que me rodea.
Durante los días laborables, mi trabajo y la preparación
de mis clases, me ocupan el tiempo. Las tardes de los jueves
las dedico a ir de compras a La Villa, si el tiempo no lo
impide. Una de esas tardes, por casualidad, me encontré
con Julia a la salida de la Zapatería, donde había
ido a comprar unos zapatos planos. Es imposible andar por
encima de las piedras con tacón. Me alegré de
encontrarla. Me saludó, e intentó marcharse...
_¿Tienes prisa, Julia? Le pregunté
_No, ¡qué va!, señorita_, respondió
_Podíamos ir al Casino a tomar un café, si tú
quieres. Te invito. Y trátame de tú. Deja el
usted para mis alumnos.
_He venido a traer la cena a mi padre que tiene turno de noche,
y no estoy muy arreglada para ir a ese lugar. Si le da lo
mismo, podemos ir a la Cafetería de la Plaza.
_Me parece bien. No la conozco_, respondí.
_El café, dicen que es mejor que el del Casino_, afirmó
Julia, que ahora parecía encantada de hablar conmigo.
El padre de mi nueva amiga trabaja de obrero en la brigada
de mantenimiento de las vías del tren. Su madre murió
como consecuencia del parto, a los ocho días de nacer
ella. Su padre, sin nadie cerca que pudiera hacerse cargo
de Julia, decidió dejarla en el Convento de las Adoratrices,
en la Ciudad, donde tenía una prima hermana monja.
Era un buen padre, según Julia, y se notaba que sentía
adoración por él. Estudiaba en el colegio de
la Ciudad durante el curso, y pasaba las vacaciones escolares
en Álamos. A los diecisiete años regresó
definitivamente con su padre. Renunció a seguir estudiando
para acompañarle y cuidarle, porque él apenas
tenía tiempo de hacer las tareas del hogar.
Con la señora Carlota no tenía todavía
la suficiente confianza como para preguntarla, pero empecé
a sospechar que había una especie de misterio en torno
a la vida de Julia que le impedía unirse al grupo,
puesto que era la única chica soltera y joven del pueblo
que siempre estaba sola. Sí sabía quiénes
eran las culpables de este aislamiento, pero ignoraba el porqué…
Un otoño inclemente nos introdujo ráfagas de
invierno helado y blanco, cuando apenas habíamos dado
la bienvenida al mes de Noviembre. El único mes del
calendario que no me gusta nada, porque el cielo se viste
de gris oscuro y nos oculta el sol… Amaneció
el domingo con cuarenta centímetros de nieve. Tañeron
las campanas a ‘concejo’ y los hombres del pueblo
abrieron sendas por todas las calles para podernos comunicar.
No hubo Misa Mayor, el domingo.
Por la tarde, las hermanas Calderón, Mariví,
Mariasun y Marigeni, nos invitaron a todos los jóvenes
de Álamos, a tomar chocolate en su casa, ante la imposibilidad
de bajar a La Villa. Tenían una casa inmensa: Dieciséis
habitaciones, cuatro cuartos de baño, una cocina enorme.
Una galería convertida en un vergel de flores multicolores,
que cuidaba Marigeni. Un impresionante salón con chimenea,
donde unos troncos se retorcían abrasados, y desprendían
un olor agradabilísimo a madera quemada y a hogar.
Un maravilloso piano de cola que ocupaba uno de los laterales
del salón, al lado de dos ventanales, a través
de los cuales veíamos la nieve que sepultaba el pueblo.
Cuatro libros encuadernados en piel marrón con cantos
dorados, reposaban en una de las estanterías de un
magnífico mueble de caoba, que cubría toda una
pared. Desde donde yo estaba no alcanzaba a leer los títulos
impresos en el dorso. Deslumbraba el brillo de las bandejas,
cafeteras y objetos múltiples de plata que atiborraban
todos los compartimentos del inmenso mueble. Todo allí
era excesivo. O, tal vez, me lo pareció a mí.
Las ‘Calderonas’, que así les llamaban
en el pueblo, hacían clara ostentación de su
poderío…
Me presentaron a Luís, Juan y Daniel, tres simpáticos
chicos de Álamos, que se empeñaban en llamarme
señorita, y a los que me costó convencer de
que me llamaran por mi nombre de pila. Supuse que las tres
hermanas, o alguna de ellas, serían virtuosas del piano
y les pedí que nos deleitasen con alguna pieza. La
respuesta que me dieron, al unísono, me hizo comprender
que nunca debí pedírselo…
_No, no sabemos. No tenemos ni idea. Cuando amueblamos este
salón pensamos que quedaría muy bien en este
lugar que está. Y lo compramos…
No sé por qué sospeché que, tal vez,
los libros habían sido adquiridos por el mismo motivo.
En un momento dado me acerqué a leer los títulos
y supe, casi con seguridad, que nunca serían leídos,
y que estaban allí porque adornaban el salón…Pasamos
bien la tarde. Jugaron a las cartas. Yo no sabía, ni
sé. Jugamos a las prendas. Contamos chistes. Los chicos
se soltaron y contaron algunos subidos de tono. Julia no estuvo
en la fiesta del chocolate.
Fue durísimo aquel invierno en Álamos del Valle.
Nevaba día tras día, sin tregua. Parecía
que el cielo no sabía cómo dejar de hacerlo.
Estuvimos casi un mes sin poder bajar a La Villa. Llegaron
las vacaciones de Navidad y volví a mi Ciudad. Se me
fueron volando. El día después de Reyes, regresé
a mi rutina. Maravillosa rutina “de
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