Siestas de Verano

 

    Lo que menos me gustaba de mis vacaciones de verano en Los Fresnos, era dormir la siesta. Tía Lena tenía una fijación casi obsesiva, con que media hora después de la comida del mediodía, me retirase a mi habitación a dormir la siesta. Sólamente los domingos y las fiestas me libraba de ellas, porque D. Eugenio, el sacerdote, rezaba el Rosario después de una breve sobremesa. Siempre la misma cantinela: "Mary, hija, sube a tu habitación hasta la hora de la merienda. Tú sabes que es durante este tiempo cuando el sol cae de plano sobre nosotros, y a fuerza de andar por el pueblo como perro sin amo, te pelarás como los lagartos". Y seguía para reforzar su teoría: "si yo no te obligara a retirarte a tu dormitorio, volverías al Colegio en octubre, negra y con la piel escamosa. ¡Siesta no , por favor!. Me aburro. No la soporto, clamaba yo. Ella inflexible, continuaba: "si no quieres dormir, súbete "Crazón"y lees los cuentos mensuales". He leído tantas veces "El pequeño Patriota Paduano", "El Tamborcillo Sardo", "Sangre romañola", que sería capaz de repetirlos con puntos y comas."Pues lees "¡Santo Dios!, la señora Brígida en el patio".Era un manuscrito graciosísmo que había en casa del abuelo, con el que te reías continuamente. Se lo trajo un tío cubano. Después de "Corazón", los cuentos de "Mary Pepa" y "Celia y Cuchifritín", era el manuscrito, el que más había leído.
    Ante la imposibilidad de convencer a tía Lena, decidí que sería yo quien cambiaría de estrategia. La hermana de mi madre se quedó boquiabierta, cuando un día llegué puntual a la hora de la comida. Me senté a la mesa muy formalita, y nada más terminar de comer, anuncié que me retiraba a descansar. "¿Ve padre?, al fin he conseguido que me obedezca de buen grado ", dijo con cierto aire triunfal mi tía. "Claro, hija", respondió el abuelo Gerardo, "tu tozudez es tanta, que no me sorprendería que la niña haya decidido obedecerte, por no oírte.
    Me tendí sobre la cama. Las contraventanas estaban semicerradas.Una agradable penumbra envolvía la habitación. Con los brazos cruzados debajo de la cabeza, miraba fijamente cómo una suave brisa movía las sombras de las hojas de los árboles del jardín, que se dibujaban en el techo. La silueta de una golondrina que regresaba a su nido, colgado del alero del tejado, se mezcló con las otras sombras. Oía el ruido de cacharros que hacía Porfiria recogiendo la vasija. Cuando terminaba salía con cuidado. Cerraba la puerta tras de si, y se iba a visitar a su madre que vivía tan sólo a unos metros de distancia de nuestra casa. Se hizo el silencio. El abuelo dormía en su habitación de la planta baja. Tía Lena, recostada encima del hogar de la cocina, emitía ruidillos acompasados, señal evidente, de que estaba en brazos de Morfeo. Ya están dormidos, pensé. No obstante, espere unos segundos más.
    ¡Por fin, me había llegado la hora de la libertad!. Comencé a descender la escalera de madera. ¡Cómo crujían los condenados escalones!. Escuché un momento. Dormían los dos. El abuelo estaba algo sordo, por su avanzada edad, y tía Lena, cuando se dormía bien, no la despertaba ni el ruido de un trueno terrible. En el rellano de la escalera, junto al balcón, entre dos preciosos tiestos floridos, estaba Blas, el gato atigrado de ojos de búho y cola de ardilla. Ronroneaba de placer cuando pasé junto a él. Abrió un ojo gris verdoso, me miró, movió amistosamente su cola, y siguió ronroneando. Abrí con cuidado la puerta de la calle, y el sol me deslumbró haciéndome cerrar los ojos. Ya estaba en el jardín. Me había librado de la odiosa siesta. Era tan poco el tiempo que tenía, una hora aproximadamente, que no me entretuve en aspirar el delicioso perfume, que exhalaban los rosales cuajados de rosas de varios colores. Decidí salir por el pasadizo oscuro que acortaba mucho la distandcia entre la casa del abuelo y la Plaza de la Iglesia. Lo crucé como alma que lleva el diablo, porque pasar por allí me producía pánico. Contaban historias de un tal Pernales, que era, algo así, como un sacamantecas, y que había vivido allí.
    Como hacía siempre, recorrí el pueblo de sur a norte y de este a oeste. Atravesé la Calle Principal. Alrededor de ella, estaban todas las calles menores, callejuelas y callejones, que formaban la estructura de Los Fresnos. El Rïo Grande separaba el Barrio del Molino, de la calle más ancha y más larga del Pueblo. Hasta el molino llegué, pensando encontrar algún molinerillo para jugar. Nadie en la calle. Ellos también se protegían del sol. Parecía un pueblo abandonado.Mi tía siempre tenía razón, ella decía mirándome acusadora: "no hay niños más blancos, ni más rubios, ni más guapos, que los ocho hijos de la Molinera". Como no encontré a mi amiga Faustina tampoco, decidí dar la vuelta a la torre de la Iglesia, sentarme a la orilla del río, y refrescarme los pies. Chapoteé con fuerza, me calé el vestido, y se me cayeron las sandalias al agua, con lo que supe que, una vez más, la hermana de mi madre tendría motivos suficientes para castigarme. El río me atría tanto, que no podía remediarlo. Visitaba cada día, muchas veces, a las numerosas aves acuáticas que seguidas de su escandalosa y numerosa prole, se paseaban río arriba y abajo, indiferentes ante mi curiosidad. El sol lucía implacable, y amenazaba con derretirme la sesera.
    Seguí hacia el norte del pueblo, Pasé delante de la higuera añosa y retorcida, que crecía delante de la casa de tío Augusto. En septiembre estaría llena de dorados, enormes y exquisitos higos, que harían las delicias de pájaros glotones, y nuestras, si nos dejaban alguno. A su sombra charlaban dos ancianas, que ni notaron mi presencia. Por fin llegué a casa de los "Gallitos". Me asomé a la tapia. Allí estaban los cuatro "pollitos" más pequeños: dos niñas y dos niños.Estaban desnudos metidos en un enorme barreño de cinz lleno de agua. ¡Hola!, les dije.¿Vosotros tampoco dormís la siesta?."No", me respondieron, Y siguieron mojándose. ¿Y por qué no la dormís?, pregunté. "Porque a mi madre no le da la gana hacer la cama dos veces, chavala, y vete de aquí". El que me respondió así de airado, tenía diez años, como yo. Estaba desnudo y se cubrió sus "vergüenzas"con las dos manos. Los otros tres me sacaron la lengua, y en vista de que allí no era bien venida, decidí largarme.
    Rodeé el bosque de la Casa Grande. Los vecinos de Los Fresnos, cuando pasaban cerca de la mansión, hacían la Señal de la Cruz. Creían que sus habitantes, ya desaparecidos, durante generaciones, habían estado hechizados. Decía el abuelo: "son tonterías de gente ignorante". Pero yo por si acaso, crucé por allí a carrera tendida, que por entonces era mi forma habitual de moverme.
    Y llegué al Barrio de Abajo. Me encontré con tres Calilis, de los cinco que eran. Fieles a sus costumbres, se tostaban al ardiente sol del mediodía, desnudos de cintura para arriba, y sin importarles, ni un bledo, si se pelaban o no. Ellos en septiembre, volverían a la Escuela del pueblo con Dña Nicanora, y si su piel estaba escamosa, nadie lo notaría, porque casi todos los chicos, estarían iguales. Pero yo debía regresar a mi Colegio de la Ciudad y las monjas y mis compañeras, tan blanquitas ellas, me mirarían como a un bicho raro. Decididamente hoy sería el último día que me escaparía durante el tiempo de la siesta. Tía Lena, una vez, más tenía razón.
    Yo buscaba la amistad de los Gallitos y Calilis, para disgusto de mi tía, que aseguraba que vivían como animalillos del campo y "se te pegarán todos los disparates que dicen, y harás el ridículo donde vayas", me aseguraba enfadadísima. Ella ignoraba que era, precisamente, esa forma de hablar y de vivir, lo que a mi me fascinaba.
    Yo cambiaba con ellos, muchas tardes, mi rebanada de pan blanco untado de nata y miel, o mi chocolate de hacer de la merienda, por un trozo de pan de centeno y una cebolleta tierna y sabrosa, recién arrancada del huertecillo que tenían a la entrada de casa.
    Se me había hecho tarde. Decidí regresar. Si tía Lena descubría mi ausencia, ¡adiós libertad!. Y así sucedió. Con cara de pocos amigos, la hermana de mi madre, salía por La Portaleja, ese pasadizo oscuro y siniestro, que para si hubieran querido los carceleros de la Edad Media, y que yo cruzaba siempre como una exhalación.Me agarró del brazo, me zarandeó, y me gritó:"¡ya me parecía a mí raro que hubieras cambiado de la noche a la mañana!. ¡No volverás a engañarme, puedes estar segura!.¡Y dormirás la siesta, vaya si la dormirás, como me llamo Mª Magdalena!".No me quedó más remedio que resignarme. Desde ese día, Porfiria cerraba la puerta con llave cuando se iba y se la llevaba. La otra, la escondía mi tía debajo del cojín en el que apoyaba su cabeza. Las ventanas de la planta baja tenían rejas.
    Aquella tarde me era imposible conciliar el sueño. Me levanté con cuidado, y decidí husmear por todos los rincones de la habitación. Yo me aburría, y el tiempo parecía que se había detenido...En un cajón de la cómoda encontré unas fotografías de color sepia. Mi madre, muerta al año y medio de nacer yo.¡Qué guapa eras mamá!, musité. Mi padre, ¡qué majo también!. Los besé. Más fotografías: mis abuelos, mis tíos, algunos primos, familiares que no conocía. Yo de chiquitina, papujilla y sonriente, enseñando el único diente que tenía. Decidí colocarlas donde estaban. Me las había enseñado tía Lena cientos de veces.
    Descubrí un doble fondo entre el mármol de la encimera, y el cajón de la mesita de noche. En él había un montón de cartas amarillas que olían a naftalina, y a papel viejo. Cogí una con cierto temor. Estaban dirigidas a mi tía. Leí el remite: Juan Antonio Hompanera. Segunda Compañía. Quinto Batallón de Infantería. Zaragoza. Algo, en mi interior, me avisaba de que estaba a punto de violar una intimidad que no me pertenecía. De conocer secretos, que mi tía nunca había querido contarme. Decididamente, no lo haría.Volví a guardar la carta en el doble fondo, y coloqué encima la piedra blanca jaspeada de negro.
    Pero desde que descubrí las misivas, comencé a tener una fijación tan obsesiva por leerlas, como la que tenia mi tía porque yo me acostara cada día. La siesta dejó de ser una pesadilla, y esperaba ilusionada, que llegara el momento de ella. Intenté disimular para que tía Lena no sospechara nada. Para no sentir remordimientos me decía a mi misma: si las lees tú sola y guardas el secreto, será como si no las hubieras leído. Aquella tarde, con el pulso algo tembloroso, extraje el papel oscuro y rayado del sobre, y comencé a leer.
    "Zaragoza a 6 de Junio de 1937"
    "Srta Mª Magdalena Alonso"
    "Los Fresnos"
    "Lena querida: Perdona este papel tan arrugado en el que te escribo. Lo llevo conmigo en el macuto, para aprovechar cualquier momento en el que las bala dejen de silbar a mi alrededor, y pueda decirte cuánto te amo.
    A veces pienso que esta maldita guerra no tendrá fin. Yo no tengo madera de héroe. Ni quiero matar, ni que me maten. ¿Sabes Lenita?, yo no siento como enemigos míos, a los que se supone que debo abatir a tiros. ¿Te imaginas cómo me sentiría, si creyera que había matado a algún soldado del otro bando?. ¡Fatal Lena, me sentiría fatal!.
    Yo sólo quiero regresar a mi pueblo y a mis tierras. Casarme contigo. Visitar nuestros sembrados. Ver crecer y dorarse la mies. Madurar las frutas. Pasear con nuestros hijos, si los tenemos.Y pasar juntos el resto de nuestras vidas..."
    Nunca había leído una carta de amor, y me emocioné. La coloqué en el mismo orden que ella las tenía. Me levanté como "si no hubiera roto un plato".Tía Lena me preguntó si había dormido bien, y yo le respondí que sí, que muy bien. Cogí un bocadillo de chorizo y salí para ir a la fuente de la Teja, donde había quedado con mis primas, las hijas de tío Augusto, para merendar. En el jardín estaba el abuelo, sentado en su sillón de mimbre, rodeado de cojines rojos con margaritas blancas, en medio de las plantas de té y los rosales. Besé su cabeza de pelo ralo y ¡adiós, abuelito!, le dije. "¡Adiós, hija!. ¡Tened cuidado por donde andáis!", me respondió.
    Aquel día era Domingo. Por la tarde, iríamos al rosario y después a pescar, si el tiempo lo permitía. No habría siesta, y lo sentía mucho. Me había aficionado a leer las cartas de amor que el soldado escribía a mi tía. Cuando entramos en la Iglesia, la voz sin inflexiones de la "Peronnia", que era el mote que tenía el ama del cura, comenzaba: "Santo Rosario, por la señal...Misterios Gozosos...Letanía de Nuestra Señora...Virgo Clemens...Virgo Fideles...La tía Zenivia, dormitaba sentada en su reclinatorio. Entre sus manos tenía el rosario de cuentas de nácar, que le regaló su hija, la monja de clausura. El día era gris y tormentoso. En el horizonte se veían unas culebrillas luminosas, que rasgaban la oscuridad de las nubes. El sacerdote había ido a dar la Extreaunción a un moribundo de Los Pinos, un pueblecillo cercano. Comenzó a tronar y llover y terminamos la tarde en casa, con las amigas de tía Lena, que nos hizo chocolate y churros.
    Entre domingos y fiestas; entre misas, rosarios, tardes de pesca y siestas, el verano avanzaba y yo seguía buceando en los secretos amorosos de mi tía. No quiero ni pensar qué sucedería, si me descubriese.
    "... No quiero contarte más de esta Guerra sin sentido, Lenita. Si encima de vivirla, también la cuento, la sufriría dos veces, y no estoy dispuesto". Así decía textualmente el párrafo de una epístola fechada el día 23 de Junio de 1938. Y seguía: "Hago caso omiso de las balas que se empeñan en rondarme, y oídos sordos a los estallidos lejanos de las bombas que dejan caer los aviones. Y te repito, una y mil veces, que te quiero tanto... tanto, que sólo sueño con volver a verte...En los ratos de mayor desesperanza, pienso que, tal vez, esta locura no termine nunca. Yo sé que esto no es posible. Que algún día tiene que acabar, pero ¿cúando?.
    "Mary, levántate". La voz de tía Lena me hizo dar un respingo. Coloqué el sobre en su sitio, y bajé rauda. "Es el cumpleaños de Jacinta, y estamos invitadas a merendar en su casa", aclaró. Cinta era la hija del Juez, que el año pasado había sustituido al abuelo, que lo dejó por la edad. Estas celebraciones me encantaban. Aunque significaran que tía Lena me "leyera la cartilla", como ella decía. "No empieces a comer la primera. Sé comedida a la hora de servirte. No te chupes los dedos..." Siempre me decía las mismas cosas. Y terminaba: "Cuando te pise una vez, por debajo de la mesa, empiezas a comer. Cuando te pise dos, lo dejas". Terminaba armándome un lío tremendo, y me confundía. "Mary, chiquilla, ¿a qué esperas para tomar el chocolate y las pastas?", me preguntó Cinta. A que me pise mi tía por debajo de la mesa, le respondí. La mirada de la hermana de mi madre no me fulminó, porque no tenía poderes, pero noté que matarme era lo que más deseaba...
    "...Estoy muy preocupado por lo que me cuentas en tu última carta: Que no quedan hombres jóvenes en el pueblo. Que las duras labores del campo las hacen las mujeres. Que hay muchas fincas sin sembrar... ¡Qué pena, querida!. Nosotros, aquí, dando tiros a diestra y siniestra. Estamos destruyendo España, cariño. Tardaremos un montón de años en levantar cabeza. Y otro montón de tiempo, en enterrar el odio entre vencedores y vencidos. ¡Qué desastre, Díos mío!. Hoy es el penúltimo día de Octubre, y no se bislumbra el final de esta pesadilla, por ninguna parte. ¡Ah!, se me olvidaba, desde hace unos días, eres la novia del Sargento Hompanera..."
    Levanté la piedra de la mesita porque el tiempo tocaba a su fin, con tan mala suerte, que se me cayó al suelo. Hizo un ruido espantoso, tanto como el que hacían las bombas de la guerra de Juan Antonio, cuando estallaban. Se partió en dos. Los pasos precipitados de tía Lena, escalera arriba, me hicieron comprender que estaba perdida. Cuando entró en el dormitorio dio un grito, que me cortó la respiración. Sentada sobre la cama, no me atrevía a mirarla, "¡Vete!", me dijo. "¡No quiero volver a verte!". Bajé precipitadamente la escalera, y salí a la calle. Me fui a mi Río Grande y me senté en su orilla. Metí mis pies descalzos en sus aguas cristalinas. Dónde iré, pensaba yo, si mi tía no quiere volver a verme... Me miré en el espejo del río y me vi fea, muy fea. ¡Nunca debí leer esas cartas!. Me he pasado todas las vacaciones, de todos los años, haciéndole la vida imposible a ella, que me ha cuidado desde que mi madre se fue para siempre.
    Anochecía cuando oí la voz de Porfiria, llamándome a voces. Salí de detrás de la torre de la Iglesia y me dirigí hacia ella. "Pero, ¿qué has hecho ahora para que tengas a tu tía tan enfadada?", me preguntó. Es que he leído unas cartas del novio que tenía en la guerra, le respondí."¡Hija, pero qué cosas haces!. Yo soy "alfabeta" y nunca "me se" hubiera ocurrido hacer eso!. No sé que te enseñan las monjas en el Colegio ese". Porfi, le dije, se dice analfabeta y se me. "Bueno, pos d´aquí palante, hablaré como a ti te se antoje". Bajó el tono de voz y, "¿qué dice ese novio a tu tía en las cartas?. Anda, cuenta, cuenta. Yo no se lo diré a nadie. Será un secreto entre tú y yo". Me paré frente a ella, camino de casa. Le miré fijamente a los ojos y, ¡no insistas!, le dije. ¡Jamás, ¿oyes?, jamás, te lo contaré.
    Cuando entramos en casa, la mesa estaba puesta para la cena. El abuelo Gerardo dio las gracias a Dios por los alimentos que íbamos a tomar. Yo miraba, a hurtadillas, a mi tía. Su silencio me hacía daño. Hubiera preferido que me gritara, como hacía otras veces, y enseguida se le pasaba el enfado. Terminé, pedí permiso para abandonar la mesa. Me acerqué al abuelo y le di un beso en la frente. Dije hasta mañana, y subí a mi habitación. Allí estaba la prueba del delito, el mármol partido en dos. Las cartas habían desaparecido. Me acosté. ¿Qué me diría D. Eugenio, el sacerdote, cuando fuera a confesarme el sábado?. El es bueno, me perdonará y no se lo dirá a nadie, pensaba yo. Si se enterara la "Peronnia", según es de cotilla, saldría detrás de mí, diciendo, a voces, lo que había hecho. Se enteraría todo el pueblo, y jamás podría volver a Los Fresnos.
    Me setía muy sola aquella tarde. Tía Lena se había ido de visita en casa de sus amigas y no me había llevado. Decidí subir a El Cerro. Desde allí se veían todos los senderos de La Vega. De espaldas al sol del atardecer, distinguiría la silueta alta y delgada del abuelo y la rechoncha de D.Eugenio, que regresarían, como todas las tardes, de dar su diario paseo. Me alegré cuando vi que mi abuelo venía solo. Descendí colina abajo a su encuentro. Atravesé el río por uno de sus puentes. ¡Hola, abuelo!. ¡Tú también estarás enfadado conmigo!, supongo. "Un poco, hija", me respondió. Pero la bondad de su mirada, me tranquilizó. Le cogí del brazo. Desapareció mi sensación de soledad. Yo sé que he hecho muy mal, abuelito, y tal vez tía Lena, no me perdone nunca. Cuando me escuche, le pediré disculpas. Continuamos caminando juntos en silencio. De pronto oí la voz del abuelo que me dijo: "las cartas que no están dirigidas a uno mismo, jamás deben abrirse, ni leerse, sin la autorización del interesado". Antes de entrar en el camino de casa, le pregunté tímidamente: abuelito, ¿dónde está Juan Antonio, el de las cartas?. Tardó unos segundos en responderme. "Nunca volvió del frente. Una bomba le rompió en mil pedazos. Y a tu tía ni siquiera le quedó el consuelo de llevarle flores a su tumba", me dijo.
    A últimos de Septiembre, la naturaleza había comenzado a desnudarse de su dorado ropaje, y yo volví a mi Colegio de la Ciudad. En mi alma guardé, como un tesoro, el perdón de tía Lena, y unas palabras que me sonaron a música celestial : "hija, me recuerdas tanto a mi querida hermana muerta, que jamás podré dejar de quererte, por muchas fechorías que me hagas". FIN