El
calendario señalaba ya bien entrado el otoño. Las tardes se habían
acortado y eran algo más frescas. Las temperaturas descendían
de día en día. La tertulia diaria que, durante el verano y algunas
tardes bonancibles del otoño, se celebraba en el banco de piedra de la
Plaza de la Iglesia, se trasladaba a la Casa Rectoral. Así se llamaba
la residencia de D. Eugenio, el sacerdote, y la “Insécula”,
su ama de llaves, que entró al servicio del santo varón cuando
murió la “Peronnia”, su anterior sirvienta. Cuando empecé
a estudiar latín, en el primer curso de bachiller, me di cuenta del humor
ingenioso que derrocharon las gentes de Los Fresnos, cuando buscaron el apodo
de las dos amas del sacerdote. Nunca supe el nombre de pila de estas dos señoritas,
a quienes, un buen día, alguien rebautizó con dos vocablos latinos,
que extrajeron del texto de la Misa Gregoriana, que cada domingo cantaba toda
la gente del pueblo, seguramente, sin comprender lo que decían. Dudo
que, salvo el cura y ellas mismas, alguna persona más supiera su verdadero
nombre.
Mis relatos se nutren de historias que me contaron, durante
las frías y largas noches de invierno, cerca ya de Navidad, mi abuelo
Gerardo, tía Lena y Porfiria, hija del pastor de ovejas del abuelo. Quiero
aclarar que donde me faltan datos, debo suplirlos con imaginación, para
poder completar la historia. El argumento del suceso, está contado con
todo rigor, a pesar del mucho tiempo transcurrido. Son ficticios algunos nombres
de ciertos protagonistas, que al no haber tenido contacto directo con ellos,
aunque en su momento me los dijeron, lamento haberlos olvidado. No así
el de los lugares que todavía siguen allí, con el mismo nombre,
hasta el día de hoy, y que conocí en mis años de niña
y adolescente.
En la época en la que sucedieron los hechos que voy
a relatar, las tertulias eran la principal diversión de los pueblos pequeños.
Se reunían los jóvenes: chicos y chicas por un lado. Supongo que
hablarían de amor y de otras cosas propias de su edad. En la tertulia
de las casaderas y las casadas, se criticaba a los jóvenes porque en
sus reuniones jugaban a las prendas, y además de medio desnudarse, se
daban besos y abrazos. Los niños y niñas del pueblo que, durante
el buen tiempo, se divertían por la calle, durante estas tardes, estorbaban
en todos los sitios. La presencia de los pequeños, obligaba a moderar
los dichos de algunas lenguas viperinas.
Los seis u ocho bebedores del lugar, formaban su propia reunión
alrededor de la botella, en la única Cantina que había en el pueblo.
Ellos, hablar, hablaban poco, tenían demasiado torpe la lengua. Por eso
bebían sin parar. Los borrachos de Los Fresnos, no los de Velázquez,
abandonaban la tertulia cuando sus esposas se asomaban a la puerta, y les recordaban
que era la hora de la cena, y tenían un hogar y unos hijos, que estaban
esperándolos. La mayor parte de ellos, una vez en la calle, tan ahítos
de vino estaban, que no hubieran sabido llegar a sus casas sin la compañia
de sus sufridas mujeres.
El Usurero y el dinero que estafaba a los pobres labradores
en tiempo de penuria y malas cosechas, hacían tertulia aparte, y a solas.
Lo sacaba de donde lo tuviera, que eso nunca nadie lo supo, y lo contaba y recontaba,
hasta que le dolían las yemas de los dedos. Luego volvía a esconderlo...
¡vaya usted a saber dónde...!
La tertulia del Cura era la más selecta del pueblo.
Se reunían en la casa del sacerdote, como ya he citado al comienzo de
la narración, y sus asistentes, eran la flor y nata de Los Fresnos. Aquella
tarde llegaron puntuales, como siempre, todos los contertulios. La “Insécula”,
limpia como los chorros del oro, con su vestido negro de lunares blancos, su
cuello blanco ribeteado con una puntilla del mismo color, las medias negras
de algodón y unas babuchas, también negras, les preparaba un café
con malta de puchero, que olía deliciosamente, y que trascendía
fuera, en unos metros a la redonda, en la Plaza de la Iglesia.
Acompañaban el café con un bizcocho, que preparaba
el ama en algún horno del pueblo de los de cocer el pan, con la harina
de trigo, que algunos vecinos regalaban al sacerdote. Eran muy generosos, dentro
de su más que modesta economía, los habitantes de la Vega de Río
Grande.
_He recibido carta de mi hijo Fonsito ayer. En ella me cuenta
los progresos que está haciendo en la Escuela de Pilotos del Aire de
León. Tantos, que es casi seguro que obtendrá el título
este año, y durante el próximo otoño, vendrá a hacer
una exhibición, en el Campo de las Eras, ante todo el pueblo. Nos avisará
con tiempo_.El que ha hablado es el Sr. Ildefonso Cisneros, un pequeño
terrateniente, que está orgullosísimo de que su único hijo
esté estudiando en la Ciudad. No es que le guste mucho la carrera elegida,
porque la considera de riesgo, pero se siente orgulloso de sus progresos. Es
el único tema de conversación de este hombre, entre sorbo y sorbo
del delicioso café, aderezado con cebada tostada.
_ No me extraña que estés contento, qué
digo, ¡contentísimo estaría yo, si un hijo mío eligiera
esa profesión!. Es indudable que entraña mucho riesgo. Pero no
se puede negar que es muy interesante, y demuestra la valentía de tu
hijo. Porque hay que tener un par de reaños para subirse a un artilugio
de esos, y pilotarlo._ El que así hablaba, era D. Hipócrates que,
como el nombre indica, es el médico del pueblo, y de varios más
de la comarca, mientras encendía un cigarrillo, y aseguraba que él
jamás subiría a un avión.
Se hizo un silencio en la tertulia, momento que emplearon
los tertulianos para probar el exquisito bizcocho que había elaborado
“Insécula”, que además de llevar al cura limpio como
una patena, tenía unas manos para la repostería como las de los
propios ángeles. Mucho había mejorado D. Eugenio, el sacerdote,
después de morirse “Peronnia”, que en el cielo esté.
Ella, Peronnia, hablaba y hablaba sin parar. Apenas se daba un respiro... Decían,
_yo no la vi nunca, y la conocí personalmente_ que siempre iba rezando
el rosario por el pueblo en voz alta, y sólo callaba cuando saludaba
a algún vecino con el que se encontraba. “¡ Qué mujer!,
no hay quién la haga callar” Le oí decir muchas veces a
tía Lena. La sotana negra del sacerdote dejaba mucho que desear. Apenas
tenía botones, y lucía unos brillos muy sospechosos, como si de
mugre se tratara. Claro que era mayor ya, y los años no perdonan. Se
pierden energías e ilusión. Decían las gentes del lugar
_los que la habían conocido siempre_ que la sotana del santo varón,
siempre tuvo ese brillo sospechoso de un cierto abandono. Y en cuanto a los
muchos botones que la abrochaban de arriba a abajo, también escaseaban.
_No se puede negar que el muchacho te ha salido listo_ dijo
el cura que no era demasiado comunicativo fuera del púlpito, donde cantaba
las cuarenta a todos sus feligreses que habían faltado a misa. A las
mujeres si no llevaban manga larga, o manguitos. A las niñas si llegaban
tarde, o no llevaban velo cubriendo su cabeza. Y tampoco las dejaba estar en
el templo, si las mangas de sus vestidos, no cubrían hasta el codo. Y
a los hombres que no callaban en el coro, sin tener en cuenta que estaban en
la Casa de Dios. Estas reprimendas eran el prólogo del sermón.
Y a veces el epílogo también.
_Orgulloso debes sentirte de tu hijo, Ildefonso_ continuó
el abuelo Gerardo_. Es sin dudarlo una profesión de riesgo. Claro que
lo es. Pero ni más ni menos que el que tienen los mineros de las minas
que tenemos aquí cerca. Y no se puede comparar la vida que llevan los
trabajadores de las minas, con la que lleva tu hijo.Yo admiro su valor puesto
que, como ha dicho Hipócrates, yo jamás subiría a un artefacto
de esos.
_ Es lógico que, cuando venga a hacer la exhibición,
aterrice en la Campo de las Eras. Es el único que por extensión,
y por no haber obstáculos de ningún tipo, no ofrece ningún
riesgo. Y además el terreno es completamente llano_ intervino de nuevo
el médico.
Aquella tarde faltaban en la tertulia, Ernesto y el señorito
Arsenio. Este último era el mayor terrateniente de la comarca. Estaba
casado con María, sobrina carnal del abuelo. Fue expulsado de ella, por
D. Eugenio, cuando se enteró de que mantenía una relación
extraconyugal con una chica de mala reputación, que vivía en El
Callejón. De esa infidelidad, nacieron cuatro hijos: dos niños
y dos niñas. Les mantenía Arsenio Villareal, aunque nunca se le
veía con ellos, ni con su madre. Pero se sabía que les visitaba
diariamente. El sacerdote le aconsejó, antes de nacer los niños,
que se retractara, que volviera al buen camino sin dar tiempo a que las cosas
estuvieran más líadas, pero no consiguió nada. Entonces
lo excomulgó. No pudo volver a la Iglesia, y tampoco a la tertulia.
María Alonso era señorita de cuna, de las de
verdad: distinguida, culta, bella y rica. Aunque las muchas hectáreas
de terreno que poseía, al principio, cautivaron a su infiel marido, no
fueron suficientes para retenerlo a su lado. Sufría resignada el abandono
de su esposo. Se diría que hasta lo justificaba. Ella no le había
dado hijos y esto pudo ser el motivo desencadenante de esta situación,
tan humillante para ella. Tía Lena aseguraba que cuando se casó
con Arsenio, era la moza más solicitada de la Vega. Y que pudo haber
elegido entre un montón de pretendientes. Pero está bien claro
que se equivocó...Poco a poco se fue marchitando. Se encerró en
su casa, y oculta detrás de los visillos, bordaba en el bastidor o hacía
primorosas labores de ganchillo, para los tapetes de la Iglesia. De niña
visité muchas veces esa casa, que me parecía maravillosa, comparada
con las demás del pueblo. Era enorme, y en el salón de estar había
varias ventanas cubiertas de preciosos estores. Delante de ellas, que daban
a las dos calles principales del pueblo, desfilaba la vida cada día:
vecinas que iban al Almacén a comprar. Las jóvenes camino del
lavadero, cargadas con cestos de ropa. Los niños y niñas con sus
carteras que se dirigían a la Escuela. Dña. Nicanora, siempre
puntual, a cumplir con sus obligaciones de maestra. Toda persona que llegaba
o salía del pueblo, tenía que pasar, necesariamente, delante de
aquellas ventanas. Melecia era hermana de María, solterona a los veinticinco
años. Entonces era así. Se parecía a su hermana, aunque
algo más fea. Era amiga de tía Lena, además de ser primas
_creo_. Esto de los parentescos, cuando era niña, no me quedaba muy claro.
El señorito Arsenio atravesaba todo el pueblo para
ir desde la casona, situada como ya he dicho, en la calle Mayor, en la que él
vivía con María, su esposa y la hermana de ésta, Melecia,
para ir a ver a Bernardina que era su amante y la madre de sus cuatro hijos.
Bernardina era bajita, gorda, gritona y nada distinguida_ parece que la estoy
viendo, tan despeinada siempre_. Nadie entendía qué podía
atraer de ella a Arsenio, teniendo una mujer como la que tenía. Yo, entonces,
tampoco me paraba a pensar en el porqué de esta relación. Me limitaba
a escuchar los comentarios de los mayores. “El Señorito”,
como lo llamaban todos, menos mi familia, vestía a diario con traje y
sombrero. Sus zapatos, siempre relucientes, parecía que no se pegaba
en ellos el polvo de los caminos del pueblo. Sus manos las llevaba siempre cruzadas
hacia atrás, y apoyadas sobre la cintura. A mí me producía
un gran respeto, y cuando lo veía salía corriendo. Él se
daba cuenta, y me sonreía.
Otro personaje bastante pintoresco de la famosa tertulia del
cura era Ernesto, el marido de Dña Nicanora. Cuando la tarde no amenazaba
lluvia, aunque fuera fría, prefería pasear por el campo. Estuvo
a punto de cantar misa, y colgó la sotana cuando conoció a la
maestra. Era un hombre culto pero muy poco atractivo. No hablaba demasiado,
de ahí sus preferencias por los paseos en solitario por los campos. Se
tiraba horas enteras oyendo cantar a los pájaros. Si descubría
un hormiguero, observaba el incesante ir y venir de un ejército de hormigas,
que acarreaban con sus bocas todo cuanto de comestible encontraban para llenar
las despensas. Le fascinaba la naturaleza, y sus dotes de observador, hacían
de él un hombre entendido en dichos temas. Lo sabía casi todo
sobre los árboles y las hierbas aromáticas y medicinales.
Tenía arrendada su hacienda, nada despreciable, allá
en su pueblo, de cuyo nombre no puedo acordarme, aunque me gustaría,
y él atendía la casa mientras la maestra impartía sus clases.
Era un magnífico cocinero. Tenían tres hijos: dos niñas
y un niño. Eran una pareja feliz al decir de las gentes del pueblo, donde
los secretos entre vecinos no existían, porque se aireaban en las tertulias
de otoño e invierno, y en los lavaderos, durante todo el año.
A la salida de misa, aquel domingo de diciembre, próximas
las navidades, el señor Ildefonso le comentó a mi abuelo, en el
portal de la Iglesia, que Fonsito, el piloto, como le llamaban en el pueblo,
vendría a pasar las vacaciones y a darles una noticia, que les alegraría
mucho. Estaba algo intrigado, porque no tenía ni idea de qué se
trataba.
_ Eres un hombre afortunado, Ildefonso, te lo repito una vez
más_ le dijo el abuelo.
_ Yo sí me siento feliz, Gerardo. Pero a mi mujer,
Marcela, no creas que le agrada tanto la profesión que ha elegido nuestro
hijo_ respondió el señor Ildefonso, frotándose las manos
porque hacía un frío de mil diablos. No se podía ni hablar,
se paralizaban los labios. Si nevara, templaría mucho. Eso decían
las gentes del lugar que entendían mucho del tiempo. Se despidieron hasta
la tertulia de la tarde, después del rezo del Santo Rosario.
Pero aquella tarde de domingo, hubo cambio de planes. Don
Eugenio tuvo que suspender la celebración del Santo Rosario, porque en
unos momentos se desencadenó una tormenta de viento y nieve, que hacía
imposible salir de casa. Estuvo así durante cuatro días y cuatro
noches. La nieve lo cubrió todo, y el pueblo y sus gentes se quedaron
inmóviles. Las sombras de la noche envolvíeron el pueblo. Se apagaron
las débiles luces de las bombillas, porque una chispa destruyó
el transformador. Cosa muy frecuente en aquellos tiempos. Una horrible oscuridad,
apenas rota por las brillantes culebrillas de las exhalaciones, como gustaban
llamar en mi pueblo a los rayos, lo envolvió todo. Se cerraron las puertas
y ventanas de las casas, y dejaron de verse las mortecinas y vacilantes luces
producidas por las velas y los candiles de aceite o carburo. Al quinto día
se rasgaron las nubes, y aparecían trocitos de cielo azul y, de vez en
cuando, los rayos de un sol cegador, arrancaba de la nieve infinitos puntos
brillantes, que impedían contemplar el impresionante espectáculo.
El Río Grande se había convertido en una larga pista de hielo.
Las gentes comenzaron a abrir caminos. El pueblo entero, después de unos
días interminables de forzada quietud, bullía de nuevo.
Por aquella época, en los Fresnos, apenas se hablaba
de otra cosa que no fuera la próxima visita de Fonsito, a sus padres.
En realidad mucha gente envidiaba al matrimonio, por tener un hijo tan inteligente,
que próximamente recibiría el título de Piloto de Aviación.
Era un notición, que un chico de los Fresnos fuera capaz de hacer volar
un artefacto, del que se sabía muy poco en el lugar, porque nunca habían
visto uno y, mucho menos, subido a ellos. Casi todos los vecinos se alegraban,
y esperaban ilusionados la llegada del muchacho. Sobre todo las mozas casaderas.
Alfonso, hijo, además de guapo. es valiente. “Todo un partidazo”,
pensaban.. “Siempre ha sido un buen chico”, decía D. Eugenio
en la tertulia. Ernesto, el esposo de Dña Nicanora, que la sustituía
en las clases cuando pillaba un resfriado, a los que era muy propensa, afirmaba
que de niño era aplicado e inteligentísimo. Y que no era de extrañar
que estuviera a punto de terminar una carrera, en la que, además de estar
en perfectas condiciones físicas, también debería contar
con buenas dotes intelectuales.
La visita que Fonsito hizo al pueblo, fue de tan solo un fin
de semana, dentro de las vacaciones de Navidad. Ya no volvería hasta
después de obtener su carnet de piloto y lo haría para hacer la
prometida exhibición con su avioneta. Las chicas casaderas del pueblo
llevaron a misa sus mejores galas, porque aunque no lo habían visto_en
los pueblos las noticias vuelan_ sabían que, el futuro aviador, había
llegado, e iría a la Iglesia el domingo. Y todas se sentirían
muy halagadas, si al saludarlas se fijara en ellas.. Después celebrarían
su llegada con una chocolatada y bizcocho, que ellas habían preparado
en el salón de actos de la Casa Ayuntamiento, que generosamente, el Alcalde,
les había cedido. Y así fue. Llegó Fonsito, tan atractivo
como siempre, alto, esbelto y muy guapo, acompañado de su madre, la señora
Marcela, que, henchida como un pavo real, había sacado su mantilla de
blonda y su traje de boda, que, aunque algo pasado de moda, seguía siendo
elegante. El señor Ildefonso, padre, también con su traje de boda
y su bombín, reliquia del pasado, tampoco cabía en si de gozo.
Por la tarde, se juntaron en total doce jóvenes entre
chicos y chicas. Tomaron el chocolate, charlaron y le repitieron al futuro piloto,
sobre todo las chicas, que ellas jamás se subirían a un avión,
porque les daría pánico volar. Todas, cada una a su manera, se
le insinuaron. Hubo una, no recuerdo el nombre. Era la hija mayor del médico,
que estudiaba enfermería en la ciudad, quien llegó a decirle que
al único avión al que ella se subiría, sería al
que pilotase él. ¡Toda una declaración de amor!. Otras,
menos atrevidas, le miraban a hurtadillas. Él se mostró respetuoso
con todas, eran amigas desde niñas, pero a ninguna le dio falsas esperanzas.
Les confesó, con la mayor naturalidad, que mantenía relaciones
formales con la hija de un Comandante de aviación. Pensaba contraer matrimonio
con ella cuando terminase sus estudios. Aquella noticia, que recorrió
el pueblo como reguero de pólvora, hizo suspirar a las chicas guapas
de Los Fresnos. Las feas se limitaron a encogerse de hombros, porque ellas ni
se habían atrevido a soñar con él.
Pasó el invierno. Llegaron una vez más las esperadas
cigüeñas. Se fundieron las nieves, que dieron paso a una primavera
llena de verdor y vida. El río Grande aumentó su caudal, hasta
casi desbordarse. Crecieron y maduraron las cosechas. Casi con la misma rapidez
que lo cuento, llegó el corto y caluroso verano. Engordaron las espigas
del trigo, la cebada, la avena y el centeno, que convirtieron los campos de
la Vega en océanos rubios y ondulados de mieses, que se inclinaban por
el peso y se balanceaban por la brisa. Se recogieron los cereales, las legumbres,
las patatas y las frutas de los árboles. Después de este esfuerzo
continuado y extenuante, los labradores de todos los pueblos de la Vega de río
Grande, ya tenían en sus paneras, pajares y bodegas, los frutos que les
proporcionarían alimentos para ellos y sus animales, durante todo el
año, hasta la próxima cosecha. Si ésta era generosa, se
podía sacar un dinero de la venta de los sobrantes. Por entonces ya surgían
algunas Cooperativas, que se hacían cargo de los excedentes. Y como siempre,
se tomaron unos días de descanso, antes de la próxima sementera.
Llegó el esperado día quince de septiembre.
Era el día señalado para que Ildefonso Cisneros, aproximadamente
sobre la hora de mediodía, llegara al Campo de las Eras a hacer una exhibición
con su avioneta bimotor, en compañía de un hermano de su novia,
piloto como él, que se había brindado a acompañarle. Amaneció
un día luminoso, y apenas una brisa suave removía el aire puro,
sin contaminación. Suelen ser así los días de finales de
verano en Castilla. Media hora antes, el pueblo le esperaba nervioso e ilusionado.
Ese día, las campanas repicaron a fiesta. Habían subido las fuerzas
vivas del pueblo y todos los demás. Lucían sus mejores galas.
Casi nadie había visto volar un avión antes. Nadie estaba dispuesto
a perdérselo, ni siquiera los que estaban comidos por la envidia. Aunque
pocos, algunos había.
A la hora prevista, se oyó un ruido lejano, a la vez
que se vió un destello brillante en el cielo. Segundos más tarde
comenzó a distinguirse el pájaro metalizado, poderoso y brillante,
que se acercaba surcando el cielo azul de Los Fresnos. Sus habitantes concentrados
casi todos alrededor de la caseta del Sr. Hermenegildo, que era donde guardaba
los aperos de labranza, no daban crédito a lo que estaban viendo. Aquella
avioneta era pilotada por Fonsito, el hijo del Sr. Ildefonso. ¡Qué
maravilla!. Parece mentira. El Fonsito, allá arriba, controlando aquel
pajarraco metálico, como si tal cosa... Sus padres, la señora
Marcela y el señor Ildefonso, estaban emocionadísimos. Sobre todo
la madre, al borde mismo de una lipotimia. Las autoridades y todos los vecinos,
incluidos los niños, tan presentes en todos los eventos del pueblo, apenas
podían contener los latidos de sus corazones. Les parecía casi
imposible que aquel artilugio, que muchos antes no conocían, y que alguno,
en otras circunstancias, hubiera podido confundir con un pájaro potente
y extraño, fuera pilotado por un hijo del pueblo, al que nombrarían
Predilecto, una vez que aterrizase, después de la exhibición.
Situado sobre el campo de la era mas extensa, el avión
comenzó a descender dibujando una estela blanquecina en el cielo. Pasó
a poca distancia del suelo, el acompañante saludó con la mano,
y comenzó a elevarse, para hacer una voltereta en el aire que hizo gritar
a las gentes del lugar, mientras los niños se movían, con los
brazos en cruz, simulando el vuelo del avión. Así una y otra vez.
¡Qué espectáculo!. Los padres no se atrevían a mirar
cuando, por la posición del aparato, sospechaban que de nuevo iba a voltearle
Estaba previsto que después de cuatro o cinco cabriolas, según
escribió Fonso a sus padres en la última carta, aterrizarían
para saludar al pueblo, y recibir encantado su homenaje.
Todo sucedió tan de repente, que apenas unos pocos
se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. Se oyó una explosión
en el aire. Muchos pensaron que formaría parte del espectáculo.
La avioneta, envuelta en llamas, comenzó a descender en picado. Muchos
vecinos, intuyendo lo peor, huyeron despavoridos cuesta abajo por la ladera
que descendía del Campo de las Eras. Los que no huyeron, se quedaron
convertidos en estatuas, a quienes el terror paralizó, impidiéndoles
reaccionar. En tan solo unos segundos, el morro de la avioneta se incrustó
en el suelo, haciendo un tremendo socavón. El fuselaje saltó por
los aires hecho añicos. Las gentes más valientes del lugar, se
fueron acercando. No daban crédito a lo que sus ojos contemplaban. ¡Dios
mío, qué tragedia!. Y sin poder hacer nada por los dos seres humanos
que quedaron enterrados dentro de la cabina, que ardía.
Ha pasado mucho, mucho tiempo. El Sr. Hermenegildo vivió
solamente dos años más. Nunca se recuperó de la pérdida
de su único hijo. Dña Marcela, visiblemente deteriorada su salud
mental, fue recogida por unos sobrinos que vivían en Los Fresnos. Se
negó a admitir la desaparición de Fonsito y subia todos los días
al Campo de las Eras, porque esperaba que su hijo regresara por el aire. Repetia
una y mil veces a todos los vecinos con los que se encontraba, que cuando hizo
explosión la avioneta, ella vio a su hijo elevarse en el cielo, e ir
en busca de otro de esos endiablados aparatos, para volver a buscarla. Ella
se iría con él y con Elisa María, su novia
Hasta hace pocos años, sobre la cruz que recordaba
la tragedia, bastante erosionada por el tiempo y las inclemencias del clima,
podía leerse: “En recuerdo de D. Ildefonso Cisneros Álvarez,
Piloto de Aviación, y D. Arturo Ruiz de Carvajal, Copiloto, que fueron
nombrados Hijos Predilectos de Los Fresnos. A 15 de Septiembre del año
194... El último número estaba totalmente borrado, y nadie en
el pueblo, después de tantos años, ha sabido decirme la fecha
con exactitud. FIN