Aquella
mañana del mes de marzo amaneció desapacible y gris. No llovía
pero las nubes amenazaban con hacerlo en cualquier momento.Miró el calendario.
Era jueves día trece. El número trece no tiene buena fama entre
los supersticiosos. Él no lo era. Se había levantado ni mejor
ni `peor que otros días. Se sentía, como csi siempre de un tiempo
a esta parte, cansado de cuerpo y alma. Su vida solitaria, sin familia, hacía
que cada mañana le costara comenzar la rutina de un nuevo día,
que sería como todos los demás. Se asomó a la ventana de
su humilde piso de Entrevías y el frío de aquella helada mañana
madrileña le hizo estremecerse. Juan, que así se llama nuestro
protagonista, miró como todas las mañanas, el termómetro
de una Farmacia cercana que marcaba 5º C, uno menos que ayer. Los más
madrugadores, encogidos por el frío y bien abrigados, caminaban de prisa
hacia sus ocupaciones diarias. Encendió la catalítica para ducharse.
Se acercó a la cocina. Se preparó un café, lo bebió,
y se dispuso a salir él también a su trabajo, que no era otro
que vender en los metros de Madrid, los relatos que escribía.
Esta semana el recorrido previsto era coger un tren
de Renfe en la estación de Entrevías, descender en la primera
estación de metro y llegar a Puerta del Sol.y regresar. Hacía
varios viajes entre las siete y media y nueve de la mañana, que era el
horario en que los trabajadores se dirigen a sus respectivos trabajos. Entre
estos madrugadores viajeros encontraba clientes que preferían leer un
relato amable, sin argumentos complicados, sin violencia, sin muertes, que entretuviera
sus cortos viajes y les dejara con buen estado de ánimo, para comenzar
su rutinario trabajo de cada día. Él contaba cosas de la vida
de gentes sencillas, anónimas, pero casi siempre ejemplares. Cuando terminaba
de escribirlos le parecían mediocres y le daban ganas de borrarlos. Pero,
no sabía bien por qué, tenía muchos lectores que le reclamaban
y abonaban gustosos los noventa céntimos de euro por su relato semanal.
Firmaba sus cuentos como Garcilaso. No pretendía,
ni mucho menos, aprovecharse del conocidísimo poeta y noble español
del siglo XVI, Garcilaso de la Vega, es que él se llama Juan García
Laso. Simplemente suprimió la a de Garcia, y juntó sus dos apellidos.
Siempre quiso ser escritor. Primero su trabajo se lo impidió. Escribir
no es fácil. Pueden pasar días y días y hasta meses, tener
una idea más o menos clara del argumento que quieres desarrollar, y no
saber cómo empezar a escribirlo. Lo borras una y otra vez. Un día
te parece que has dado con la forma de contarlo, y llenas pantallas y pantallas
de tu ordenador, hasta que por fin le pones el punto final al relato. Después
lo lees una y otra vez, lo cambias aquí y allá y cuando has terminado,
no ha variado su mensaje, pero sí la forma de expresarlo. Sus relatos
se basan en hechos reales, aderezados con pequeñas dosis de fantasía.
Se considera un mirón de la vida, de las gentes y de las cosas, que desfilan
ante sus ojos. Es un buscón de sus propios recuerdos, que almacena en
el disco duro de su memoria.
Cuando su empresa quebró, y lo pusieron de patitas
en la calle con una pensión de miseria decidió, que ahora sí
se dedicaría a escribir. Su mujer, que todavía es joven y guapa,
que tiene diez años menos que él, y que pertenece a una conocida
y adinerada familia toledana, lo abandonó porque encontró a un
señor, antiguo conocido, viudo, atractivo, algo entradito en años
y con dinero, "poderoso caballero" y se fue a vivir con él.
Hizo sus maletas y le dijo que se había cansado de la mediocridad del
piso de Entrevías, y de las estrecheces económicas a la que estaban
sometidos ella y sus dos hijos. Y se fueron sin otra despedida. Había
querido mucho a su mujer. Adora a sus hijos: un chico y una chica, que tenían
quince y diecisiete años, respectivamente, cuando se fueron a vivir con
su madre y su amante a un chalet de lujo de una zona residencial de Madrid.
Han pasado cinco años desde que Matilda, su esposa, y sus hijos lo abandonaron.
En todo este tiempo, ni una visita, ni siquiera una llamada telefónica..
Ahora ya no vive solo. Un día en una calle, cerca
de un contenedor de basura, oyó el maúllido desesperado de un
gato apenas recién nacido. Lo recogió, lo metió en su mochila
y se lo llevó consigo. Se llama Zapirón y cuando él llega
a casa, está siempre esperándolo. Le hace carantoñas y
le da la bienvenida como sabe hacerlo: restregándose por sus pantalones
y llenándole de pelos. Su única compañía es Zapi.
No podría vivir sin él. Sus hijos han cumplido ya veinte y veintidos
años. ¿Les reconocería si se cruzara con ellos por la calle?.
En estas edades los chicos y las chicas, suelen cambiar mucho físicamente.
Eran adolescentes cuando se fueron y ahora son jóvenes adultos. Él
trata cada día de imaginárselos. En su recuerdo les ve crecer...
Trata de superar el dolor del abandono, pero es una herida muy profunda, que
nunca va a cicatrizar. Consigue ser medianamente feliz con las cosas simples
de cada día. Las caricias de Zapi, la salida del sol, el lento caer de
las gotas de lluvia, el viento que azota los cristales de las ventanas, y mueve
las ramas de las acacias, o el silbido del tren... Niños con abultadas
mochilas colgadas de sus espaldas, que van presurosos, o remolones dependiendo
del amor que sientan por la escuela. Gente, mucha gente de toda edad y condición
que caminan hacia cualquier sitio. Le gusta trabajar en la calle.
Él ha sido un buen padre y buen esposo. Entiende
que el amor de su mujer se haya terminado, pero no puede comprender que sus
hijos también lo hayan olvidado. No se quejaba. Nunca salen las cosas
como sueñas que salgan. Ahora escribía y contaba historias, inventadas
o reales. No sabía hacer otra cosa. No quería hacer otra cosa.
Para qué y para quíén. Las vendía. No todas. Algunas
eran tan íntimas, que después de escritas las borraba, o las guardaba.
Había contactado con Editoriales. Se las habían rechazado sin
leerlas. Había ganado algún Concurso Literario de relato corto.
Nada importante. Escribía porque le gustaba, y porque siempre estaba
solo y es una buena terapia para combatir la soledad. A veces hablaba con Zapi.
El gato lo miraba fijamente a los ojos y le contestaba con un maullido suave
y una caricia. Era suficiente.
Un día de regreso a casa encontró, abandonada
en el asiento de un vagón del metro, una revista. Nunca leía prensa
del corazón porque no le interesaba. Pero en la primera página,
estaba la foto de su hija Gabriela, convertida en una preciosa y distinguida
joven, al lado de un hombre muy apuesto. A pie de foto pudo leer: el conocido
industrial Víctor Manuel Hompanera junto a su prometida, la distinguida
señorita Gabriela García de Paredes, que en breve contraerán
matrimonio en la iglesia de los Jerónimos de Madrid. Aquel día
cuando regresó a casa acarició a Zapi, que parecía comprender
la tristeza de su dueño, restregándose contra él y observándolo
con la mirada mimosa de sus ojos claros. "¿Sabes gatito, te he contado
alguna vez que tengo una hija preciosa que está a punto de casarse?.
Yo no podré acompañarla al altar como lo haría cualquier
padre, orgulloso y feliz. Pero estaré pendiente de las revistas para
enterarme de la fecha de la boda. Me perderé entre los curiosos y la
veré, aunque sea de lejos, vestida de novia, en el día que espero
sea el más dichoso de su vida". Aquella noche la emoción
le impidió cenar. Puso las croquetas a Zapi y se acostó. No podía
dormir. A través de su ventana, la luna y las luces de la noche fría
de Madrid llenaban de claroscuros su habitación. Acertó a ver
y sentir la bola suave y peluda en la que se había convertido Zapi, acomodado
a los pies de su cama. El calor del gato a través de la manta le hizo
sentirse menos solo. Acarició el lomo del felino que ronroneó
agradecido, y se durmió
Varios cientos de curiosos esperaban para ver llegar
a la novia. El apuesto novio había llegado hacía media hora y
había entrado en la Iglesia. Algunos invitados descendían de sus
coches y entraban directamente en el templo. Otros decidieron esperar a la novia
bajo el sol radiante del cielo de Madrid que ese día brillaba espléndido.
La temperatura era ideal. Las damas lucían preciosos vestidos con estilo
y elegancia. Joyas increíbles, y lujosos zapatos y bolsos que resaltaban
más sus trajes.
Por la avenida que da acceso al templo, se acercaba un mercedes negro, impresionante.
Adornado como se adornan los coches que conducen a la novia hacia el templo
donde un nervioso joven la espera para darse mutuamente el sí quiero,
que durará hasta que se acabe el amor, o en el mejor de los casos, hasta
que la muerte los separe.
El coche frenó suavemente frente a la entrada
del templo.De él descendieron la novia, que parecía un ángel,
la madre, y un jovencito alto y distinguido. El parecido entre los tres era
asombroso. El caballero que conducía el coche daba el brazo a Matilda,
la ex esposa de Juan, nuestro vendedor de relatos, y Juan Alberto, el hermano
de Gabriela, que llevaría a su hermana hasta el altar. Cuando las puertas
del templo se cerraron, la multitud fue dispersándose, hablando de los
trajes de los invitados, de lo preciosa que estaba la novia. Apoyado en un árbol,
tocado con una bisera y escondidos sus ojos tras los cristales oscuros de unas
gafas, había un hombre. Un buen observador hubiera visto como dos lágrimas
resbalaban a lo largo de su rostro y su sabor salado se perdía entre
la comisura de sus labios. A la espalda, en su mochila, llevaba los únicos
tesoros que tenía: sus relatos.
Llegó a casa sobre las tres de la tarde. Se tomaría
un día de descanso. Estas son las ventajas de ser autónomo. Sacó
un relato de la mochila. Leyó su título:"Cuando los hijos
se van y olvidan". Lo guardó entre sus recuerdos. Este no lo vendería,
sería tanto como vender sus sentimientos. Acarició a Zapirón
que ronroneaba a sus pies. Calentó unos trozos de pollo, que había
en la nevera, y se preparó una ensalada para el almuerzo. Había
sido un día de intensas emociones. Enchufó la televisión.
El hombre del tiempo hablaba de un descenso notable de las temperaturas en toda
España, durante los próximos días. Se durmió
Se vio saliendo del magnífico mercedes, dando
el brazo a Matilda y acompañando a su hija por aquella alfombra roja,
que se extendía desde la puerta de entrada de la Iglesia hasta el altar.
Se sintió fatal. Él iba mal vestido, llevaba visera y la mochila.
Los invitados se reían. Su mujer y sus hijos le gritaban delante de todos
los asistentes a la ceremonia: "¡Cómo es posible que te atrevas
a destrozar nuestras vidas de esta manera. Jamás te lo perdonaremos!".
Cuchicheaban los invitados. ¡Cómo lo miraban, Dios mío!.
Sintió que le faltaba el aire para respirar. No entendía qué
hacía él allí, si nadie lo había invitado. Llegó
un agente de seguridad y se lo llevó en volandas. Saltó sobre
sus rodillas Zapi y se despertó. Respiró aliviado cuando se vio
en el sofá de su casa. En la televisión, ponían una tierna
escena de amor entre dos jovenes de edad aproximada a su hija y su ya marido
Esta tarde empezaría a escribir un nuevo relato.
No sabía bien sobre qué. Tal vez sobre la felicidad de una bella
jovencita a la que quería profundamente y se había casado, con
un apuesto joven, esta mañana, en una iglesia maravillosa de Madrid.
Escribiría, para sus lectores habituales, la más bonita historia
de amor jamás contada. Llenaría su mochila con este relato y se
lo vendería, como todos los demás, a los viajeros de la red Metropolitana
de Madrid, la tercera más vieja de Europa, después de la de París
y Londres, y en la que tiene el honor de trabajar como vendedor ambulante. Aquel
día de regreso a casa, desde Puerta del Sol a Entrevías, pensó
que más allá de los premios literarios y de las editoriales, había
literatura. Sus cuentos, reales unos, medio fantásticos otros, son una
buena prueba de ello. FIN