El Viajero Solitario

 

    Juan salió de su casa, como lo hacía cada mañana, para acompañar a sus tres hijos al Colegio. Casi siempre eran las madres las encargadas de este menester, porque en aquella época, sólo los hombres trabajaban, mientras las mujeres, salvo algunas excepciones, se encargaban de todas las tareas del hogar, además de las compras y los niños. Pero en este caso, siempre era Juan. Entonces, hace muchos años, era raro, y suscitaba más de un comentario. "De qué vivirá Juan, si no se le conoce trabajo alguno", se preguntaban los más allegados. Se barajaban toda serie de conjeturas, pero ante la imposibilidad de comprobarlo cesaban los rumores, aunque de vez en cuando, surgían de nuevo. Siempre estaban en tela de juicio. De regreso, pasaba por la tienda de Ultramarinos y hacía la compra de todo lo que se necesitaba en casa. Saludaba amable a los vecinos. Hablaba lo justo, pero nadie podía negar que era un hombre educado, simpático y muy estimado por la gente que lo conocía.
    El hogar de Juan y Laura, su mujer, era uno de tantos de clase media: cómodo, tranquilo, limpio y ordenado. Compartían ambos las labores de la casa, y el tiempo que tenían libre, cada uno lo empleaba en sus aficiones preferidas. Ella tejía las chaquetas de sus tres hijos, Juan Carlos, Luis y Laurita, que era el ojito derecho de su padre, mientras escuchaba las "radionovelas", muy de moda entonces, que eran seguidas por miles de amas de casa. Juan se encerraba en su estudio y leía sus autores preferidos, ayudaba a sus hijos en sus tareas escolares, y cuidaba del pequeño jardín.
    Todos los días del año, si el tiempo lo permitía, el matrimonio con sus tres hijos y un perrillo, que recojieron de la calle, salían a dar un paseo después del horario escolar. A su paso, los vecinos y conocidos, que sentían curiosidad, o envidia, que siempre ha sido el deporte nacional favorito de algunos españoles, comentaban en los corrillos: " Yo no entiendo cómo es posible que lleven este tren de vida, y no se le conozca trabajo alguno a este hombre", decía Carmela, la vecina más antigua del inmueble. "Ya, hija, ya" reapondían a coro todas las demás. "Quizás uno de ellos sea rico y vivan de las rentas", aventuraba Leonor. "Qué va, mujer, qué va", afirmó Delfina. Y continuó: "Os lo digo, porque una amiga de mi madre es del pueblo de ellos, los dos vivían en el mismo antes de casarse, y sus familias son muy humildes". "Vamos que de rentas, nada de nada, si lo sabré yo".
    Y así, sin dar oídos a sordos, vivían el matrimonio y sus hijos. Tenían una bonita casa rodeada de un terreno, donde además de flores, Juan cultivaba algunas verduras. Situada a corta distancia del bloque de pisos donde vivían las curiosas vecinas, eran, más veces de las que ellos hubieran deseado, motivo de especulaciones.
    Laura y Juan llevaban casados doce años. Durante este tiempo, había sido un buen padre y esposo. Pero a Laura le pasaba como a todos las personas que les conocían. No se imaginaba qué trabajo tenía su esposo, que le rentaba un sueldo fijo bastante elevado, que le abonaba el Habilitado puntualmente, cada primero de mes. "Ten confianza en mí", le respondía él cuando ella le preguntaba. "Tú sabes que mi trabajo es el de Agente de la Justicia. Es legal lo que hago. Consiste en hacer unos cuantos desplazamientos al año durante varios días, realizar unas gestiones, y eso justifica mi sueldo. No puedo decirte más". No conforme con la explicación, su mujer insistía:"¿ Eres, acaso, Espía?". "No, no soy espía", respondía Juan. "No me preguntes más, por favor. Confía en mí". Y Laura confiaba, pero a ratos, le asaltaban malos pensamientos, que impedían que su felicidad fuera casi completa.
    Pasaron los años y los chicos crecieron. Los varones terminaron sus estudios universitarios. Juan Carlos terminó Derecho, y Luis hizo Medicina con notas brillantísimas.Laurita se diplomó en Enfermería. Al hacerse mayores ellos se preguntaban lo mismo que su madre. El hijo mayor, como Licenciado en Leyes, llegó a dudar de la legalidad del trabajo de su padre. "¿En qué consiste tu trabajo , papá, cuando te vas esos días de casa?", le preguntó . " No estarás haciendo algo al margen de la ley"."No, hijo, no", respondió con firmeza Juan. "No puedo decíroslo, hijos. Confiad en mí. Os quiero, y eso debe bastaros. Hay trabajos duros, muy duros, que alguien debe realizar y que deben permanecer en el anonimato". El hijo abogado, que nunca volvió a preguntar nada, tal vez llegó a sospechar algo, pero jamás habló de ello.
    Y este hombre, al que he bautizado con el nombre de Juan, pero que se llamaría de otra manera, era el que se desplazaba puntualmente, cuando su trabajo lo requería. En su equipaje llevaba una pistola reglamentaria y todos los artilugios necesarios para, en muy poco tiempo, montar un torniquete que dejaba el cuello de un ser humano, mediante una descarga eléctrica, como el de un pollo. Antes, era manual, y había que apretar la manivela hasta estrangular a la víctima. También incluía en su equipaje, unos guantes y un capuchón. Nunca se dejó ver, ni oír, por la víctima, ni los funcionarios de la Prisión donde actuaba.
    Fue Juan el encargado de aplicar "garrote vil", ¡qué palabreja!, me estremece pronunciarla, al Forastero. Poco tiempo después fue abolida la pena de muerte. Y el Verdugo que así se llamaba a este hombre que en su D.N.I. en el apartado de Profesión rezaba, Agente de la Justicia, pasó a ocupar otro cargo en la misma Administración. No sé si le habrá sido fácil olvidar a sus víctimas. Seguro que jamás se atrevió a confesar su profesión, hoy, por fortuna, desaparecida. Debía ser terrible tener que ejecutar a un ser humano, que no conocías, menos mal que los dos, Verdugo y Reo, tenían sus rostros ocultos detrás de un capuchón. FIN