Ayer a estas horas, me despedía de ti para siempre.
Te dejé en aquel diminuto cementerio donde no había árboles,
ni flores. Sólo cemento, tierra y pocas cruces. “¡Dios
mío qué sola te has quedado!”. El cierzo de las tardes
de verano azotará los muros grises del Camposanto. Pero no será
capaz de interrumpir tu sueño eterno. Seguro que tu última
voluntad, tía Magdalena, habrá sido permanecer allí,
cerca de tus hijos y bajo tu cielo de Castilla, siempre como recién
pintado de azul, de puro inmaculado…Este otro cielo, el de Cantabria,
bajo el que yo te quiero y recuerdo, hoy tan vestido de gris, que parece
que está a punto de llorar conmigo… Perdóname por haber pasado tanto tiempo sin ir a verte. Tuve miedo de enfrentarme a tu decadencia. Tú, siempre tan vital. Prefiero recordarte con aquel vestido de crespón negro de flores de colores, que estrenaste el día de San Juan Bautista, patrono de Fresno. ¡Estabas tan guapa con aquellas sandalias de tacón ‘topolino’, que así se llamaban entonces! En tu rostro destacaban los ojos entre grises y azules, que tenían un brillo especial cuando coloreabas discretamente tus pómulos y tus labios. Te favorecía el velo de blonda negra que cubría tus cabellos recién rizados por la permanente que te había puesto la peluquera de Guardo. Para mí eras la tita más guapa del mundo… Te llevaste contigo mis fantasías infantiles. Eras el nexo entre mi vida actual y mis andanzas de niña. El Fresno de ahora no me parece el que yo recorría una y otra vez, cada día, de norte a sur. Está todo tan cambiado… Ha desaparecido tanta gente... Han destruido tantas cosas para hacer otras: ¿Dónde está El Cerro, desde el cual yo contemplaba mi Río Grande y el suave oleaje del mar dorado de cereales maduros? ¿Dónde está la Portaleja por la cual yo salía a la Plaza de la Iglesia, ataviada de domingo para ir a Misa? Tampoco he visto el poyo de piedra donde se sentaban el abuelo Gerardo y D. Eugenio, el sacerdote, a quien yo besaba la mano tantas veces como atravesaba la plaza, que eran muchas durante todo el día. “Buenos días tenga usted, señor cura y la compañía”, le decíamos. Y la Cañada, ¿dónde está la cañada que yo recorría para salir a la vega de Río Grande y ver a la cigüeña pescando ranas y pequeñas culebrillas para dar de comer a su siempre hambriento y desplumado cigüeñito? Ya no tengo paraíso infantil, tita. Con tu partida lo perdí para siempre…Me parece todo tan extraño, tan diferente, tía, que aquí no podría volver a ser aquella niña feliz, que fui. Era consentida y traviesa, y te hice enfadar un montón de veces, cada día. Los domingos y días festivos, me ponías lazos nuevos en las trenzas, el vestido de canesú bordado de nidos de abeja, las sandalias recién pintadas de blanco. Salía a la Plaza de la Iglesia a esperar que tocaran la campana que avisaba del comienzo de la Misa. Me descalzaba y me metía en el río. O me sentaba en aquel tronco de árbol que hacía de puente. Lo atravesábamos una y otra vez haciendo equilibrio y con peligro de pegarnos un remojón. Mis primos, u otros críos, me escondían las sandalias. Y no me quedaba otro remedio que entrar en el templo descalza y el vestido, que tú habías planchado primorosamente, con aquella plancha de brasas y chimenea, con el bajo escullando… “No te manches. No te metas en el río”, me habías dicho…Me mirabas furiosa y me decías bajito: ¡Procura que no te pille, cuando salgamos! Y no me pillabas…Cuando volvía a la hora de comer, se te había pasado el enfado. Y si todavía querías darme un azote, allí estaba el abuelo, siempre tan conciliador: “Es una niña, hija”. “Sí padre, es una niña”, decías tú, “pero me tiene harta”. “Esta tarde no hay calle. Lee ‘¡Santo Dios la Señora Brígida en el patio!”, decías. Era un manuscrito, |
graciosísimo,
que había en casa del abuelo, que ya he mencionado alguna vez,
en algún relato. Le leí un montón de veces y me le
sabía, casi de memoria. Era el peor castigo que me podías
poner. Luego me besabas, y me cambiabas de vestido. Y para que hicieran
juego con el color del vestido, de lazos también. Hoy nos costó llegar a la Casa de la Era. Había dos caminos y nos metimos por el que no tenía salida porque era el servicio de acceso a dos casas. Cuando conseguimos girar el coche, que bastante nos costó, llegamos a la altura de una verja recién pintada donde había un señor, ya entrado en años, a quien le preguntamos si el siguiente camino era el idóneo para llegar a casa de tu hijo Maxi. Nos dijo que sí. Aquella cara redonda y gorda, que daba vueltas a un enorme trozo de pan dentro de su boca, sin dientes, me resultaba muy familiar. Entonces me atreví a preguntarle: _ ¿Es usted de aquí ¿ _ Sí señora, de toda la vida. Aquí he vivido siempre. Y aquí moriré_. Por un momento había dejado de dar vueltas dentro de su boca desdentada al trozo de pan que estaba comiendo. _ ¿Usted no me conoce?_. Le dije mientras me asomaba por la ventanilla del conductor, para acercarme un poco más a él. Yo ocupaba el otro asiento y quizás no me veía bien. Me miró fijamente y respondió: _ Pues no, no la conozco. ¿Debería conocerla? _ Soy Mary, la sobrina de Magdalena, fallecida ayer. _¡Coño, coño! ¡Cómo no te voy a conocer! Pero qué has hecho, si eres seis años mayor que yo, y mira cómo estás… Nunca supe si estaba bien o mal. Supongo que le parecería bien. Yo, al menos, tengo todos los dientes, y estaba bien arreglada. _Tú eras una chavalota lucida y guapa que llegabas a Fresno del colegio, y tenías revolucionada a toda la guajería_ entiéndase chavalería_ del pueblo. Tenías doce años. Yo tenía seis. En mí, ni te fijabas. Pero yo ya tenía mi corazoncito, oye_. Para hablar bien se había sacado el trozo de pan de la boca y lo encerró en el puño de su mano. Como te iba diciendo, la única oportunidad que yo tenía para que te fijaras en mí era esconderme, y cuando pasabas arrojarte piedras procurando que cayeran cerca, pero sin darte. “Chaval, me decías cuando venías a buscarme detrás de la torre de la Iglesia, eres idiota o qué te pasa…¡Cómo me des…” _Yo soy el Eusebio, hijo de la Guadalupe y sobrino de la Marciana, primas, a su vez, de tu tía Magdalena, que Dios tenga en su gloria. ¡Coño, coño! ¡Quién me iba a decir a mí que iba a volver a verte! Nos despedimos. De camino a la Casa de la Era, traté de recordar a Eusebio cuando era niño, y lo conseguí. Él sí que no ha cambiado nada. Parece que le estoy viendo: la misma cara redonda e inflada como un balón. Siempre con la boca llena de pan, y en la mano el trozo del que se supone que mordía. Eso sí, por aquel entonces sólo le faltaba algún diente. Eran los llamados de leche, que se le habrían caído para dar paso a la dentición definitiva. Bueno, definitiva parece que no había sido, puesto que ahora no tenía ninguno… FIN |