Cabriola Mortal

 

   El calendario señalaba ya bien entrado el otoño. Las tardes se habían acortado y eran algo más frescas. Las temperaturas descendían de día en día. La tertulia diaria que, durante el verano y algunas tardes bonancibles del otoño, se celebraba en el banco de piedra de la Plaza de la Iglesia, se trasladaba a la Casa Rectoral. Así se llamaba la residencia de D. Eugenio, el sacerdote, y la “Insécula”, su ama de llaves, que entró al servicio del santo varón cuando murió la “Peronnia”, su anterior sirvienta. Cuando empecé a estudiar latín, en el primer curso de bachiller, me di cuenta del humor ingenioso que derrocharon las gentes de Los Fresnos, cuando buscaron el apodo de las dos amas del sacerdote. Nunca supe el nombre de pila de estas dos señoritas, a quienes, un buen día, alguien rebautizó con dos vocablos latinos, que extrajeron del texto de la Misa Gregoriana, que cada domingo cantaba toda la gente del pueblo, seguramente, sin comprender lo que decían. Dudo que, salvo el cura y ellas mismas, alguna persona más supiera su verdadero nombre.
   Mis relatos se nutren de historias que me contaron, durante las frías y largas noches de invierno, cerca ya de Navidad, mi abuelo Gerardo, tía Lena y Porfiria, hija del pastor de ovejas del abuelo. Quiero aclarar que donde me faltan datos, debo suplirlos con imaginación, para poder completar la historia. El argumento del suceso, está contado con todo rigor, a pesar del mucho tiempo transcurrido. Son ficticios algunos nombres de ciertos protagonistas, que al no haber tenido contacto directo con ellos, aunque en su momento me los dijeron, lamento haberlos olvidado. No así el de los lugares que todavía siguen allí, con el mismo nombre, hasta el día de hoy, y que conocí en mis años de niña y adolescente.
   En la época en la que sucedieron los hechos que voy a relatar, las tertulias eran la principal diversión de los pueblos pequeños. Se reunían los jóvenes: chicos y chicas por un lado. Supongo que hablarían de amor y de otras cosas propias de su edad. En la tertulia de las casaderas y las casadas, se criticaba a los jóvenes porque en sus reuniones jugaban a las prendas, y además de medio desnudarse, se daban besos y abrazos. Los niños y niñas del pueblo que, durante el buen tiempo, se divertían por la calle, durante estas tardes, estorbaban en todos los sitios. La presencia de los pequeños, obligaba a moderar los dichos de algunas lenguas viperinas.
   Los seis u ocho bebedores del lugar, formaban su propia reunión alrededor de la botella, en la única Cantina que había en el pueblo. Ellos, hablar, hablaban poco, tenían demasiado torpe la lengua. Por eso bebían sin parar. Los borrachos de Los Fresnos, no los de Velázquez, abandonaban la tertulia cuando sus esposas se asomaban a la puerta, y les recordaban que era la hora de la cena, y tenían un hogar y unos hijos, que estaban esperándolos. La mayor parte de ellos, una vez en la calle, tan ahítos de vino estaban, que no hubieran sabido llegar a sus casas sin la compañia de sus sufridas mujeres.
   El Usurero y el dinero que estafaba a los pobres labradores en tiempo de penuria y malas cosechas, hacían tertulia aparte, y a solas. Lo sacaba de donde lo tuviera, que eso nunca nadie lo supo, y lo contaba y recontaba, hasta que le dolían las yemas de los dedos. Luego volvía a esconderlo... ¡vaya usted a saber dónde...!
   La tertulia del Cura era la más selecta del pueblo. Se reunían en la casa del sacerdote, como ya he citado al comienzo de la narración, y sus asistentes, eran la flor y nata de Los Fresnos. Aquella tarde llegaron puntuales, como siempre, todos los contertulios. La “Insécula”, limpia como los chorros del oro, con su vestido negro de lunares blancos, su cuello blanco ribeteado con una puntilla del mismo color, las medias negras de algodón y unas babuchas, también negras, les preparaba un café con malta de puchero, que olía deliciosamente, y que trascendía fuera, en unos metros a la redonda, en la Plaza de la Iglesia.
   Acompañaban el café con un bizcocho, que preparaba el ama en algún horno del pueblo de los de cocer el pan, con la harina de trigo, que algunos vecinos regalaban al sacerdote. Eran muy generosos, dentro de su más que modesta economía, los habitantes de la Vega de Río Grande.
   _He recibido carta de mi hijo Fonsito ayer. En ella me cuenta los progresos que está haciendo en la Escuela de Pilotos del Aire de León. Tantos, que es casi seguro que obtendrá el título este año, y durante el próximo otoño, vendrá a hacer una exhibición, en el Campo de las Eras, ante todo el pueblo. Nos avisará con tiempo_.El que ha hablado es el Sr. Ildefonso Cisneros, un pequeño terrateniente, que está orgullosísimo de que su único hijo esté estudiando en la Ciudad. No es que le guste mucho la carrera elegida, porque la considera de riesgo, pero se siente orgulloso de sus progresos. Es el único tema de conversación de este hombre, entre sorbo y sorbo del delicioso café, aderezado con cebada tostada.
   _ No me extraña que estés contento, qué digo, ¡contentísimo estaría yo, si un hijo mío eligiera esa profesión!. Es indudable que entraña mucho riesgo. Pero no se puede negar que es muy interesante, y demuestra la valentía de tu hijo. Porque hay que tener un par de reaños para subirse a un artilugio de esos, y pilotarlo._ El que así hablaba, era D. Hipócrates que, como el nombre indica, es el médico del pueblo, y de varios más de la comarca, mientras encendía un cigarrillo, y aseguraba que él jamás subiría a un avión.
   Se hizo un silencio en la tertulia, momento que emplearon los tertulianos para probar el exquisito bizcocho que había elaborado “Insécula”, que además de llevar al cura limpio como una patena, tenía unas manos para la repostería como las de los propios ángeles. Mucho había mejorado D. Eugenio, el sacerdote, después de morirse “Peronnia”, que en el cielo esté. Ella, Peronnia, hablaba y hablaba sin parar. Apenas se daba un respiro... Decían, _yo no la vi nunca, y la conocí personalmente_ que siempre iba rezando el rosario por el pueblo en voz alta, y sólo callaba cuando saludaba a algún vecino con el que se encontraba. “¡ Qué mujer!, no hay quién la haga callar” Le oí decir muchas veces a tía Lena. La sotana negra del sacerdote dejaba mucho que desear. Apenas tenía botones, y lucía unos brillos muy sospechosos, como si de mugre se tratara. Claro que era mayor ya, y los años no perdonan. Se pierden energías e ilusión. Decían las gentes del lugar _los que la habían conocido siempre_ que la sotana del santo varón, siempre tuvo ese brillo sospechoso de un cierto abandono. Y en cuanto a los muchos botones que la abrochaban de arriba a abajo, también escaseaban.
   _No se puede negar que el muchacho te ha salido listo_ dijo el cura que no era demasiado comunicativo fuera del púlpito, donde cantaba las cuarenta a todos sus feligreses que habían faltado a misa. A las mujeres si no llevaban manga larga, o manguitos. A las niñas si llegaban tarde, o no llevaban velo cubriendo su cabeza. Y tampoco las dejaba estar en el templo, si las mangas de sus vestidos, no cubrían hasta el codo. Y a los hombres que no callaban en el coro, sin tener en cuenta que estaban en la Casa de Dios. Estas reprimendas eran el prólogo del sermón. Y a veces el epílogo también.
   _Orgulloso debes sentirte de tu hijo, Ildefonso_ continuó el abuelo Gerardo_. Es sin dudarlo una profesión de riesgo. Claro que lo es. Pero ni más ni menos que el que tienen los mineros de las minas que tenemos aquí cerca. Y no se puede comparar la vida que llevan los trabajadores de las minas, con la que lleva tu hijo.Yo admiro su valor puesto que, como ha dicho Hipócrates, yo jamás subiría a un artefacto de esos.
   _ Es lógico que, cuando venga a hacer la exhibición, aterrice en la Campo de las Eras. Es el único que por extensión, y por no haber obstáculos de ningún tipo, no ofrece ningún riesgo. Y además el terreno es completamente llano_ intervino de nuevo el médico.
   Aquella tarde faltaban en la tertulia, Ernesto y el señorito Arsenio. Este último era el mayor terrateniente de la comarca. Estaba casado con María, sobrina carnal del abuelo. Fue expulsado de ella, por D. Eugenio, cuando se enteró de que mantenía una relación extraconyugal con una chica de mala reputación, que vivía en El Callejón. De esa infidelidad, nacieron cuatro hijos: dos niños y dos niñas. Les mantenía Arsenio Villareal, aunque nunca se le veía con ellos, ni con su madre. Pero se sabía que les visitaba diariamente. El sacerdote le aconsejó, antes de nacer los niños, que se retractara, que volviera al buen camino sin dar tiempo a que las cosas estuvieran más líadas, pero no consiguió nada. Entonces lo excomulgó. No pudo volver a la Iglesia, y tampoco a la tertulia.
   María Alonso era señorita de cuna, de las de verdad: distinguida, culta, bella y rica. Aunque las muchas hectáreas de terreno que poseía, al principio, cautivaron a su infiel marido, no fueron suficientes para retenerlo a su lado. Sufría resignada el abandono de su esposo. Se diría que hasta lo justificaba. Ella no le había dado hijos y esto pudo ser el motivo desencadenante de esta situación, tan humillante para ella. Tía Lena aseguraba que cuando se casó con Arsenio, era la moza más solicitada de la Vega. Y que pudo haber elegido entre un montón de pretendientes. Pero está bien claro que se equivocó...Poco a poco se fue marchitando. Se encerró en su casa, y oculta detrás de los visillos, bordaba en el bastidor o hacía primorosas labores de ganchillo, para los tapetes de la Iglesia. De niña visité muchas veces esa casa, que me parecía maravillosa, comparada con las demás del pueblo. Era enorme, y en el salón de estar había varias ventanas cubiertas de preciosos estores. Delante de ellas, que daban a las dos calles principales del pueblo, desfilaba la vida cada día: vecinas que iban al Almacén a comprar. Las jóvenes camino del lavadero, cargadas con cestos de ropa. Los niños y niñas con sus carteras que se dirigían a la Escuela. Dña. Nicanora, siempre puntual, a cumplir con sus obligaciones de maestra. Toda persona que llegaba o salía del pueblo, tenía que pasar, necesariamente, delante de aquellas ventanas. Melecia era hermana de María, solterona a los veinticinco años. Entonces era así. Se parecía a su hermana, aunque algo más fea. Era amiga de tía Lena, además de ser primas _creo_. Esto de los parentescos, cuando era niña, no me quedaba muy claro.
   El señorito Arsenio atravesaba todo el pueblo para ir desde la casona, situada como ya he dicho, en la calle Mayor, en la que él vivía con María, su esposa y la hermana de ésta, Melecia, para ir a ver a Bernardina que era su amante y la madre de sus cuatro hijos. Bernardina era bajita, gorda, gritona y nada distinguida_ parece que la estoy viendo, tan despeinada siempre_. Nadie entendía qué podía atraer de ella a Arsenio, teniendo una mujer como la que tenía. Yo, entonces, tampoco me paraba a pensar en el porqué de esta relación. Me limitaba a escuchar los comentarios de los mayores. “El Señorito”, como lo llamaban todos, menos mi familia, vestía a diario con traje y sombrero. Sus zapatos, siempre relucientes, parecía que no se pegaba en ellos el polvo de los caminos del pueblo. Sus manos las llevaba siempre cruzadas hacia atrás, y apoyadas sobre la cintura. A mí me producía un gran respeto, y cuando lo veía salía corriendo. Él se daba cuenta, y me sonreía.
   Otro personaje bastante pintoresco de la famosa tertulia del cura era Ernesto, el marido de Dña Nicanora. Cuando la tarde no amenazaba lluvia, aunque fuera fría, prefería pasear por el campo. Estuvo a punto de cantar misa, y colgó la sotana cuando conoció a la maestra. Era un hombre culto pero muy poco atractivo. No hablaba demasiado, de ahí sus preferencias por los paseos en solitario por los campos. Se tiraba horas enteras oyendo cantar a los pájaros. Si descubría un hormiguero, observaba el incesante ir y venir de un ejército de hormigas, que acarreaban con sus bocas todo cuanto de comestible encontraban para llenar las despensas. Le fascinaba la naturaleza, y sus dotes de observador, hacían de él un hombre entendido en dichos temas. Lo sabía casi todo sobre los árboles y las hierbas aromáticas y medicinales.
   Tenía arrendada su hacienda, nada despreciable, allá en su pueblo, de cuyo nombre no puedo acordarme, aunque me gustaría, y él atendía la casa mientras la maestra impartía sus clases. Era un magnífico cocinero. Tenían tres hijos: dos niñas y un niño. Eran una pareja feliz al decir de las gentes del pueblo, donde los secretos entre vecinos no existían, porque se aireaban en las tertulias de otoño e invierno, y en los lavaderos, durante todo el año.
   A la salida de misa, aquel domingo de diciembre, próximas las navidades, el señor Ildefonso le comentó a mi abuelo, en el portal de la Iglesia, que Fonsito, el piloto, como le llamaban en el pueblo, vendría a pasar las vacaciones y a darles una noticia, que les alegraría mucho. Estaba algo intrigado, porque no tenía ni idea de qué se trataba.
   _ Eres un hombre afortunado, Ildefonso, te lo repito una vez más_ le dijo el abuelo.
   _ Yo sí me siento feliz, Gerardo. Pero a mi mujer, Marcela, no creas que le agrada tanto la profesión que ha elegido nuestro hijo_ respondió el señor Ildefonso, frotándose las manos porque hacía un frío de mil diablos. No se podía ni hablar, se paralizaban los labios. Si nevara, templaría mucho. Eso decían las gentes del lugar que entendían mucho del tiempo. Se despidieron hasta la tertulia de la tarde, después del rezo del Santo Rosario.
   Pero aquella tarde de domingo, hubo cambio de planes. Don Eugenio tuvo que suspender la celebración del Santo Rosario, porque en unos momentos se desencadenó una tormenta de viento y nieve, que hacía imposible salir de casa. Estuvo así durante cuatro días y cuatro noches. La nieve lo cubrió todo, y el pueblo y sus gentes se quedaron inmóviles. Las sombras de la noche envolvíeron el pueblo. Se apagaron las débiles luces de las bombillas, porque una chispa destruyó el transformador. Cosa muy frecuente en aquellos tiempos. Una horrible oscuridad, apenas rota por las brillantes culebrillas de las exhalaciones, como gustaban llamar en mi pueblo a los rayos, lo envolvió todo. Se cerraron las puertas y ventanas de las casas, y dejaron de verse las mortecinas y vacilantes luces producidas por las velas y los candiles de aceite o carburo. Al quinto día se rasgaron las nubes, y aparecían trocitos de cielo azul y, de vez en cuando, los rayos de un sol cegador, arrancaba de la nieve infinitos puntos brillantes, que impedían contemplar el impresionante espectáculo. El Río Grande se había convertido en una larga pista de hielo. Las gentes comenzaron a abrir caminos. El pueblo entero, después de unos días interminables de forzada quietud, bullía de nuevo.
   Por aquella época, en los Fresnos, apenas se hablaba de otra cosa que no fuera la próxima visita de Fonsito, a sus padres. En realidad mucha gente envidiaba al matrimonio, por tener un hijo tan inteligente, que próximamente recibiría el título de Piloto de Aviación. Era un notición, que un chico de los Fresnos fuera capaz de hacer volar un artefacto, del que se sabía muy poco en el lugar, porque nunca habían visto uno y, mucho menos, subido a ellos. Casi todos los vecinos se alegraban, y esperaban ilusionados la llegada del muchacho. Sobre todo las mozas casaderas. Alfonso, hijo, además de guapo. es valiente. “Todo un partidazo”, pensaban.. “Siempre ha sido un buen chico”, decía D. Eugenio en la tertulia. Ernesto, el esposo de Dña Nicanora, que la sustituía en las clases cuando pillaba un resfriado, a los que era muy propensa, afirmaba que de niño era aplicado e inteligentísimo. Y que no era de extrañar que estuviera a punto de terminar una carrera, en la que, además de estar en perfectas condiciones físicas, también debería contar con buenas dotes intelectuales.
   La visita que Fonsito hizo al pueblo, fue de tan solo un fin de semana, dentro de las vacaciones de Navidad. Ya no volvería hasta después de obtener su carnet de piloto y lo haría para hacer la prometida exhibición con su avioneta. Las chicas casaderas del pueblo llevaron a misa sus mejores galas, porque aunque no lo habían visto_en los pueblos las noticias vuelan_ sabían que, el futuro aviador, había llegado, e iría a la Iglesia el domingo. Y todas se sentirían muy halagadas, si al saludarlas se fijara en ellas.. Después celebrarían su llegada con una chocolatada y bizcocho, que ellas habían preparado en el salón de actos de la Casa Ayuntamiento, que generosamente, el Alcalde, les había cedido. Y así fue. Llegó Fonsito, tan atractivo como siempre, alto, esbelto y muy guapo, acompañado de su madre, la señora Marcela, que, henchida como un pavo real, había sacado su mantilla de blonda y su traje de boda, que, aunque algo pasado de moda, seguía siendo elegante. El señor Ildefonso, padre, también con su traje de boda y su bombín, reliquia del pasado, tampoco cabía en si de gozo.
   Por la tarde, se juntaron en total doce jóvenes entre chicos y chicas. Tomaron el chocolate, charlaron y le repitieron al futuro piloto, sobre todo las chicas, que ellas jamás se subirían a un avión, porque les daría pánico volar. Todas, cada una a su manera, se le insinuaron. Hubo una, no recuerdo el nombre. Era la hija mayor del médico, que estudiaba enfermería en la ciudad, quien llegó a decirle que al único avión al que ella se subiría, sería al que pilotase él. ¡Toda una declaración de amor!. Otras, menos atrevidas, le miraban a hurtadillas. Él se mostró respetuoso con todas, eran amigas desde niñas, pero a ninguna le dio falsas esperanzas. Les confesó, con la mayor naturalidad, que mantenía relaciones formales con la hija de un Comandante de aviación. Pensaba contraer matrimonio con ella cuando terminase sus estudios. Aquella noticia, que recorrió el pueblo como reguero de pólvora, hizo suspirar a las chicas guapas de Los Fresnos. Las feas se limitaron a encogerse de hombros, porque ellas ni se habían atrevido a soñar con él.
   Pasó el invierno. Llegaron una vez más las esperadas cigüeñas. Se fundieron las nieves, que dieron paso a una primavera llena de verdor y vida. El río Grande aumentó su caudal, hasta casi desbordarse. Crecieron y maduraron las cosechas. Casi con la misma rapidez que lo cuento, llegó el corto y caluroso verano. Engordaron las espigas del trigo, la cebada, la avena y el centeno, que convirtieron los campos de la Vega en océanos rubios y ondulados de mieses, que se inclinaban por el peso y se balanceaban por la brisa. Se recogieron los cereales, las legumbres, las patatas y las frutas de los árboles. Después de este esfuerzo continuado y extenuante, los labradores de todos los pueblos de la Vega de río Grande, ya tenían en sus paneras, pajares y bodegas, los frutos que les proporcionarían alimentos para ellos y sus animales, durante todo el año, hasta la próxima cosecha. Si ésta era generosa, se podía sacar un dinero de la venta de los sobrantes. Por entonces ya surgían algunas Cooperativas, que se hacían cargo de los excedentes. Y como siempre, se tomaron unos días de descanso, antes de la próxima sementera.
   Llegó el esperado día quince de septiembre. Era el día señalado para que Ildefonso Cisneros, aproximadamente sobre la hora de mediodía, llegara al Campo de las Eras a hacer una exhibición con su avioneta bimotor, en compañía de un hermano de su novia, piloto como él, que se había brindado a acompañarle. Amaneció un día luminoso, y apenas una brisa suave removía el aire puro, sin contaminación. Suelen ser así los días de finales de verano en Castilla. Media hora antes, el pueblo le esperaba nervioso e ilusionado. Ese día, las campanas repicaron a fiesta. Habían subido las fuerzas vivas del pueblo y todos los demás. Lucían sus mejores galas. Casi nadie había visto volar un avión antes. Nadie estaba dispuesto a perdérselo, ni siquiera los que estaban comidos por la envidia. Aunque pocos, algunos había.
   A la hora prevista, se oyó un ruido lejano, a la vez que se vió un destello brillante en el cielo. Segundos más tarde comenzó a distinguirse el pájaro metalizado, poderoso y brillante, que se acercaba surcando el cielo azul de Los Fresnos. Sus habitantes concentrados casi todos alrededor de la caseta del Sr. Hermenegildo, que era donde guardaba los aperos de labranza, no daban crédito a lo que estaban viendo. Aquella avioneta era pilotada por Fonsito, el hijo del Sr. Ildefonso. ¡Qué maravilla!. Parece mentira. El Fonsito, allá arriba, controlando aquel pajarraco metálico, como si tal cosa... Sus padres, la señora Marcela y el señor Ildefonso, estaban emocionadísimos. Sobre todo la madre, al borde mismo de una lipotimia. Las autoridades y todos los vecinos, incluidos los niños, tan presentes en todos los eventos del pueblo, apenas podían contener los latidos de sus corazones. Les parecía casi imposible que aquel artilugio, que muchos antes no conocían, y que alguno, en otras circunstancias, hubiera podido confundir con un pájaro potente y extraño, fuera pilotado por un hijo del pueblo, al que nombrarían Predilecto, una vez que aterrizase, después de la exhibición.
   Situado sobre el campo de la era mas extensa, el avión comenzó a descender dibujando una estela blanquecina en el cielo. Pasó a poca distancia del suelo, el acompañante saludó con la mano, y comenzó a elevarse, para hacer una voltereta en el aire que hizo gritar a las gentes del lugar, mientras los niños se movían, con los brazos en cruz, simulando el vuelo del avión. Así una y otra vez. ¡Qué espectáculo!. Los padres no se atrevían a mirar cuando, por la posición del aparato, sospechaban que de nuevo iba a voltearle Estaba previsto que después de cuatro o cinco cabriolas, según escribió Fonso a sus padres en la última carta, aterrizarían para saludar al pueblo, y recibir encantado su homenaje.
   Todo sucedió tan de repente, que apenas unos pocos se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. Se oyó una explosión en el aire. Muchos pensaron que formaría parte del espectáculo. La avioneta, envuelta en llamas, comenzó a descender en picado. Muchos vecinos, intuyendo lo peor, huyeron despavoridos cuesta abajo por la ladera que descendía del Campo de las Eras. Los que no huyeron, se quedaron convertidos en estatuas, a quienes el terror paralizó, impidiéndoles reaccionar. En tan solo unos segundos, el morro de la avioneta se incrustó en el suelo, haciendo un tremendo socavón. El fuselaje saltó por los aires hecho añicos. Las gentes más valientes del lugar, se fueron acercando. No daban crédito a lo que sus ojos contemplaban. ¡Dios mío, qué tragedia!. Y sin poder hacer nada por los dos seres humanos que quedaron enterrados dentro de la cabina, que ardía.
   Ha pasado mucho, mucho tiempo. El Sr. Hermenegildo vivió solamente dos años más. Nunca se recuperó de la pérdida de su único hijo. Dña Marcela, visiblemente deteriorada su salud mental, fue recogida por unos sobrinos que vivían en Los Fresnos. Se negó a admitir la desaparición de Fonsito y subia todos los días al Campo de las Eras, porque esperaba que su hijo regresara por el aire. Repetia una y mil veces a todos los vecinos con los que se encontraba, que cuando hizo explosión la avioneta, ella vio a su hijo elevarse en el cielo, e ir en busca de otro de esos endiablados aparatos, para volver a buscarla. Ella se iría con él y con Elisa María, su novia
   Hasta hace pocos años, sobre la cruz que recordaba la tragedia, bastante erosionada por el tiempo y las inclemencias del clima, podía leerse: “En recuerdo de D. Ildefonso Cisneros Álvarez, Piloto de Aviación, y D. Arturo Ruiz de Carvajal, Copiloto, que fueron nombrados Hijos Predilectos de Los Fresnos. A 15 de Septiembre del año 194... El último número estaba totalmente borrado, y nadie en el pueblo, después de tantos años, ha sabido decirme la fecha con exactitud. FIN