Nunca se había planteado
la posibilidad de tener un móvil. Le molestaban las sintonías
de los que sonaban en cualquier momento y lugar: En el autobús, en los
pasos de cebra, en la sala de espera de los hospitales, en medio de una conferencia,
en el cine...De nada sirve la recomendación de: “Apague su móvil,
por favor”, que puede leerse en la entrada de algunos edificios públicos,
iglesias, etc.
Un día cayó uno en sus manos. Desde entonces, Lucía, siempre
lo tiene cerca. Calladito, eso sí. Tan silencioso, durante tanto tiempo,
que de una vez para otra se olvida de su música, que la sorprende cuando
suena. Lo único que le recuerda que está vivito y coleando es
el parpadeo continuo del único ojillo rasgado de cíclope, a veces
verde, a veces rojo, que lleva en su frente.
Cuando se le acaba la batería, su ojillo, siempre abierto, de verde pasa
a rojo, y después se apaga. Y entonces se da cuenta de que está
en estado ‘comatoso’...Le recuerda a aquel ‘tamagochi’,
o como se llamara, que si sus dueños, niños y adolescentes, principalmente,
no lo cuidaban se moría y llegaba a producir en sus cuidadores depresiones
importantes. Lo retiraron del mercado.
Una noche que se habían abierto las cataratas del cielo y era imposible
salir de la cafetería sin coger una chupa, Lucía recurrió
a su móvil para llamar un taxi. Y comenzó a darle la importancia
que de verdad tiene en muchos momentos. Desde entonces, nunca sale de casa sin
él porque tiene la sensación de que le falta algo… Aquel
primer móvil del ojillo verde en la frente, que enrojecía ante
el peligro de quedarse sin batería, pasó a la historia, y ahora
tiene uno de los que se llaman de última generación, que ya no
será tal, porque cada dos por tres lanzan al mercado nuevos modelos,
que hacen cosas increíbles...
De vez en cuando, el teléfono avisa de que no caben más mensajes
en el buzón, entonces los lee y borra. Pero aquel día se iba a
llevar una sorpresa. Supuso que alguna persona se equivocó y marcó
su número. Y había dejado un mensaje que decía: “Te
espero el día veinte de abril, a las siete de la tarde, en los jardines
de Piquío. Como sólo hemos chateado por Internet, y no nos conocemos,
iré vestido de gris claro. En la mano derecha llevaré una rama
verde”.
Por supuesto, decidió que no acudiría a aquella ‘cita a
ciegas’. Ella no era la ‘citada’ puesto que no chatea; pero
llegado el día, sintió una curiosidad tremenda por saber quién
era el caballero que, confundido, había llamado a su móvil, y
decidió que acudiría al lugar de la cita...
Se arregló con cierto esmero. Siempre lo hace. Le gusta sentirse bien
consigo misma. Cuando se ha perdido la lozanía de la juventud, y no quedan
ni huellas de lo que se fue, se intenta rescatar, sin demasiado éxito,
algún vestigio de pasados encantos. Cuando finalizó su maquillaje,
se contempló en el espejo y se sintió satisfecha de los resultados.
No estaba mal. Unos zapatos de tacón y un traje azul eléctrico,
unas sencillas joyas de fantasía y un bolso, completaron su atuendo.
Abril suele ser ruin, lo dice el refrán: frío y desapacible. Pero
aquella tarde tenía sonrisas de cálida primavera. La desmedida
curiosidad de Lucía por saber cómo era el caballero que se había
equivocado, crecía a medida que se acercaba la hora del encuentro. Por
supuesto, no iba a identificarse. Llegó veinte minutos antes de las siete.
Buscó un banco escondido entre arbustos, que la ocultaban del paseo por
el que, forzosamente, tendría que pasar el caballero de traje gris y
ramita verde en una mano.
Para distraer el tiempo siguió leyendo ‘Retrato en Sepia’
de Isabel Allende. Lucía no lograba concentrarse en la lectura. Continuamente
tenía que releer lo leído, porque estaba muy pendiente de todos
los hombres solos que se acercaban por el paseo, tratando de descubrir entre
ellos a su desconocido.
Lejos, a sus pies, el mar, pintado de azul verdoso, y sus olas, suavemente abrazados,
bailaban un vals. La tarde era luminosa. A ella se le estaba haciendo eterna.
Faltaban unos segundos para las siete, cuando mezclado entre parejas, mujeres
solas, y abuelas con niños, apareció un señor de mediana
edad, bastante atractivo. Era él: Traje gris, ramita verde en una mano.
Buscaba a Lucía. Pero Lucía sabía que no era ella a quien
buscaba...Le latía el corazón, casi tanto, como cuando se citaba
con el compañero de clase, que más le gustaba, para pasarse las
soluciones de los problemas de ‘Mates’ en el Parque cercano al ‘Instituto
Jorge Manrique’ de su Ciudad.
Él miraba a un lado y a otro buscándola. Ella hacía como
que leía. Pero se daba cuenta que él se fijaba en las jóvenes,
de entre veinticinco y treinta y cinco años, que acertaban a pasar por
allí. Lucía podría ser su hermana mayor, o su madre. Resbalaron
sus ojos sobre su persona, como podrían haberlo hecho sobre un árbol
del paseo, con el mismo interés. Seguro que se creyó que era la
abuelita feliz de unos niños que patinaban y gritaban cerca del banco
donde ella se sentó.
A punto estuvo de desmayarse, cuando vino hacia ella y le preguntó:_Por
favor, señora, ¿ puede decirme si lleva aquí mucho tiempo?
_Mucho tiempo, no. Treinta minutos, o algo más.
_¿Ha visto usted a una señorita sola, en actitud de espera, pasar
por este lugar?
_No. Pero en realidad he estado leyendo y no me he fijado_.Además de
mentir, se sonrojó tanto, que gracias al maquillaje no se le notó.
_Perdone, y gracias.
Todavía estuvo esperando una media hora más. Cuando se fue, había
pelado, una a una, las hojas verdes de la rama que le hubiera servido para identificarse...
La última cita de su vida, que ni siquiera había sido para ella,
acababa de perderse en un recodo de aquel paseo marítimo, vestido de
gris, y en su mano llevaba una rama verde sin hojas...
En aquel momento regresaron a su memoria tiempos pasados: Tiempos de citas.
Citas en aquellos ‘guateques’ de estudiantes, modistillas y soldados,
que esperaban sentadas, alrededor de veladores blancos, a los pretendientes
del domingo anterior, que les prometieron volver a verlas allí...Unas
veces cumplían su promesa y otras no. O venían acompañados
de otras chicas, a las que habían prometido lo mismo.
Lucía permaneció sentada media hora más. ¡Cuántas
citas a lo largo de la vida!: Las citas siempre han formado parte de la vida:
“¿Quedamos a la salida del Colegio?” “Mañana
a las seis en la Plaza del Ayuntamiento”. “En la fila del Cinema
España”. “En el Parque del Salón”. “En
la Plaza de la Catedral”. Citas con la modista. Citas con el dentista...
Unas salieron bien. Otras salieron mal. Y algunas no salieron.
Recuerda especialmente el año en el que había cumplido, en el
mes de abril, diecinueve primaveras. En octubre comenzaría su segundo
curso de Magisterio. Todo lo que vivía entonces era bonito. Marcos, uno
de los jóvenes más atractivos que se paseaban por la Calle Mayor,
se había fijado en ella, y sabía que en aquel momento, la envidiaban
todas las jovencitas de su Ciudad. ¡No se lo podía creer! ¡Marcos
la miraba! Se ponía a su lado cuando paseaba con sus amigas, Lola, Julia
y Carmen.
Una tarde le pidió algo, que ni en sueños se hubiera atrevido
a imaginar. Sus palabras le sonaron a música celestial:
_Me gustaría que saliéramos solos_, le dijo.
_¿Solos? ¿Tú y yo solos, sin mis amigas?
_¡Sí. Tú y yo solos, sin tus amigas! Creo que me he expresado
claro, ¿no?
_¡No creo que eso sea posible! Se enteraría mi padre y me castigaría
a no salir durante un mes_.Le dijo, aunque en el fondo lo estaba deseando, y
no la importaría correr el riesgo del castigo.
_Tu padre no tiene por qué enterarse. Podríamos ir en bicicleta
mañana domingo, nada mas comer, a La Viña, una finca que tiene
mi familia en El Montecillo cerca del Puente de Piedra. Las uvas ya están
maduras, y podemos tomarlas de postre después de comernos el bocadillo
de la merienda.
Aquella fue la cita más esperada de su juventud. Marcos era un guapo
chico de veinticuatro años. Había terminado recientemente los
estudios de Procurador y trabajaba con su padre. “Mis amigas se morirán
de envidia, cuando se lo cuente” pensaba Lucía... Ellas también
bebían los vientos por él.
Llegó el domingo que amaneció espléndido. Cuando llegó
al lugar de la cita, ya estaban él y su bicicleta esperándola.
_Estás guapa con ese vestido de flores_. Le dijo, mientras la miraba
a los ojos, sonriéndola. Lucía, enrojeció hasta las orejas.
_Gracias_. Le dijo, a la vez que bajaba el rostro para que no se lo viera rojo
como un tomate.
Después de un corto paseo en bicicleta de media hora, llegaron a la finca.
Los gajos pendían de las cepas repletos de uvas maduras, doradas y negras,
invitándoles a comerlas. Entonces, pocas cosas le gustaban tanto a Lucía
como las uvas con pan. Eran las tres y media de una calurosa tarde otoñal
de mediados de septiembre.
_Al anochecer tengo que estar en casa. Ya sabes como es mi padre_.Comentó
Lucía
_Lo sé, lo sé. No te preocupes. Apenas el sol comience a declinar,
regresaremos.
Se sentaron a la puerta del merendero que había en el viñedo,
y se comieron el bocadillo que había llevado cada uno. Compartieron queso
y tortilla, y de postre las uvas, que estaban dulcísimas.
Lo pasaron bien. Marcos era buen conversador. Y Lucía era graciosa. Al
menos, eso pensábamos los que la conocíamos bien...
De vez en cuando, él intentaba cogerle la mano, que ella retiraba rápidamente.
Entonces, las chicas decentes, nos comportábamos así. Era impensable
que en una primera cita a solas, hubiera entre las parejas algún contacto
físico, por inocente que fuera. De pronto, se sintió fuertemente
abrazada y besada. Se soltó como pudo. Le dio una bofetada y salió
disparada en su bicicleta, por aquel senderillo de piedras, paralelo a un arroyuelo
seco, que desembocaba en la carretera que llevaba a la Ciudad. No supo si la
siguió...
“Muy pronto has venido hoy”, le dijo su padre que leía el
Diario Palentino, sentado en el porche de ‘Villa Margarita’, sin
levantar los ojos del periódico. “Sí papá”,
contestó sin detenerse. Subió de dos en dos los escalones del
desván que era donde se refugiaba cuando algo no la salía bien.
Desde la ventana contempló la lenta agonía de aquella tarde otoñal,
velada por las sombras alargadas de los árboles frutales de la finca.
Después de aquella cita que terminó como el Rosario de la Aurora,
cuando Marcos la veía por la Calle Mayor de su Ciudad, la miraba sonriente,
le decía “¡guapa!”, y nunca más volvió
a acercarse a Lucía. Durante una temporadilla su corazón latió
desenfrenado cuando lo veía. “¿Qué le has hecho a
este presumido que ya ni siquiera se nos acerca?” Preguntaban sus amigas,
con cierta ironía. “¡Nada. Qué le voy a haber hecho!”,
respondía ella. Por supuesto, con el tiempo, les contó la dichosa
cita.
“Pues yo me hubiera dejado besar”. Dijeron al unísono Carmen
y Lola. “Y que te hubieran quitado lo bailao”. Suspiró Amparín.
Tal vez tenían razón, pensaba Lucía...
Volvió a la realidad presente. Se levantó, cerró el libro
que apenas había leído, y lo guardé en su bolso. Se acercó
a la parada del autobús que estaba allí cerca. Mientras esperaba
su llegada, sacó su móvil y leyó por última vez
el mensaje, que después borró. Miró hacia la bahía.
Sobre sus oscuras aguas, se balanceaban multitud de pequeños veleros,
yates y barquitos de pesca, mecidos por el eterno vals de las olas y el mar.
FIN