El lago de las ranas rojas

 

    No sé si esto que voy a contar, exactamente igual que a mí me lo contaron, es cierto, o formó parte de las fantasía de los lugareños, tan dados a imaginar en las largas tardes de invierno, cuando las inmensas nevadas cubrían las puertas de salida, y llegaban hasta las ventanas de la planta baja de las casas. Mientras fuera seguía nevando con tal intensidad que parecía que ya no volvería a dejar de hacerlo, el olor de las castañas asadas y el de la leña ardiendo en el hogar, transformaban las cocinas, de Los Fresnos, en los lugares más acogedores del mundo. Historia o leyenda, durante generaciones, los abuelos se lo contaron a sus nietos.
    Cada verano, durante las vacaciones, yo recorría palmo a palmo los alrededores de mi pueblo. Contemplaba con cierto recelo una torre derrumbada. Mi abuelo Gerardo me contó que había sido un Torreón, hacía muchísimos años. Antes de que el paso del tiempo terminara por destruirla. Sus ventanas eran pequeñas, orientadas en todas las direcciones. Como todas esas torres de piedra, tenía aspecto de muy fría y solitaria. Estaba bastante alejada del pueblo. Y hasta puede que tuviera un cierto estilo arquitectónico, pero no era eso lo que a mí me interesaba.
    Estuvo edificada sobre un promontorio. Supongo que desde las tres ventanas más altas, las orientadas al sur, este y oeste, podría comtemplarse la inmensa vega de Rio Grande, y hasta oir el rumor del agua cristalina, que entonces discurría rápida por su cauce. La fachada de la ventana norte daba hacia el estanque de los nenúfares azules que así lo llamaban en la Comarca.
    Estuve sentada muchas veces sobre sus ruinas pedregosas y cubiertas de musgo, que muchísimos años atrás, había sido una especie de edificación entre castillo y caserío, del que había permanecido en pie el famoso Torreón, y del que años más tarde sólo quedanban estas piedras con historia...Y, ¡qué historia!.
    Perteneció a la familia de los "Casimiros", denominados así porque todos los primogénitos de esa extraordinaria y atípica familia se llamaron Casimiro. El último se fue con el otoño, hacía un montón de años. Nadie supo dónde. Era alto, extraño, culto y atractivo. Durante su infancia y juventud, fue una especie de vampiro. Nunca salía con sol, y sí le gustaba pasear bajo la luz de la luna. Regresó años más tarde, aparentemente, curado de su supuesto vanpirismo, y acompañado de una joven señora. Nunca se relacionó con las gentes de la Comarca, y muy pocos consiguieron ver a la hermosa mujer que se trajo de su último viaje.
    Algunos aseguraban que la habían visto asomada a la ventana. Que era rubia y de mediana estatura. Tenía el largo cabello del color de trigo maduro. Sus ojos eran tan azules como un trozo de cielo sin nubes. La única sirvienta que les atendía y el esposo de ésta, que era el cochero, habían venido con ellos. Algunos les creyeron mudos porque apenas conocían nuestro idioma. Ella y su esposo eran franceses. Cuando pedían algo en el Almacén del pueblo, apenas conseguían hacerse entender. Casi siempre se lo anotaban los señores en un papel.
    Desde que llegaron estos señores, eran la "comidilla" del pueblo. Se hablaba de ellos en los corrillos que se formaban en los atardeceres estivales, cuando se regresaba de las faenas del campo, o en las tertulias del largo invierno al amor del fuego de leña. Cada uno se despachaba a su gusto. "Dicen que él, don Casimiro, es tan celoso que no la deja ni asomarse a la ventana. Cuentan que tiene un baúl lleno de vestidos preciosos, y le hace cambiarse por la mañana y por la tarde, para contemplarla él. Con cada vestido se pone zapatos haciendo juego, y unos sombreros maravillosos"."Comentan", bajaba el tono de voz Agripina, que era la que en ese momento hablaba, "que si la sorprendía asomada a la puerta principal de la "Casa Grande", que así se llamaba su residencia, "la encerraba durante tres días en una habitación oscura". "Dicen que es un sádico..." Los dimes y diretes iban subiendo de tono. "Cuentan..."
    Yo no sé cuantas cosas de las que se decían serían verdad. Lo cierto que se rompió la racha de los primogénitos varones, y un buen día Dña Elena Mª Asunción, distinguida dama española, educada en un famoso liceo de Paris, que así se llamaba la esposa de D. Casimiro, parió una preciosa niña, con gran disgusto de éste. Fue su primera y única descendiente. Vino al mundo en primavera. Tuvieron que llamar a la Comadrona del pueblo. También solicitaron los servicios de D. Hipócrates, que con ese nombre solo podía ser el médico. Su madre, se mostró encantada de que fuera niña. Se guardó muy bien de manifestarlo para que no se enfadara él, su Señor esposo. Apenas salió a la luz, lloró, sin callar, durante tres días con sus respectivas noches. Como lo hiciera su padre, treinta años atrás, cuando nació. Su llanto empapó sus ropas, y sus gritos se extendieron por el valle, chocaron contra las montañas y su eco fue oído por los lugareños. Algunos pensaron que era un mal presagio. Después no volvió a llorar. Según las gentes de mi pueblo, gastó todas las lágrimas durante los tres primeros días de su vida, y se le secaron las fuentecillas de sus ojos.
    El tiempo pasó y Casimira Cecilia María del Valle, que así la llamaron, cuando derramaron sobre su cabecita el agua bendita, en la pila bautismal de la Iglesia Románica del siglo XI de mi pueblo, cumplió diez años. A esa edad, leía perfectamente, escribía y calculaba con soltura y hasta dicen que, como su padre, había leído tantas veces Macbeth de Shaquespeare, que había párrafos que podía recitar de memoria. Entre sus escritores preferidos estaban los románticos. Le encantaba recitar poesía. D. Casimiro fue su primer maestro.
    Un buen día, Dña Elena María Asunción y su esposo D. Casimiro, se reunieron en el Salón de los Retratos. Así se había hecho durante generaciones, para tratar temas de interés para la familia. Había llegado el momento de buscar un profesor para que la niña recibiera una educación y una cultura adecuadas a su condición. Sus antepasados, colgados en las paredes, ya estaban acostumbrados a presenciar, desde sus retratos color sepia, estas sesiones sin inmutarse. De todos era sabido que en realidad el señor de la casa, jamás escuchaba las tímidas sugerencias, siempre como pidiéndole perdón por atreverse a pensar de forma diferente a como lo hacía él, de su esposa. Podría haberse ahorrado la molestia de pedirle opinión. Nunca aceptó nada de lo que ella pudiera decirle. Ningún Casimiro, y había habido siete antes del actual, había aceptado sugerencia alguna, de las mujeres de la casa. Algo muy común en aquella época.
    La madre de la pequeña pensaba que tal vez sería muy interesante que durante los primeros años, su hija, asistiera a la Escuela del pueblo y tuviera contacto con los demás niños y niñas. Buscarían una institutriz francesa para que le enseñara la lengua de Molière. "Nada de dos lenguas", gritó el Señor. "Aprenderá sólo español". "Si tú quieres hablar con ella en francés, yo no puedo impedírtelo". Y como siempre, una vez más, fue él quien decidió que sería lo mejor buscar un profesor joven y bien formado. Tenía muchos contactos importantes en la Ciudad y le informarían de la persona adecuada para su hija. Seguramente, pensaba D.Casimiro, el Maestro de Los Fresnos no estaría preparado para educar e instruir a su única hija. D. Justo no era muy joven y se comentaba, en los mentideros de Los Fresnos, que durante las vacaciones de verano era mulero en la montaña, para contribuir a aumentar su, más que modesta, economía. A pesar de los comentarios, la gente lo quería y respetaba.
    Así las cosas, al final de aquel verano, llegó a La Casona un joven, en el coche de caballos que utilizaba D. Casimiro para desplazarse a la Ciudad, distante del lugar unos cien quilómetros. El Señor iba siempre solo. Decían las lenguas viperinas, que a "correrse unas buenas juergas con amigotes y otras compañías femeninas poco recomendables". Mientras, su joven y bella esposa, languidecía en casa con el bastidor entre la manos. Matizaba flores de colores, y tejía maravillosas puntillas con el bolillero, o el ganchillo.
    Del coche descendió el apuesto profesor, que apenas pudo ser visto por las curiosas gentes del lugar, que vivían en la orilla opuesta de Río Grande, frente a la entrada principal de la Mansión de los señores. Tuvieron ocasión de observarle más de cerca, cuando paseaba con D. Casimiro por los senderos del bosque que rodeaba la Casa Grande. Contaban de él que era alto, como de unos veintitantos años, distinguido y muy atractivo. También se le veía a menudo con su alumna cuando el tiempo lo permitía, y la lección era sobre Naturaleza, al aire libre.
    Pasaron los años tan rápidamente como yo estoy contando esta historia. Mirita, como le llamaban en familia, creció a la par en sabiduría y belleza. A los quince años era una hermosa adolescente. El joven Marco de la Riva, que así se llamaba el maestro, se alojaba en una de las habitaciones del edificio, al lado de la del cochero y su esposa, la sirvienta, muy alejados de las habitaciones que ocupaban los señores y su hija. Las clases se impartían en la Biblioteca, que durante las largas y frías tardes de invierno, se caldeaba con la leña que ardía en la inmensa chimenea. El joven profesor era serio, y la alumna responsable y aplicada.
    Una tarde llegó a la Casona un lujoso carruaje, tirado por dos caballos preciosos negros, de pelo reluciente y crines y cola cuidadísimos. De él descendieron el Marqués de la Vega y su hijo Luis Fernando, un joven de mediana estatura, bien parecido y de modales exquisitos. Entraron en la Casa Grande, acompañados de Valèrie, la sirvienta francesa, mientras Charles, su esposo, atendió a los sudorosos caballos que estaban sedientos. Habían hecho un largo recorrido desde Villa Mayor, donde residía la numerosa familia del Marqués, hasta Los Fresnos. Pronto se comentó en el pueblo que era el futuro esposo de la bella Casimira Cecilia María del Valle.
    Y así debió ser, puesto que las visitas comenzaron a ser continuas. Paseaban juntos por el bosque que rodeaba la Mansión. Nadie dudaba ya de que un día Mirita saldría de su casa vestida con un precioso traje de novia, para convertirse en la esposa del hijo del Marqués de la Vega. A hurtadillas, las chicas casaderas del pueblo miraban con cierta envidia los preciosos vestidos de ella, y la bonita pareja que formaban, cuando paseaban por la orilla derecha de Río Grande, bajo la sombra de los sauces llorones y los álamos.
    Pero lo que nadie sabía y se descubrió más tarde, fue que entre Marco y su joven discípula, había nacido un sentimiento maravilloso, que confundieron con una profunda amistad, hasta que se dieron cuenta que pronto tendrían que separarse. Ninguno de los dos sería capaz de soportarlo. No concebían la vida el uno sin el otro. El inmenso amor y la ternura que se les salía por los ojos cuando se miraban, no hubiera pasado desapercibido para nadie, si no hubiera sido porque cuando no estaban solos disimulaban, y se trataban de usted.
    Jamás les consentirían unir sus vidas. A Marco lo despedirían y regresaría a la Ciudad, y a Casimira Cecilia María le obligarían a casarse con el joven Luis Fernando. Así terminaría su bonita e imposible historia de amor. Ella nunca podría compartir su vida con el hombre que amaba, y mucho menos si era un modesto profesor. Su padre había decidido ya con quién debería casarse, sin pensar siquiera que su hija podría no estar de acuerdo con él.
    Y sucedió algo terrible. En aquella época era impensable y debería ocultarse a los ojos de los demás, porque sería la deshonra de Casimirita y la de su familia. La primera persona que lo supo fue Valèrie, que sentía por la hija de sus señores un cariño muy especial. "¡Dios mío, pequeña!. Cuando tu padre, mi señor, lo sepa, nos castigará a tu señora madre, a ti y a mí. Se lo diremos a Dñª Elena María Asunción y ella, como madre y como mujer, comprenderá... Y en otras circunstancias, se hubiera sentido tan feliz de ser abuela..."
    Y lo comprendió. Pero temía el día que tuviera que contárselo a su esposo, cuando ya no se podría ocultar la próxima maternidad de Mirita, que sería madre antes de cumplir los dieciséis años. Hecho, por otra parte, muy corriente en aquella época, que se celebraban los matrimonios a muy temprana edad. Sería Marco Antonio, el que afrontaría las iras de D. Casimiro, contándole que su hija y él se amaban y que pronto, fruto de ese amor, serían padres. Y se atrevió a contárselo. Y las gentes del lugar se hacían lenguas hablando de la reacción tan desmesurada que tuvo el Señor.
    Golpeó fuertemente la mesa con su bastón de empuñadura de plata y nácar. Lo llevaba igual que las damas las pamelas, como complemento de su elegancia. Arrojó, sin contemplaciones, inmediatamente de su casa al joven profesor, que preparó rápidamente su maleta y sin poder despedirse de su amada, salió en medio de una noche infernal de viento y nieve. Se alojó en el Almacén del pueblo, que también era Hospedaje y disponía de dos habitaciones para alquilar.
    Antes de irse a la Ciudad quería hablar con Valèrie, que casi todos los días iba al Almacén a comprar. Le daría una carta para Mirita. Mandaría noticias suyas desde donde estuviera. Sería imposible enviarlas a La Casa Grande, así que con permiso de la Sra Braulia, dueña de la pensión, y de la única tienda que había en el pueblo, su correspondencia llegaría allí para la sirvienta de los señores, y ella les ayudaría a estar en contacto, aunque fuera sólo por carta.
    Mientras tanto, D. Casimiro, solo, no había vuelto a dirigir la palabra a su esposa, ni a compartir el mismo dormitorio. Se paseaba arriba y abajo por la Biblioteca, como un tigre enjaulado. Por supuesto, pensaba que la culpable de todo era su esposa. Ella tenía la obligación de vigilar a la joven, las veinticuatro horas del día. Pensaba que había hecho dejación de sus obligaciones como madre. Mientras él podía emplear su tiempo en francachelas con sus amigotes. Intentaría dar un escarmiento a ambas, que no olvidarían jamás. De momento, mientras buscaba una solución honrosa para la familia, su desobediente hija permanecería encerrada en sus habitaciones. Cuando viniera su prometido Luis Fernando a verla, le dirían que estaba enferma. Prepararían, entre el Marqués de la Vega y él, una rápida boda y les casarían. Después, cuando naciera el niño, siempre se podía decir que era prematuro. Satisfecho de si mismo, se sentó, sonrió y respiró fuerte. Había encontrado la solución.
    Pero con lo que no contaba D. Casimiro fue con lo que su hija hizo el día de la boda, que se hubiera celebrado en la preciosa ermita de la Virgen de los Dolores, en Villa Mayor, ante un montón de distinguidos invitados, que habían acudido de toda la extensa vega de Río Grande, ávidos de contemplar el enlace de la pareja más bonita de la Comarca. La novia, Casimira Cecilia Mª del Valle, cuando fue interrogada por el cura Párroco, si quería a Luis Fernando de la Vega y Azcárate por esposo, antes de que siguiera el sacerdote, gritó un "no", que dejó estupefactos y boquiabiertos a todos. D. Casimiro se desmayó. La señora madre de Mirita, temblaba pensando qué sucedería cuando su esposo recobrara el sentido. Los invitados, sin novios, decidieron dar buena cuenta de los manjares que durante tres días se habían preparado en el inmenso Caserio, que era la residencia de los Marqueses, cuando estaban en Villa Mayor.
    Charles el cochero, a petición de su joven señora, regresó con ella a la Casa Grande. Mirita se encerró en su habitación. Se quitó el precioso traje de encaje, y el velo de tul ilusión traído de París. Lágrimas amargas inundaban su rostro de niña. No tenía miedo a su padre. Deseaba con todo su corazón que la sacara del pueblo y la llevara a un Convento a la Ciudad. Eso era lo que se hacía entonces, cuando una niña cometía tamaño disparate, como el que había hecho ella. Se escaparía de él, y buscaría a Marco Antonio. Y ya nada ni nadie, podría separarla de su hijo y de él. Ese fue el primer día que volvió a llorar desde que lo hiciera, sin callar, durante setenta y dos horas, cuando nació.
    Casimira Cecilia Mª del Valle no fue llevada a ningún Convento. Fue encerrada en ese siniestro Torreón. Su inflexible padre trajo de la Ciudad un vigilante insobornable, de toda confianza, que no permitiría a nadie, que él no autorizase, acercarse a la torre. La infeliz niña, alejada de su madre, a la que adoraba, y a quién sólo podía ver muy de vez en cuando, esperaba con ilusión las cartas que su amado le enviaba a la fonda, y que la Sra. Braulia entregaba a Valèrie, para que una vez a la semana, aprovechando que llevaba ropa limpia y alimentos a Mirita, se las daba.
    Nadie supo nunca que había pasado con el bebé que esperaba la infeliz joven. Dadas las circunstancias en las que se estaba desarrollando el embarazo, pudo nacer muerto. El deterioro de la cautiva niña, fue comentado tímidamente por Valèrie a la Sra. Braulia. Ésta decidió pedir ayuda al Sacerdote y en secreto de confesión le contó lo que estaba pasando. Ningún vecino de Los Fresnos se hubiera atrevido a denunciar al Señor. Él era poderosísimo. El pan de los hijos de muchas familias de la Vega dependía de él. Ellos pensaban: "es su hija, antes de que suceda algo grave, la perdonará, y liberará de su cautiverio. No va ser tan cruel..."
    Pero sí fue tan cruel. Un día de primavera Casimira Cecilia Mª del Valle fue encontrada muerta por Valèrie, su fiel sirvienta, que la lloró porque la quería de verdad. Debajo de su almohada estaban todas las cartas que el Profesor le enviaba desde la Ciudad. Ante un pueblo sorprendido e indignado, que derramó muchas lágrimas, fue llevada al lujoso panteón familiar, donde reposaban todos los "Casimiros" anteriores. Es fácil deducir que murió de soledad y de pena. Mucha gente de la vega de Río Grande acompañó a la desdichada niña. Detrás del féretro de su hija, no iban ni Dña Elena María Asunción, ni D. Casimiro Del Valle.
    En realidad no sé qué final hubiera puesto a esta historia, con tintes de leyenda, si no hubiera vuelto al pueblo muchos años más tarde. Lo primero que hice cuando dejé la maleta en casa de unos primos hermanos que me quedan todavía en el pueblo, fue, sin decir nada a nadie, ir a ver el lugar donde se había desarrollado esta historia, que más bien parece una leyenda medieval. Me sorprendió ver que allí ya no quedaba nada. Ni siquiera las piedras. Habían sido utilizadas para reparar el puente de piedra sobre el río. Sí quedaba lo que algún día fue estanque lleno de nenúfares, y hoy era laguna, la de las ranas rojas. Yo nunca había visto las ranas de ese color. Las que yo conocía, unas eran verdes pequeñas, y otras más grandes pardas.
    Me acerqué a un señor que cuidaba sus hortalizas en una huerta a la orilla de Río Grande, me presenté y le pregunté por qué había desaparecido todo.

    - Porque ya nadie nos atrevíamos a venir por aquí a cuidar nuestros campos-, me respondió en voz baja, como si tuviera miedo de que alquien oyera sus palabras.
    Y sin dejarme intervenir con nuevas preguntas, siguió en el mismo tono de voz:
    -Cuentan que por estos campos, después de tantísimos años, todavía se ve el fantasma de Marco, el joven profesor de la infortunada Casimira, que a lomos de un caballo blanco, recorre los campos llamando a su amada. Y que ella le contesta desde la ventana que daba a esta laguna, que cuando sucedió todo, era un inmenso estanque lleno de nenúfares.
    Calló y siguió trabajando. Parecía que se había olvidado de mi presencia. Pasamos unos minutos, que se me hicieron largos, en silencio. Enderezo su cuerpo inclinado hacia la tierra, dejó la azada, y mirándome directamente a los ojos, me preguntó que por qué tenía yo tanto interés por un suceso que pasó hace tanto tiempo, y que ya casi nadie quiere hablar de él.
    -Trato de recuperar esta historia y contarla, ciñéndome a lo que de verdad pudo suceder- respondí-, aunque me temo que han pasado tantos años, y ha sido contado por tantas generaciones, que poco de lo que se cuenta, pudo ser verdad.
    El labriego, que apoyaba sus manos sobre el mango de su azada en posición de descanso, me respondió muy convencido:
    -Yo no soy un niño, como usted puede observar. Se lo he oido contar a personas de tres generaciones distintas, por lo menos. Pues sepa usted que, aunque pasó hace un montón de años, el meollo de la cuestión siempre es el mismo. Si bien unos lo cuenten de una manera, y otros de otra.
    Se hizo el silencio entre nosotros y siguió trabajando los surcos de su finca. Momentos que aproveché para mirar hacia la laguna que antes había sido un estanque maravilloso donde crecían flores acuáticas blancas y azules. Que más tarde se quedó reducido en un charco, porque la voraz naturaleza que le rodeaba había decidido hacerlo desaparecer, casi. Y que se llenó de ranas pardas, que cuando presentían un peligro, sus cabezas se encendían como bombillas rojas y lanzaban un veneno peligroso. Así conseguían sobrevivir a las muchas aves devoradoras de pequeños reptiles, batracios y roedores.
    -¿Sabe usted qué fue de los desgraciados padres de Mirita, y de la sirvienta y su esposo?-, le pregunté.
    Siguió trabajando como si no me hubiese oído. A punto estaba de preguntarle de nuevo, cuando sin levantar los ojos de la tierra me respondió:
    -Se extinguó la familia en menos de un año. Los desdichados dueños de La Casa Grande, se fueron muriendo sin que se les detectara enfermedad alguna. D. Pedro, el sacerdote, y D. Hipócrates, el médico, amigos de la familia, aseguraban que murieron de pena y soledad. La pareja vivía en habitaciones separadas y cada uno se murió solo. A él, al señor, al último Casimiro de la saga, le mataron los remordimientos. La señora, Dnª Elena Mª Asunción perdió la cordura y llamaba a su hija a gritos. Durante mucho tiempo aseguraban que su fantasma lloraba entre las ruinas de El Torreón. Con el paso de los años La Casa Grande se fue deteriorando y nadie se hizo cargo de su restauración. Fue demolida, y hoy, en su lugar, está el Exmo. Ayuntamiento del pueblo. Los sirvientes volvieron a su país, Francia.
    Antes de volver a casa, miré hacia el puente de piedra, en lo que se habían convertido las ruinas de El Torreón. Pensé que en esta historia, como en todas las que terminan tan trágicamente, siempre hay fantasmas. Y no pude por menos de sentir un estremecimiento. Un viento helado me rozó el rostro. Era un cálido atardecer de comienzos de aquel verano, de hace tanto tiempo, que he perdido la cuenta. Aunque yo nunca he creído en las apariciones de el Más Allá, siempre he sentido un profundo respeto por ellas...
FIN