo en la Ciudad, pero no puedo dejar
solo a mi padre. Además yo no he perdido la esperanza
de que Gerardo algún día me escriba, por lo
menos para justificar su silencio. Para decir que nuestro
amor se terminó. Pero así, sin una explicación…
Su forma de proceder no coincide con la forma de ser del Gerardo
que yo conocí. Y es aquí donde me encontrará,
si decidiera volver…
Yo sospechaba que la Sra. Carlota nunca terminó de
contarme algo que ella y la gente del pueblo sabían
sobre Julia y el Doctor. ¿Tenían miedo…?
Una vez más subí a La Línea, el mismo
autobús que diez meses atrás me había
dejado donde hoy me recogía, para volver a mi Ciudad.
Después el futuro incierto: Nueva Escuela. Nuevo pueblo.
Nuevas gentes…
Las vacaciones volaron. Parte de ellas las pasé en
un pueblo de la costa de Cantabria, disfrutando del sol, el
agua y una temperatura maravillosa, en una playa de arenas
finas y doradas. Cuando llegué a Pueblo Nuevo, esta
vez en tren eléctrico, ya “sin melena de centellas”,
lo primero que llamó la atención de mi persona
fue lo excesivamente moreno de mi piel, en contraste con la
blancura de las jóvenes del lugar, que habían
pasado todo el verano ocultándose de los rayos del
sol. “¡Qué negra está! No será
natural”, decían unos. “Parece gitana,
¿no?” “No creo”, decían otros.
“Estas señoritas de ciudad van a las playas,
se tumban panza arriba, medio desnudas, y que las achicharre
el sol”, aseguraban los que más sabían
del mundo y sus vanidades…
Yo, ajena a los comentarios sobre mi persona, tomaba posesión
de mi Escuela y conocía a mis nuevos alumnos. Ante
mí se abría mi nuevo futuro…Pero no cerré
del todo la puerta a mi pasado, y tan pronto como pude, escribí
a Julia. Me devolvieron la carta a los quince días,
y en la esquina del sobre ponía: “Ausente”.
Pensé que quizás hubiera salido del pueblo durante
un tiempo a visitar a su prima, la monja Adoratriz, pero no
será mucho _ pensaba yo_, pendiente, como está,
de su padre siempre. Y decidí que, pasado un mes, lo
intentaría de nuevo. Y volví a escribirla y
me devolvieron de nuevo la carta, y esta vez me ponía
en el sobre que la destinataria había abandonado el
pueblo para siempre…Me sonó tan mal aquel ‘para
siempre’, que inmediatamente escribí a la Sra.
Carlota preguntando por mi amiga. A vuelta de correo, recibí
una misiva de mi antigua casera en la que me decía
textualmente: “Julia, se fue del pueblo al mes de marcharse
usted porque su padre, el Sr. Pedro, que en paz descanse,
sufrió un ataque al corazón, durante una noche
en su trabajo, y murió en La Villa. Pocos días
después, acompañé a su amiga hasta La
Línea y se fue, según ella, a buscar trabajo,
pero no me dijo dónde”.
Durante muchos años me olvidé de Julia. Pasaron
cosas tan importantes en mi vida, que me ocuparon todo el
tiempo: Me casé, nacieron mis hijos y fueron tantas
las obligaciones del día a día, entre mi profesión
y mi hogar, que me olvidé de mi amiga y el destino
que la vida le hubiera deparado… Total que en este brevísimo
relato, contado en poco más de tres líneas,
se me fueron parte de mi vida personal, y toda mi vida profesional…
Retirada ‘a los cuarteles de invierno’ a los sesenta
años, comencé a pensar que me gustaría
saber de Julia. Me acerqué al convento de las Adoratrices,
donde se crió. Allí me dieron su dirección
y me puse en contacto telefónico con ella. La calidez
y el tono de su voz, eran los mismos… Nos citamos y
aunque seguía siendo elegante y bella, el tiempo no
perdona. Habíamos cambiado…
Retomamos nuestra amistad interrumpida durante tantos años,
e intentamos recuperar el tiempo perdido. Teníamos
tantas cosas que contarnos…
“Cuando, inesperadamente, murió mi padre no me
quedó más remedio que recoger mis escasos enseres
y pedir asilo en el Convento de las Madres Adoratrices.
Eran mi única familia. Ellas se encargaron de buscarme
un trabajo de Recepcionista en la consulta de un Odontólogo.
Un día se presentó Gerardo en la consulta, y
a punto estuve de caerme de la silla cuando lo vi. Ya casi
había conseguido olvidarlo… por una nueva relación,
que apenas estaba comenzando.
Después de escribirme varias cartas, que no tuvieron
respuesta, Gerardo volvió en su viejo Ford, a La Villa.
Allí le contaron que cuando murió mi padre yo
había desaparecido sin dejar rastro. También
le comentaron, fuentes dignas de crédito y bien
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