Una triste historia de amor

 

    Descendí del tren Correo en en una pequeña estación de las muchas que hay a lo largo de la línea férrea. Estaba fuera del pueblo, cuyas casas se adivinaban a lo lejos. El sol, todavía poderoso, en aquella tarde apacible del mes de septiembre, empezaba su declinar en la lejana montaña. Frente a él estaba Romeral, el pueblo que daba nombre a la Estación.
    Me senté en uno de los dos bancos pintados de verde que había en el andén. A los dos lados del asiento unos enormes recipientes de barro, repletos de flores, hacían de la Estación de tren un lugar acogedor. Actualmente, la mayor parte de estos apeadores o pequeñas estaciones están cerradas, y los trenes pasan de largo. En aquella época la única diversión que había durante la semana en estos pueblos, era pasear por el andén al atardecer, y ver llegar los trenes de viajeros. Casi siempre cerca de la Estación estaba el único Bar del pueblo, e incluso el Salón de baile.
    Necesitaba información sobre el pueblo al que me dirigía por vez primera. Nadie mejor que el Jefe de Estación para dármela. En esos momentos atendía a una pareja que había descendido del mismo tren que yo. Parecía que les estaba señalando una dirección. Decidí esperar
    Subir a trenes y viajar en ellos, se había convertido en un hecho cotidiano en mi vida. Confieso que me encantaba. En ésto consiste una parte de la inteligencia del ser humano: la capacidad de adaptación a las circunstancias que te veas obligada a vivir. Así eran por entonces las mías. Siempre lejos de mi familia y de mis amigas. Había terminado mis estudios, y aunque era más fácil obtener un empleo, también entrañaba sus dificultades. Mi primer trabajo fue una sustitución por maternidad. Total ochenta días. Apenas comenzabas a conocer a los niños, llegaba su propietaria y vuelta a preparar el equipaje, a tomar el tren de regreso, y a esperar una nueva oportunidad de trabajo. No recuerdo que tuviera remuneración alguna.
    De mis pensamientos me distrajo la voz agradable del Jefe de la Estación que me preguntaba si podía servirme en algo.
    _ Soy maestra, vengo a hacerme cargo de la escuela de El Encinar, y necesito saber dónde está, la distancia que hay desde aquí, y si hay algún medio de locomoción para acceder a él.
    Hice las tres preguntas de un golpe, las mismas que hago siempre cuando voy a un pueblo por primera vez, sin darle la oportunidad de responder una por una. En realidad estaba algo nerviosa y no sabía bien porqué. Tal vez estaba cansada del viaje. La incertidumbre de mi destino, también influiría. No sé. Antes de responderme, noté que me miraba a los ojos con cierta insistencia y curiosidad. Me sorojé. "Es guapo el condenado", pensé. Y volví a notar en mi cara el calor propio del sonrojo. Cuando era joven, por cualquier cosa, me ponía como un tomate.
    Me indicó que lo siguiera. Salimos por el andén hasta dejar atrás el edificio de la Estación. En un claro del bosque de sauces llorones, acacias y tilos, me indicó con la mano hacía una colina en la que se divisaba la torre de una Iglesia.
    _Ése, es el pueblo hacia el que usted se dirige. Medios de locomoción que le acerquen a usted y su equipaje hacia él, ninguno. En Romeral, sólo hay dos coches particulares: el del médico y el del farmacéutico.
    Miré hacia mi pesada maleta que estaba en el suelo, junto a mí. Sin duda leyó mis pensamientos, porque sin darme tiempo a decir nada se ofreció amablemente a acompañarme colina arriba hacia El Encinar.
    _Hasta dentro de dos horas no pasará un tren por aquí. Ahora mismo ha pedido vía un mercancías. Cuando le dé la salida, será un placer ayudarle a llevar su equipaje durante los dos quilómetros y medio escasos que hay hasta el pueblo.
    Traté de decirle que no se molestara. Que poco a poco subiría la maleta yo misma. Pero fue tan rotundo, que no me quedó más remedio que aceptar. No me desagradaba. Era un joven atractivo y educado. Y su timbre de voz. era tan bonito, que todavía , después de tantos años, creo que sería capaz de recordarlo.Yo debería haber avisado en el pueblo de mi llegada. Quzás la señora que iba a hospedarme en su casa, hubiera enviado alguna persona a buscarme. Llegaba por sorpresa, aunque el Alcalde sabía que tenía ocho días para hacerme cargo de la Escuela, y ya sólo quedaban tres.
    Por el camino nos presentamos:
    _Me llamo Juan. Soy el Jefe de esta Estación. Es mi primer destino, y he llegado aquí en la segunda quincena de julio. Todavía como puedes ver, perdona que te tutee, me estoy acostumbrando a vivir aquí. Mi familia está en Burgos.
    _Yo soy María, Mary para los amigos. Vengo a hacerme cargo de mi primera escuela en calidad de interina. Aquí, que me supongo no habrá diversión alguna, prepararé Oposiciones. En mi maleta traigo el temerio que pesa cuatro quilos, o más.
    _Ya se nota, ya - me dijo sonriendo, mientras dejaba unos segundos la maleta sobre la hierba.
    La tarde era espléndida. Una suave brisa zarandeaba las hojas de los numerosos árboles, que crecían junto al río que atravesaba el valle. Lo cruzamos por encima de unos troncos de madera que encontramos en el mismo sendero.
    _¡Qué pena que esté lejos el río del pueblo!. Me encantan los ríos.Creo que me sería muy difícil vivir lejos de ellos_le dije.
    _En quince minutos desciendes la colina y ya estás en él. Eso no es estar lejos. En realidad en media hora se baja a la Estación. La subida es más costosa, y puede llevar una hora. Pero es un paseo maravilloso. Para mí lo está siendo en tu agradable compañía. Espero que para ti también lo sea_me dijo.
    No sé qué me estaba pasando, pero los cumplidos de este apuesto y simpático joven, aceleraban los latidos de mi corazón. Nuevamente me ardieron las orejas. Por fortuna me las tapaba el pelo.
    Por fin llegamos al pueblo. Ante nosotros una plaza. Sin duda la úica Plaza, con mayúscula, del lugar. En el centro una fuente. Cerca de ella, unas encinas enormes que daban, supongo, nombre al pueblo, y sombra a unas cuantas personas, que interrumpieron su tertulia, para saludar con la mano a Juan. A mí me miraban con curiosidad. Más allá estaba la Iglesia. Junto a ella crecían unos árboles que más tarde supe que eran avellanos y que un año sí, y otro no, daban cantidades tremendas de avellanas. Las casas estaban primorosamente pintadas de blanco. Sus ventanas y balcones llenos de flores. Era un pueblecillo cuidado, limpio y, sobre todo, tranquilo. Juan me señaló la "Casa Ayuntamiento", eso indicaba la placa que había en una puerta maciza con clavos dorados. En primera línea, entre el Ayuntamiento y la Iglesia, un edificio de una sola planta, nuevo, con grandes ventanales, era la Escuela.
    Hice ademán de despedirme de mi acompañante tendiéndole la mano. Él sonriendo me dijo:
    _Te acompañaré hasta la casa que te acogerá durante tu estancia aquí. Una vez instalada, me iré más trnquilo -.Fue tan firme su decisión, que acepté encantada porque lo estaba deseando.
    Detrás de la plaza, en una calle paralela, estaba la casita blanca de la señorita Esther Clementina, una mujer de unos cuarenta años, que aparentaba muchos más. En su casa me hospedaría el tiempo que permaneciera allí. A simple vista me pareció una mujer triste, gris. Se hizo cargo de mi equipaje, después de un breve saludo de bienvenida, y me indicó que la siguiera escaleras arriba. Antes me despedí de Juan.
    _Gracias de todo corazón. No sé qué hubiera hecho sin ti - le dije.
    _Espero que volvamos a vernos - me contestó a modo de despedida, con su mano extendida hacia mí.
    Seguí a la dueña de la casa hasta la habitación que ocuparía en adelante. Era un cuarto sencillo, La cama era de hierro. La colcha que la cubría era blanca y sobre la almohada reposaba un almohadón primoroso, trabajado a ganchillo, en color crudo. Al lado de la palangana esmaltada de blanco, había dos cubos llenos de agua. Cubriendo los cristales de la ventana unos estores que hacían juego con el cojín que cubría una silla y el de la cama. Había tal profusión de geranios en la ventana abierta, que se percibía también el olor dentro del cuarto. Un dormitorio acogedor y limpísimo. Olía a espliego y a romero.
    _Si quiere le ayudo a colocar la ropa en el armario - me dijo.
    _No, gracias, no se moleste. Me arreglo muy bien sola.
    _ Entonces le prepararé la cena. Cuando termine de acomodarse, si quiere asearse, en el rellano de la escalera, hay un gran balde de agua, que es para usted, por si quisera bañarse. Baje a cenar cuando le apetezca.
    Me quedé sola en la habitación. Me asomé a la ventana. Fuera, el vacío, el silencio, angustioso silencio. Sentí la sensación de estar flotando en el espacio, en medio de las nubes. Me sentí sola. Me dieron ganas de llorar. Me acordé de Juan. Él sentiría el ruido del tren al acercarse. Los tres ojos luminosos de la Santa Fé, llenarían de claridad la estación en penumbra, aunque sólo fuera un instante. El Encinar estaba oscuro. Sólamente había bombillas en la Plaza. Mi habitación estaba orientada hacia el infinito. Más allá de la ventana sólo había nubes sobre la ladera que descendía hacia el valle. Los dos únicos sonidos que oí, fueron el maullido de un gato y el ladrido de los perros. Por el estrecho sendero que discurría bajo mi ventana, avanzaba un labrador con un farol encendido, camino de no sé dónde. Posiblemente iría al establo, para atender a sus animales. La vida de estas gentes era así. De día trabajaban sus campos. Al atardecer hacían sus tertulias. Por la noche cuidaban sus animales, y a dormir. Apenas el sol hiciera sus primeros guiños, tiñendo de naranjas y rojos el horizonte, volverían a empezar... Y así, un día y otro día.
    Bajé a cenar. Apenas descendí la escalera guiada por la única luz que había encendida, descubrí la cocina. Era humilde y estaba limpísima como toda la casa. Sobre una mesa redonda que había en el centro, un plato y un vaso colocados sobre un mantel de cuadros blacos y azules, me indicaban que cenaría sola. Esther Clementina no tenía familia. Supe que vivíamos sólamente las dos en aquella casa
    Clemen, así me dijo que le gustaba que le llamaran, me comentó:
    _Aquí, señorita, sólo puedo ofrecerle productos del huerto, huevos y cerdo, con perdón. Una vez a la semana viene el carnicero, y ese día podré darle algún filete y carne fresca_. Esto me lo dijo sin apenas levantar los ojos de la labor de costura que tenía en sus manos.
    _No se preocupe_ le respondí_. Me encanta todo lo que usted puede ofrecerme_. Mientras le hablaba buscaba sus ojos. Fue imposible. Se los había visto cuando llegué a su casa en una fugaz mirada que me recorrió de arriba a bajo. Eran claros. Grises, creo. Su mirada era limpia, pero yo diría que como ausente. Como si nada de lo que veía le importara. Fue un detalle que me llamó bastante la atención. Me encanta observar a la gente. Mirarnos a los ojos.
    Traté de entablar conversación un par de veces, mientras cenaba unas patatas fritas, un huevo y dos filetes de lomo de cerdo. Me ofreció de postre peras y ciruelas claudias. Frutas de sus árboles. Exquisitas de verdad. Quería preguntarle cuántos niños había en el pueblo.Cómo estaba la Escuela. En esos momentos comenzaba a desgranar judías verdes en una fuente, y sin prestarme atención, me respondió que ella nada sabía de eso. _El señor Alcalde le dará mañana los datos exactos que yo no sabría decirle_. Y dio por por finalizada la conversación.
    Llevo en El Encinar quince días. Hace una semana que comenzó el nuevo curso. Conozco ya a todos los niños del pueblo.Son catorce en total: ocho niños y seis chicas. Delante de los grandes ventanales de mi aula, desfila, cada día, y a cada instante, la vida del pueblo. Gentes que van al campo. Muchachas que se dirigen a la fuente con sus botijos y cubos para llenarlos de agua. Chicos que las esperan para verlas antes de irse al tajo. El Alcalde camino del Ayuntamiento. El sacerdote, que sale de la casa parroquial acompañado de su tía Angélica, y va hacia la Iglesia. Las pocas ancianas que lo acompañan en la celebración de su misa diaria. La última que aparece en escena, enlutada, triste y encogida, como si quisiera pasar desapercibida, es mi casera. Ella también va a rezar.
    El edificio escolar dispone de un aula clara y espaciosa, y un pequeño portalillo. Los niños y niñas cuelgan su ropa de abrigo y los babis de la clase, en unas perchas que hay en las paredes. En poco más de veinte minutos te sales del pueblo, si caminas en cualquier dirección, tomando como punto de partida la fuente. En ese tiempo te pones al borde mismo de las laderas que rodean el lugar. Un mal paso, un corrimiento de tierras, o un resbalón, pudieran hacerte rodar cuesta abajo. Cuando sopla el viento, que sucede muchas veces, además de rugir, azotar los cristales de las ventanas, e impedirte conciliar el sueño, barre el pueblo. Temo que algún día nos traslade en volandas hasta la ribera de Río Azul.
    Tomé posesión de mi trabajo al día siguiente de llegar. Los jóvenes del lugar me fueron presentados un domingo, después de misa. A algunos les había visto antes cruzando la Plaza, o en la fuente cortejando a su chica. Son siete en total: cuatro chicas y tres chicos. Todos ellos campesinos. Me invitaron a pasear por la ribera del río, el domingo por la mañana, hasta la hora de comer. Por la tarde ellos irían, todos juntos, a bailar al Salón que estaba a cincuenta metros de la Estación de Romeral. Les agradecí la invitación. Les dije que tal vez en domingos sucesivos les acompañaría, pero éste lo pasaría entero ordenando la pequeña biblioteca de mi escuela, y revisando libros de cuentas y de matrícula. Era una disculpa para quedarme sola y pensar en mis amigas de la Ciudad. Estarían en el guateque al que íbamos cada domingo. Yo a mis veintidos años estaba en este pueblo más sola que la luna. Frente a mí, a través de los ventanales de mi aula, veía a las señoras mayores, con sus ropas de fiesta, que hacían tertulia debajo de las encinas de la plaza. Desde la Cantina se oían las voces de los hombres que jugaban a las cartas y gritaban mucho, seguramente después de haber bebido demasiado.
    Clemen era la única persona del pueblo que faltaba en el corrillo de la tertulia. Se llamaba Esther Clementina, porque cuando nació, las abuelas paterna y materna, se peleaban porque la niña llevara su nombre. Para evitar disgustos, le pusieron los nombres de las dos. Pero ella quiere que le llamen Clementina, porque era el nombre de la madre de su madre, y se crió con ella. Poco más que ésto, sé de mi patrona. Es silenciosa y tímida. No habla nada, pero reza mucho. Adorna y limpia la Iglesia, que tiene un Altar Mayor central y dos altares laterales. Es un edificio perteneciente al periodo de transición entre el Románico y el Gótico. La economía de mi casera es muy modesta. Sobrevive con lo que le da el sacerdote por limpiar la Iglesia, lo que le pago yo, y los productos de una huertecilla que trabaja desde que sale el sol, hasta el ocaso.
    Desde hace tiempo, su presencia silenciosa me produce un cierto desasosiego. No sé porqué. Tal vez fue a consecuencia de un comentario, que oí a un alumno durante un recreo que tuvieron que permanecer en el aula, porque había una fuerte tormenta. Hablamos del pueblo y sus costumbres. Nadie mejor que ellos para ponerme al día. Un niño que había permanecido callado hasta entonces, de pronto me dijo:
    _Señorita, igual te mata la Clemen, un día ¿eh?. Dicen que está loca. Yo corro cuando la veo
    Me sorprendió el comentario del niño. Le mandé callar. Pero una niña de las mayores afirmó que, hacía muchos años, se rumoreó que había matado a su propio hijo. Nunca pudo probarse nada. El sacerdote y el médico, que certificó la defunción del niño, la defendieron. Desde entonces, nadie le dirige la palabra. Y dicen que habla con su hijo por la noche en la habitación en la que estuvo el niño. Y que la tiene igual que cuando él murió...
    Yo no entendía cómo era posible que fuera el cura el que me recomendara su casa, cuando mi padre le pidió en una carta, que me buscara un alojamiento de confianza. Yo soy miedosa. Clemen era rara. Y aunque yo sé que de ahí a matar va un abismo, lo cierto es que desde aquel día, siempre cerraba el pestillo de mi habitación.
    Decidí afrontar el problema con D. Feliciano, que era quién me la recomendó. Nadie mejor que él para informarme. Tal vez no supiera nada. Aunque me extrañaba, porque llevaba en el pueblo más de quince años. Aquella tarde, previo aviso, decidí hacerle una visita, después de mi jornada escolar. Su tía Angélica me recibió cortésmente y me ofreció una taza de café mientras llegaba su sobrino, que había ido a visitar a un enfermo. Se interesó por mi estancia en el lugar. Hablamos de cosas intrascendentes hasta que apareció D. Feliciano con los zapatos llenos de barro. Llevaba lloviendo unos cuantos días, y los caminos de la colina estaban intransitables.
    Después de los saludos de rigor. Se interesó por la salud de mi padre. _Buen hombre_ me dijo._Interesado por que la estancia de usted aquí, sea lo más agradable posible. Dado que es usted muy joven, su señor padre no quería que ocupara la casa solitaria que construyeron en el camino, en los terrenos cedidos por los dueños de "El Señorío de El Encinar", situado a un quilómetro, al sur del pueblo, colina abajo.
    _Precisamente de ésto venía a hablarle D: Feliciano_le dije, porque el sacerdote, derivaba su conversación hacia otros derroteros, y temía que llegara la hora de irse a la Iglesia a rezar el rosario, y yo no hubiera aclarado mi problema
    _Usted dirá, señorita_ y continuó_ ¿No está usted a gusto en casa de Esther Clementina?.
    _ No, no es eso. Me trata bien, mejor imposible. Pero sus largos silencios y su mirada huidiza. me producen una cierta inquietud. Los ojos de su gato negro, siempre junto a ella, y mirándome a mí fijamente, me dan miedo. Y eso que me encantan los gatos, pero éste es diferente.
    _Ya, ya sé por donde van los tiros_ me dijo el párroco_. Le habrán contado una historia tan terrible como falsa, sobre esa pobre mujer, a quién las lenguas malvadas de estos alrededores, por envidia, y sin razón alguna, han tratado de destruir, difamándola, y, ¡vive Dios!, que lo han conseguido_.Paró unos segundos, y sin darme tiempo a intervenir continuó: _ Un chisme cruel, señorita, que la sumió en la soledad y la miseria. Ella es una mujer limpia, trabajadora y honesta, ¿sabe usted?, pero nadie en esta ribera, ni en cien leguas a la redonda, le daría la oportunidad de servir en la casa de algún rico, trabajo, que le ayudaría a salir de la pobreza en la que vive.
    Calló el sacerdote, y en ese momento entró su tía Angélica en la sencilla pero primorosa salita, y se sentó junto a nosotros alrededor de la acogedora mesa camilla. Fuera, la tarde de primeros de noviembre, era fría y lluviosa. Me ofreció más café, acompañado de riquísimas galletas de nata, que ella misma hacía. En el rústico hueco de un hogar rematado en piedra, chisporroteaban unos leños que le daban al ambiente un olor a leña quemada, que me trajo los queridos recuerdos de mi infancia, en casa de mi abuelo. Donde también había calor de leña en el hogar.¡Qué lejos estoy del pueblo donde he nacido!, pensé.
    El cura habló y habló de ella, sin parar, durante un largo tiempo. Me contó la vida de Clemen, a quien conoció cuando él llegó al pueblo. Era una joven pobre, pero tan hermosa, que las chicas casaderas de la ribera le consideraban una seria rival. Ella llegó allí con apenas diecinueve años. Justo cuando yo me hice cargo de esta Parroquia y otras dos más. Su padre era caminero. Vivían de un humilde jornal que ella administraba sabiamente, porque es una escelente ama de casa. Su madre murió al dar a luz a Esther Clementina.
    "Por entonces, ella salía con las chicas del pueblo. Mi hermana Carmen también bajaba con ellas al Salón de baile de la Estación. Mi hermana conoció a un ganadero de la comarca, se casó con él y se fueron a vivir fuera del lugar. Según lo que Carmen me contaba, los chicos se la rifaban. Pero ella se permitía el lujo de seleccionar sus parejas de baile. Esta actitud de la joven, no gustaba demasiado a los muchachos que rechazaba. Un buen o mal día, quién sabe, le presentaron al señorito Vïctor Manuel. Hoy ese apelativo de "señorito" sonaría tan ridículo, que ni el mismo interesado permitiría que se lo llamaran. Pero entonces era el tratamiento que tenía, porque era dueño de todas las tierras que los ojos alcanzaban a ver desde lo alto de la colina. Trabajaba casi todo el pueblo para él, y sus establos estaban llenos de caballos de paseo y mulas de labranza. Por si esto fuera poco, tocaba el piano de cola que había en un salón de su casa. Pues bien, este hombre, distingue a Esther Clementina entre todas las chicas del lugar. Se fija demasiado en ella. Hasta el punto de buscarla, enviándole notas para concertar citas. Todo el mundo murmuraba que sería un capricho pasajero... Que cómo él, tan atractivo, tan rico, y que tocaba tan bien el piano, iba a casarse con una pobretona... Pero lo cierto fue que se enamoró perdidamente de "La Caminera", como le apodaban despectivamente en el pueblo. Pese a la oposición de toda su familia, decidió casarse con ella. Fijaron la fecha de la boda. Y el tiempo siguió su curso.
    Ella estaba tan convencida de que vivía un sueño maravilloso, y que en cualquier momento despertaría, y volvería a su realidad de chica humilde, que no se lo creía. Tanta felicidad le daba miedo. Ni se atrevía a imaginarse casada con él. Ella lo adoraba. A Clemen le hubiera gustado que fuera pobre como ella, e irse a vivir a un lugar lejano donde nadie les conociera. Sabía que éso era imposible. Él tenía que estar cerca de sus posesiones para atenderlas como era debido, puesto que sus padres, ya mayores, habían delegado en él toda responsabilidad, porque era el primogénito. Tenía dos hermanas más pequeñas que estudiaban en Madrid.
    Una de las casonas pertenecientes al "Señorío de El Encinar", que llevaba encima de su puerta y sobre las ventanas de la fachada principal, los escudos de la familia, esculpidos sobre la piedra, sería rehabilitada y allí vivirían. Ubicada en la ribera, lejos del pueblo, cerca de Río Azul, era un lugar paradisíaco, donde todas las señoritas de las familias más acomodadas de las dos riberas del río, habían soñado con vivir algún día.
    Pero era ella, Esther Clementina, una advenediza, hija de un simple caminero, que arreglaba las cunetas de los caminos y allanaba los baches, cuando las fuertes lluvias estropeaban los accesos al pueblo, y los que pertenecían a los inmensos terrenos del Señor de la comarca, la que disfrutaría de aquella mansión.
    Las monjas de clausura del Monasterio del Cerro, comenzaron a bordar su lujoso ajuar. Víctor Manuel y Esther Clementina formaban la pareja más bonita, envidiada y criticada, de toda la comarca. Ellos, ajenos a la malsana curiosidad que despertaban, paseaban su amor en calesa por la orilla de Río Azul. Visitaban la casa de los escudos, pendientes de la marcha de las obras, que finalizarían en un mes más o menos, según el encargado de ellas.
    Fue septiembre, el mes elegido para su enlace, que sin duda sería comentado en toda la Comarca. Una vez recogidas las cosechas, habría unos días de descanso antes de que los trabajadores de "El Señorío del Encinar" comenzaran las tareas de la sementera, tiempo suficiente para organizar los festejos de su boda.
    Sucedió todo tan repentino, fue tan inesperado, que nadie daba crédito a la terrible noticia que corría por la zona, como reguero de pólvora: "Han asesinado al señorito Víctor Manuel y malherido a su fiel criado Marcelo, cuando volvían de la feria de Nuestra Señora de Agosto, de vender una partida de caballos. Dicen que les salieron al desfiladero de Monte Pindio para robarles, porque sabían que traían mucho dinero". Otros, en voz baja, aseguraban que gente de la comarca habían pagado a unos sicarios para que los asesinasen. Nunca se supo con certeza, qué había sucedido...
    Esther Clementina enloqueció. Su desolación la llevó al límite de su resistencia. Perdió el sentido de la realidad. Sólamente el sacerdote, su hermana y su tía, consolaron a aquella joven mujer, cuyas lágrimas, hicieron dos surcos a lo largo de su hermosa cara, que comenzó a marchitarse, cuando apenas había cumplido los veintiún años. Se vistió de negro. Color que no se quitó jamás. Todos los días dejaba un rosa roja de sus rosales, al lado de las rejas de la capilla donde se encontraba el imponente mausoleo de los Señores de El Encinar. Nunca le permitieron entrar en ella, a pesar de que cuando asesinaron a su prometido, faltaban tan sólo un mes y unos días para entrar a formar parte de la familia. No lejos de la tumba de Vïctor Manuel, fue enterrado su fiel criado Marcelo, que murió cinco días más tarde que su señor. Parecía que aquí acabarían todas las desdichas de la hija del caminero, pero no fue así.
    El pueblo entero le dio la espalda. Nunca volvió a pasar delante de la fachada de la casa de los escudos, donde ellos hubieran sido tan felices. Pasaron ocho meses desde la terrible noticia de la muerte de su prometido, y Clemen ayudada por la hermana del sacerdote, Angélica, que entendía algo de comadrona, puesto que había ayudado a nacer a varios sobrinos, dio a luz un precioso niño, fruto del amor entre Víctor Manuel y ella. La familia de él no reconoció al niño. La madre tampoco lo pretendió. El caminero Pedro adoraba al nieto. Le hizo la cuna de mimbre más linda del mundo. Las primorosas manos de su madre bordaron sus sabanitas, baberos y colchas. Era un bebé sonrosado y feliz. Nadie puso en duda de quién era hijo. A los cuatro meses era el vivo retrato de su padre. Su pelo rubio y sus ojos azules, lo delataban.
    El padre de Esther Clementina, enfermo del corazón desde hacía años, murió el mismo día, y casi a la misma hora, que su nieto Vícto Manuel cumplía siete espléndidos meses. Un nuevo golpe para esta mujer que a la temprana edad de veintidós años, había vivido todas las vicisitudes de una larga existencia. Comenzó a tener miedo. Pero un miedo irracional, enfermizo. Protegía a su hijo de forma obsesiva. No lo dejaba solo ni un segundo. Era por él, por quien seguía viva. Tenía pesadillas por las noches. Se lo arrebataban de las manos, y no podía hacer nada por evitarlo. Sentía que le arrancaban su corazón y experimentaba un dolor físico que le hacía chillar y despertar al niño. Se lo dijo a Angélica, la hermana del sacerdote, y ésta, a su hermano. Decidieron que, hasta que recobrara su equilibrio mental, alterado por todo lo sucedido, ella y su hijo,ocuparían la habitación que Carmen dejó vacía cuando se casó. Un médico amigo del sacerdote, le recetó unas pastillas que le ayudaron mucho. Tres meses fueron suficientes para que, totalmente recuperada, regresara a su casa con su hijo.
    La fortaleza de nuestra protagonista quedó patente a cada vuelta de tuerca que le dio el destino. Aunque a punto estuvo de rendirse, sobrevivió a la muerte del único amor de su vida, y a la de su querido padre. Se le desbordaba el corazón, cuando los ojos azules de su hijo le sonreían. ¡Eran los de Víctor Manuel, su padre!.¡Cómo lo recordaba!. Tal vez se estaba volviendo loca. Ella tenía la sensación de que al lado del hijo, estaba el padre. Se sentía feliz. Hablaba con los dos. A veces los seres humanos necesitan volverse un poco locos para sobrevivir.
    Cerca ya de Navidad, comenzaron a caer los primeros copos de nieve que vistieron de blanco las montañas y los valles. El pueblo también estaba nevado. En el humilde hogar de Clemen ardían los leños en el hogar. El niño corría por la casa descolocándolo todo, bajo la atenta y amorosa mirada de su madre, que tenía entre sus manos su eterna labor de ganchillo. De repente, como suceden siempre las terribles tragedias, sin avisar, sin que nadie las espere, en aquel tiempo no se podían preveer estas situaciones, se desató un vendaval de tal magnitud, que parecía un huracán. Se cerraron, a piedra y canto, las puertas y ventanas del pueblo. Las calles se quedaron vacías. Nadie se atrevía a salir de casa. El viento arreció y rugía enloquecido, barriendo todo lo que encontraba a su paso. Arrancó las ramas de los avellanos de la Iglesia, que se estrellaban contra las casas. Comenzaron a volar tejados, arrancaba las ventanas. Clemen cogió al niño en brazos. Se fue para el lugar más seguro de la casa. No pudo evitar que el marco de una ventana cayera sobre ella y su hijo. Malherida salió a la plaza. Nunca supo cómo llegó donde el sacerdote con su hijo en brazos. "¡Dios mío!, está muerto. ¡Mi hijo está muerto!, D. Feliciano". Las cosas más terribles de la vida suceden así. Cuando nadie las espera. Al día siguiente, su pequeño del alma, fue enterrado al lado del abuelo Pedro. En su tumba, una crucecita blanca. Clemen nunca volvió a sonreír. Se quedó sola. Y algún ser despreciable se atrevió a insinuar que como estaba medio loca, había matado a su hijo".
    _Y esta es la verdadera historia de esta mujer, a la que un pueblo entero fue incapaz de perdonar que estuviera a punto de convertirse en la dueña de "El Señorío del Encinar", porque el primogénito se enamoró de ella_ terminó el párroco.
    Me quedé aturdida, y estaba dispuesta a acercarme a Clemen. Yo también había sido injusta con ella. Aquella noche, cuando regresé de la casa parroquial, me senté a su lado. Coloqué mi mano sobre la suya, que no la retiró. Le dije que quería ser su amiga. Que me gustaría que cenara conmigo y que alguna vez podríamos bajar a pasear juntas a la orilla de Río Azul y a la Estación de Romeral. Me sorprendió su mirada larga, cuando se fijó en mis ojos, entre interrogante y agradecida...Perdí el miedo. Nunca volví a correr el cerrojo de mi dormitorio. Aquel día fue el principio de una gran amistad. Llegué a quererla como a una hermana.
    Era domingo, había baile en el pequeño Casino provinciano del pueblo de la Estación. Las hermanas Calderón, hijas de un importante terrateniente, la hermana mayor ya casada, fue candidata en otro tiempo, a ocupar "El Señorío del Encinar", se hicieron con una invitación para mí, sin la cual no hubiera podido acceder al baile. Diciembre acababa de aparecer en el calendario. La nieve ya cubría los altos de las montañas más lejanas. La tarde se presentaba fría. Me puse mi abrigo verde piscina con gorra haciendo juego. Me miré al espejo y me vi favorecida. A los veintidós años no hay chica fea.
    "Espinita", "Angelitos negros", "Camino verde", estas eran las canciones de moda de aquellos tiempos. En el Casino estaba Juan. Se acercó a mí y bailó conmigo durante toda la noche. Me gustaba bailar con él, así, abrazados, como se bailaba entonces. Desde que llegué a El Encinar, nos habíamos visto otras dos veces.
    _Me voy de aquí_ me dijo. Se separó de mí. Tuve la sensación de que se había arrepentido de haber bailado los dos tan juntos. Y siguió:_He pedido traslado a una estación, cerquita de Burgos, donde tengo mi novia desde hace tres años. Desde hace dos, ella está en silla de ruedas, por culpa de un accidente de moto que tuvimos, cuando viajábamos juntos.
    La noticia me sorprendió tanto, que no supe qué contestar. Ante mi silencio, él siguió.
    _Estábamos a punto de terminar nuestra relación, cuando ocurrió todo. Ya no me fue posible romper con ella. No debo abandonarla en ese estado.
    _No, no debes dejarla. No podrías ser feliz_ le dije
    _Me sentí atraído por ti desde que te ayudé a llevar el equipaje, el día que bajaste del tren Correo, en la Estación. Me gustaron tus ojos negros, tu melena rizada y tu carita de despistada. Pero decidí no verte, por temor a enamorarme. Esta noche estás muy guapa. Me llevaré un bonito recuerdo de ti. Me sonrojé, como siempre lo hacía, cuando era joven.
    Aquella noche cuando llegué a casa, Clemen me estaba esperando. Eran las doce y media pasadas. Le conté lo que me había dicho Juan.
    _ Este lugar sin Juan ya no será igual, ¿sabes Clemen?, le dije_.
    _Claro que no será igual, Mary_ me contestó.
    No teníamos sueño y hablamos largo y tendido, sentadas alrededor de la mesa camilla, ante una rica taza de malta, que creo que era cebada tostada, similar al café. Me contó su historia. Me la contó igual que me la había relatado el sacerdote.
    Estuve durante dos cursos escolares completos. Allí aprobé las Oposiciones. Cuando hice mi equipaje para irme, lloré. El pueblo entero
me despidió. El Sr. Alcalde, D.Feliciano, Doña Angélica, y mi querida amiga y casera, bajaron a la estación conmigo. Sentí separarme de Clemen.Tan humilde como generosa. Fue como mi hermana mayor. Como esa madre que nunca tuve. Como esa amiga del alma, que cuando la encuentras, no quieres separarte de ella, y jamás la olvidas.
    A los tres meses de estar en mi nuevo destino, escribí a Esther Clementina Hompanera. Me devolvieron la carta. Dos meses más tarde volví a escribirla y a los ocho días, el cartero me trajo mi sobre y en él ponía: "fallecida". No era posible. Hacía tan poco tiempo que nos habíamos despedido en la Estación de Romeral....
    Decidí escribir a D. Feliciano para que me confirmara o negara, esa noticia que yo no podía creerme, y que me tenía oprimido el corazón. A los pocos días recibí contestación. Mi mano temblaba cuando abrí el sobre y leí: "Estimada señorita en Cristo: Desgraciadamente nuestra querida amiga, falleció el diecinueve de diciembre del año en curso. El médico no halló enfermedad física alguna. En realidad ella comenzó a morirse, poco a poco, cuando aquel trágico accidente le arrebató a su hijo. Su mal estaba en el alma. Murió de pena. Le voy a dar una buena noticia, dentro de la terrible de haber perdido a nuestra amiga querida. Sus restos y los de su hijo, descansan ya junto a los de Víctor Manuel, en el mausoleo, perteneciente a "El Señorío del Encinar". No pude evitar que mis lágrimas cayeran a raudales sobre la carta, enborronando el final.
    No sé dónde estarás, amiga mía... Espero que de alguna forma, no acierto a imaginar cómo, mereces haberte encontrado con tus seres queridos. Termino pidiéndote perdón, Esther Clementina, por haberme atrevido a contar tu historia sin tu permiso. Pero es la más bonita y trágica historia de amor que yo he conocido. No pude resistir la tentación de contarla. FIN