Siempre
que he visto "Lo que el viento se llevó, que han sido muchas veces,
cuando la indomable, luchadora y guapa Escarlata hacía aquel juramento,
sobre las devastadas y rojizas tierras de Tara, de que ni su familia ni ella
volverían a pasar hambre, yo recordaba a tía Veneranda. Está
claro que salvando un montón de distancias. La heroína de la película
perteneció a una familia adinerada. Era joven, caprichosa y voluble.
Fue durante, y después de la guerra, cuando se hizo responsable, ante
una situación desesperada. Tía Veneranda también sobrevivía
a una guerra, pero ni antes, ni después de ella, tuvo casi nada. Esta
entrañable mujer, tenía una huerta de la que se apropió
en tierra de nadie, y en la que trabajaba de sol a sol, para que su numerosa
familia no pasara hambre. Ella decía: "mientras yo tenga el cielo
arriba, ese sol que también sale para los más pobres, y esta bendita
tierra que pueda labrar con estas manos", y parece que aún se las
estoy viendo: tan ásperas y encallecidas, "mi familia siempre tendrá
un plato de patatas y algo más que llevarse a la boca". El mensaje
era el mismo que el de la heroína de la película. Todo lo demás
era diferente. El vocabulario de esta ejemplar abuela, era tan limitado, que
creo que en esta parrafada, que repetía muy amenudo, soltaba casi todas
las palabras que conocía
"Ve a casa de tía Veneranda", todo
el pueblo le llamaba tía, además había otras tres tías
de todos los vecinos de Los Fresnos: tía Ufrasia, tía Ufemia y
tía Ulalia, a las que habían quitado la E; ignorando que el prefijo
EU, significa "bueno", "bien", "y dile que diga a Quicús
que sacrifique un cordero y nos lo baje, que nos toca a nosotros la "cutrala",
decía tía Lena, hermana de mi madre. Yo iba encantada de la vida.
Siempre me daba un trozo de torta de centeno untada con manteca de cerdo y azúcar
moreno. La que yo comía en casa de mi abuelo me gustaba menos. Era de
trigo untada con mantequilla y miel. Explicaré brevemente que era eso
de la "cutrala". Aunque he tratado de buscar el significado en el
Diccionario, no lo he encontrado. Cuatro familias se juntaban y se repartían
un cordero. Cada semana le tocaba sacrificar un animal a una familia distinta.
Y así comían carne fresca casi todo el año. En aquella
época todavía no había neveras. No todo el mundo podía
permitirse este, llamémosle, lujo. En todo el pueblo habría una
docena de familias que utilizaban esta forma de matanza.
Tía Veneranda era la mujer de Quicús,
el pastor de mi abuelo, es decir, nuestra pastora, y la madre de Porfiria y
Emiliana la "Chepa", apodada así, por una deformidad que tenía
en la espalda. Y era la abuela de los Calilis, hijos de Emiliana y de Calili,
mendigo de profesión. Cuando Elías, que así se llamaba
el pobre, se bebía una botella de vino, que eran más veces de
las que debiera, perdía su habitual timidez, se volvía locuaz
y atrevido, y decía que en la vida se saca más pidiendo que dando.
Como tía Vene, así se le llamaba familiarmente, no estaba de acuerdo
con él, porque ella era muy trabajadora , le dijo un día: "toma
un cayado y un zurrón y ve a ayudar a Quicús a cuidar las ovejas,
que son muchas, y ya se cansa". Su yerno, pobre de espíritu y de
profesión, le contestó que "ni hablar del peluquín",
frase que nunca hubiera dicho sin la soltura que daba el "morapio"
a su lengua. Esa frase hecha estaba muy de moda entonces, que también
en los "dichos" hay modas. Se me vienen a la memoria un montón
de palabras y frases, que no vienen al caso, y que se repiten ahora hasta la
saciedad. Su suegra, harta ya de su vaguería, montó en cólera,
le llamó borrachín de mierda y lo echó de casa. Emiliana,
que estaba enamoradísima de él, lloró amargamente. Era
el padre de sus cuatro hijos, que por cierto eran listos como el hambre, además
de guapos y graciosos, sobre todo la más pequeña, que era niña.
Decía la gente del pueblo: "¡Mira que son guapos estos críos
¿eh?!. Y después dicen que "de padres gatos hijos michines".
Y tenían razón, Elías y Emiliana, eran más bien,
muy feos.
Dieron en citarse en el pajar. Cuando yo era niña,
en mi pueblo no había cafeterías, ni cines. Había una cantina,
pero en ella no entraban las mujeres. Sólo iban algunas a buscar a sus
maridos cuando, a ciertas horas de la noche, no habían regresado al hogar,
entre otras cosas, porque el vino les había hecho olvidar que tenían
hogar. Los lugares más habituales para las citas de los enamorados, eran
las eras y los pajares. Tía Veneranda que estuvo pendiente de las misteriosas
y contínuas desapariciones de su hija, pronto descubrió los escarceos
amorosos de éstos, y cerró la puerta del pajar a piedra y canto.
Calili en los ratos que su "trabajo" se lo permitía, que eran
muchos, hizo un agujero en la pared, lo tapó con hierba seca, y siguió
viendo a su amada. Cuando nació la última Calilina, que también
era linda, repito, que nadie se explicaba cómo de padres tan desatrosos,
nacían hijos tan guapos. Misterios de la naturaleza humana. Decía
tía Veneranda en casa de la señora Rosalía, la del Almacén,
con su nietecita, recién nacida, en brazos: "esta vez mi Emiliana
no ha visto hombre alguno. Pondría la mano sobre el fuego..." Yo
pienso que una madre es una madre. Y el amor es ciego.
Yo tuve mucho cariño a nuestra pastora. Era limpia,
humilde, amable, luchadora, honesta, y generosa en su pobreza. Nunca supe los
años que tenía Era de edad indefinida e indefinible. Siempre parecía
tener los mismos: muchos o muchísimos. No lo sé. Su aspecto físico
nunca cambió. Siempre tuvo pocos dientes, pero sonreía siempre.
No sé si tenía pelo. Un pañuelo negro cubría su
cabeza. Era excesivamente delgada. En su rostro destacaban unos ojos oscuros,
todavía bonitos. Dicen los que la conocieron, que fue guapa. Posiblemente
sus nietos se parezcan a ella. Apenas la piel envolvía su esqueleto.
Decía tío Federico:"esta mujer tiene menos carne que un guisado
de alambre".Vestía una chambra y una saya negras. Así lo
llamaban ellas. La ropa de "dominguear" como se decía entonces,
era exactamente el mismo modelo, pero de tela más fina. No sé
si la Real Academia de la Lengua Española admitirá "domunguear".
A mi me gusta, y no me he molestado en comprobarlo. Todos "domingueábamos"
los domingos y fiestas de guardar. ¿Cómo? Pues con ropa distinta
para ir a la iglesia a las doce, y cantar la Misa en latín. Comíamos
diferente: el cocido castellano de todos los días, daba paso a un arroz
con pollo y conejo, y las truchas que traía el pescador del pueblo a
casa del abuelo. Tomábamos café de puchero, recién molido
con un molinillo de hierro, que tenía en un lateral una rueda enorme
que se hacía girar con una manivela; al que se le añadía
achicoria. Tía Lena y el abuelo preferían té verde del
jardín de casa. Íbamos al Rosario, y como era después de
comer, a la hora de la siesta, a tía Vene, tía Ulalia, tía
Ufrasia y tía Ufemia, les entraba un sopor que las hacía cabecear,
y se les caía el rosario de cuentas de cristal que tenían entre
las manos.
A continuación los mozos del pueblo jugaban partidas
de bolos en la Plaza de la Iglesia. Y después el baile a la luz de la
luna. ¡Pero qué lunas!: redondas y luminosas. Así, sólo
las he visto en el cielo estrellado de las noches de verano de mi aldea. Cantaba
Emiliana. Lo hacía fatal, pero no había otra cosa. Tío
federico que era muy irónico, decía que tenía "poca
voz, pero desagradable". Componía ella sus canciones. Se acompañaba
de una pandereta. La verdad que era experta en arrancarle sonidos a este rústico
instrumento musical. La única canción que recuerdo era la que
cantaba la última, que ella titulaba "Allá va la despedida",
y que decía: "Allá va la despedida metida en una avellana".
"Ahora ya no canto más, porque no me da la gana".
No sé por qué estoy empeñada en
contar esta historia. Quizás no le importe a nadie. Muchas veces la he
empezado, y otras tantas la he borrado. Tal vez vuelva a hacer lo mismo. No
lo sé. Parece que la estoy viendo desparasitando a sus cinco nietecitos
a la puerta de su casa. Era así de sincera. Nunca ocultaba nada, exceptuando
los líos amorosos de su hija Emiliana. En aquellos años, era normal
que las cabezas, lo mismo las de los pobres, que las de los ricos, las más
limpias, que las más sucias, tuvieran piojos. No hubo escuela de pueblo,
ni colegio de ciudad, donde no se desencadenaran auténticas plagas de
estos parásitos. Una vez yo me llené, o me llenaron. Tía
Lena, a escondidas, me desparasitó y me prohibió que lo comentara.
Me puso peine distinto en casa, para que no le contagiara a ella. Y me dijo
que nunca debía peinarme con un peine que no fuera el mío.
Tía Veneranda era analfabeta. Y bien que lo setía,
porque no pudo leer las misivas que le enviaba su hijo Víctor, cuando
se fue a la guerra. Murió en ella, como tantos otros que nunca regresaron.
Guardó sus cartas, apenas legibles, como un tesoro. Ella no había
ido nunca a la Escuela. Desde muy pequeña tuvo que dedicarse a las labores
de la casa y del campo. Guardaba los Silabarios, las Cartillas 1ª, 2ª
y 3ª, que entonces se usaban para dar los primeros pasos en la lectura.
Tenía los Catones de sus nietos pequeños, y las Enciclopedias
de los mayores. Y las cartas, también guardaba las cartas. Esta era su
Biblioteca. Estaba dispuesta a aprender a leer y a escribir. Decidió
que cuando su nieto mayor enseñara a los más pequeños,
ella escucharía también. Disimulaba porque los niños se
reían de ella. "Para qué quieres aprender a leer, abuela,
con lo vieja que eres", le decían. Siguió adelante. Pasó
el tiempo, y un día se dio cuenta de que juntaba letras y formaba sílabas;
y con éstas, aunque con alguna dificultad, pronunciaba palabras: "es-
tre- llas", y repetía: "estrellas, pero si se refiere a las
del cielo", decía asombrada. Y se alegró tanto que gritó
ante el Ayuntamiento: "¡Ya sé leer!". Y leyó un
papel que había en la puerta. Y leía todo lo que caía en
sus manos. Leyó lo que había en su humildísima Biblioteca.
"Mira que estas cartas no las entiendo", decía, intentándolo
una y otra vez. "Tal vez más adelante", pensaba. Y volvía
a guardarlas.
Ahora estaba por la página ochenta de la Enciclopedia
de grado Medio. Esta sí que era difícil. Había cosas que
no comprendía, pero no le importaba. La pensaba leer entera. Había
frases muy largas, que debía repetir más de una vez para llegar
a entenderlas. Sentía un placer infinito, enterándose de cosas
que antes ni había soñado.Y leía Ciencias Naturales, y
Geografía y Religión. Le encantaba la Historia de España.
No le gustaban demasiado el Lenguaje y las Matemáticas. Sólo aprendió
a sumar y restar.Tenía una pizarra escondida y en ella escribìa,
muchas veces, su nombre, el de sus hijos y nietos, hasta que lleneba las dos
caras. "Así nunca se me olvidará", pensaba.
Veneranda es nombre de letanía y significa venerable.
Ella nunca supo lo que quería decir su nombre. Aunque Don Eugenio, cada
día, en el Rosario de los domingos, decía Virgo Veneranda, que
significa Virgen Venerable, que es lo mismo que decir digna de veneración.
No sé qué edad tendría cuando aprendió a leer. Nadie
supo en qué año nació. Yo creo que ni ella. Tampoco se
sabía cómo se apellidaba.. No necesitó nunca papeles. Se
casó con Francisco, cariñosamente llamado Quicús, y fue
buena esposa, buena madre, buena abuela y buena persona. Tuvo lo imprescindible,
y con ello fue feliz, e hizo felices a los que vivían con ella. Sólo
por ésto, por todo esto, que es mucho, merece que yo cuente un trocito
de su vida.
Después de varios años volví al
pueblo. Llevé conmigo a mi hija de pocos meses. La humilde casa de Quicús
y Veneranda estaba medio derrumbada. "Pasaron a mejor vida los dos",
me dijo tía Lena, cuando pregunté por ellos. Espero que así
sea, le respondí yo. Los únicos bienes que tenía y que
guardaba celosamente en su humilde alcoba eran las cartas amarillas de su hijo,
y los libros que le regaló Doña Nicanora , que eran los mismos
que utilizaron sus nierecillos en la escuela. Entre ellos, estaba su pizarra,
que tenía un trapo colgado del agujero del marco de madera, y un pizarrín
de manteca, que encontró en la cantera de río Grande. En ella
había escrito un precioso cuento que luego repitió en los papeles
de envolver que le daba la señora Rosalía, la del almacén,
por si se le borraba de la pizarra.
"Quiero escribir un cuento", decía,
"y no sé cómo empezar Es mucho más difícil,
esto de escribir, de lo que yo pensaba. Me parecía que una vez que aprendes
a formar palabras, sería fácil. Pero ¡qué va!. He
escrito y he borrado un montón de veces, porque no me gusta lo que escribo.
Lo dejo. Mañana será otro día"
Y un día escribió y no borró. Por
eso llegó a nosotros. Y decía así:
"Había una vez", así empiezan,
casi siempre, todos los cuentos maravillosos, "una niña que no tenía
nombre. Tampoco tenía madre, ni zapatos. Sus pies estaban llagados de
andar descalza por encima de las piedras. Tenía madrastra que no la quería.
Apenas había cumplido siete años, y la esposa de su padre le gritaba:
¡"niña, vete a por agua a la fuente. ¡Chica, todavía
no has traído el forraje para los conejos!. ¡Limpia la cuadra!.
¡Echa de comer a las gallinas!. ¡Recoge la vasija!. ¡Llena
los cubos de agua del río!. ¡Holgazana, que eres una holgazana!".
Cuando se acostaba en su jergoncillo de hojas secas de maíz, después
de comer unas patatas y un trozo de pan negro y duro, apenas tenía tiempo
de pensar en su desdicha. ¡Tan cansaba estaba!. ¡Tan triste, tan
sola!. Así todos los días, durante cinco años seguidos.
Un día no pudo más, hizo el hatillo y se fue. No sabía
para donde tirar. En un cruce de caminos pensó: ¿Iré por
el camino de arriba?.¿ Iré por el de abajo?. Y se fue por un camino
que había en el medio, porque allá, no muy lejos, vio un pueblo.
En el pueblo había una posada. Le dieron trabajo.Tenía doce años.
Nunca fue a la escuela. No sabía leer ni escribir, ni contar, ni rezar,
ni nada. No sabía nada, sólo trabajar. Era linda, sumisa y buena.
La posadera, la acogió en su casa, la calzó, vistió y alimentó,
a cambio de su ayuda. La trataba con cariño y dormía en buen colchón
de lana. Y un día conoció a un buen hombre que la quiso, y tuvo
tres hijos, dos niñas y un niño. Y fue feliz. Y colorín
colorado, este cuento se ha acabado". Así terminan, casi siempre,
todos los cuentos maravillosos.
Doña Nicanora pensó, cuando lo leyó,
que tal vez fuera la historia de su propia infancia, aunque para disimular que
era ella, no puso nombre a la niña. Lo copió con su bonita letra,
de maestra, en un cuaderno de pastas verdes. Lo ilustró con preciosos
dibujos de colores y lo firmó con el nombre de: Veneranda. Sirvió
para que en la Escuela de Los Fresnos, lo leyeran generaciones, y generaciones
de niños y niñas, y supieran la importancia que tiene aprender
a leer y escribir... No importa la edad. Cuanto primero, mejor. Pero nunca es
tarde... FIN