Habitación 238

 

" Fue el fracaso quien me enseñó a escribir, y lo poco que sé de la victoria. A él le debo casi todo..."
                        Leopoldo María Panero

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    Hoy vuelvo a mi Ciudad. Una terrible tormenta de rayos truenos y granizos descarga sobre ella. El recién finalizado verano, da paso al recién estrenado otoño, que llega desapacible. Un fuerte viento desnuda las ramas de los árboles que bordean la carretera, arrancándoles las hojas amarillentas, ocres y color caldera, y alfombrando el suelo con ellas. Me encanta esta estación, tan variable como tus estados de ánimo, Fernando. En breve espacio de tiempo puede mostrarse suave y apacible, o violenta e inestable, como tú. Hace media hora lucía un sol espléndido sobre un cielo inmaculadamente azul. De pronto, éste, se agazapó entre las nubes, y el cielo se tornó de un amenazador gris plomizo; en unos instantes comenzó a soltar agua con tal intensidad, que me hizo recordar el bíblico Diluvio Universal.
    Allá, al frente, apareció Él. Con sus inmensos brazos extendidos en Cruz. Las tormentas con aparato eléctrico siempre me han producido respeto y miedo. En este momento, ni cien tormentas como ésta, ni mayores, hubieran sido capaces de atemorizarme. El Cristo del Otero estaba encaramado en aquel cerro. Cuidando, desde tiempos inmemoriales, de las gentes de mi Ciudad, de los viajeros que llegan a ella, y de los que se van. ¡Cuántos recuerdos me traes!. Un día de abril se celebraba tu Fiesta. Espero que no se haya perdido esa costumbre. Desde tu inmensa boca, eran arrojadas bolsas con bocadillos de pan y queso, que nos disputábamos toda la chavalería de aquella época, como auténticos vándalos.
    ¡Cómo ha cambiado mi vida desde entonces!. ¡Tú también has cambiado querida Ciudad!. Hoy no he llegado hasta aquí en aquel autobús desvencijado y renqueante de mi adolescencia. Ni porto aquella maleta de cartón, la misma que llevó tío Federico cuando fue a cumplir sus obligaciones para con el Ejército, llena de recuerdos bonitos de mis vacaciones de verano, recién terminadas, y de ilusiones ante el comienzo de un nuevo curso escolar. Hoy he venido a visitar a mi hijo Fernando. Ingresado en un Centro Asistencial. Que es, ni más ni menos, que el "eufemismo" que se emplea en sustitución de Hospital Psiquiátrico, donde intentarán ayudarlo a salir de su adicción al alcohol.
    Me fijo en los rostros de las personas con las que me cruzo. A muchas creo reconocerlas por haber compartido paseos con ellas por los soportales de la Calle Mayor, uno de los lugares preferidos por la juventud, de entonces, para reunirnos. Palencia , hace un montón de años, era una ciudad pequeña donde nos conocíamos de vista. Algunos niños y adolescentes, de éstos que pasan delante de mí, pudieran ser los nietos, de aquellas jovencitas que nos disputábamos la compañía, o simplemente la mirada, de nuestros galanes preferidos . ¡Qué lejos quedan los guateques de estudiantes, modistillas, oficinistas y dependientes!. En la Huerta Guadián, que no sé si existirá ya, bailábamos desde las cuatro de la tarde, y a las ocho de la noche, había que ir pensando en regresar a casa. Me gustaría saber de mis amigas Lola, Margot y Amparín. Exceptuando Margot, que fue Mis Palencia un año, las demás éramos atractivas, quién no lo es a los diecisiete años, y simpáticas. Margarita era el cebo. Los chicos se acercaban a nosotras como las moscas a la miel. La miel era Margot, y bailaban primero con ella, pero se quedaban con nosotras porque éramos, según ellos, muy graciosas y hablábamos por los codos. ¡Cómo nos divertíamos en aquellos bailes de tardes y sol, de apretoncillos suaves, de castos besos robados, de despedidas al atardecer: ¿"Vendrás el próximo domingo?", te preguntaba el enamorado galán de aquella tarde. Creo que sí, respondíamos todas, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Nos divertíamos de lo lindo en aquellas fiestas de canciones románticas, de "pipas Facundo, famosas en todo el mundo", ese era su slogan. De almendras garrapiñadas y refrescos sin alcohol, si nuestra modesta economía nos lo permitía...
    ¡Cómo me gustaría saber de mis compañeras de estudios!. Recorro los lugares que más frecuenté durante mis años de estudiante. Mi Colegio, El Santo Angel de la Guarda, está igual que cuando yo lo dejé aquel lejano mes de junio, perdido ya en la noche de los tiempos. Las ventanas que tuvimos que cerrar, a piedra y canto, cuando la Tuna de la Facultad de Medicina de Valladolid, vino a rondarnos, están recién pintadas. En su aspecto exterior, el edificio ha sido restaurado, pero sigue conservando ese estilo inconfundible de Convento de Religiosas. ¿Seguirá todo lo mismo dentro?. ¿Habrán cambiado el ancho pasillo, que daba acceso a las aulas de la primera planta, donde nos ponían de rodillas con unas enormes orejas de burro, encajadas en las nuestras, cuando no sabíamos la lección, o colgábamos un monigote en la toca blanca y rígida de las Monjas?. A mi hermana Eloína, que siempre estaba arrodillada con los enormes apéndices de cartón, cuando las demás niñas salían o entraban en las aulas, parecía que le daba igual. La única vez, que recuerdo, que estuve castigada con las descomunales orejas, lo pasé fatal. ¿Seguirá oliendo a internado?. Era un tufillo, ni bueno ni malo. Una mezcla inconfundible de olores castos de monja y capellán, de colonia Lavanda de niña, de flores de Capilla y lentejas, que nunca después he vuelto a sentir.
    El Parque que rodea el Instituto "Jorge Manrique", tampoco ha cambiado. Los estudiantes de ahora, como los de siempre, un rato antes de comenzar los exámenes, intentarán recordar a la sombra de los viejos robles, las preguntas que creen les van a salir. Prepararán las "chuletas", que salvo algunos y algunas muy hábiles, no se atreverán a consultar. Yo sólo lo intenté una vez en el examen de Geografía e Historia. Organicé tal lío, e hice tanto ruido con el papelillo de la chuleta, que me pilló el profesor. Me expulsó de clase, me suspendió, y tuve que presentarme a recuperarla. Si hubiera escrito lo que sabía, habría aprobado... Ignoro donde estará la nueva Escuela de Magisterio. Hay un bonito edificio donde estaba en la que yo hice mis estudios. ¡Cuántas inquietudes, ilusiones y algún que otro desengaño, compartidos entre clase y clase, aquí en esta Plaza llamada de la Catedral. Ante ella estoy. Esta bella, casi desconocida para el gran público, sigue y seguirá ahí, para deleite de generaciones y generaciones. Esta joya arquitectónica de estilo Gótico, edificada sobre una ermita Románica, se empeña en disimular, con una estructura exterior poco atractiva, toda la hermosura que esconde dentro.
    No sé si "cualquier tiempo pasado fue mejor", como dijo el poeta. Para nosotros soplan malos vientos, hijo. Sobre todo para tí, que comprendiste que habías tocado fondo cuando te bebiste una botella de ginebra y media docena de cervezas. No era la primera vez. Te dije siempre que por el camino del alcohol no encontrarías solución a tus problemas. Cierto que son muchos. Pero si tratas de evadirte así, bebiendo, te hundirás cada vez más. Nos recomendaron este Hospital, separado de la Ciudad por el río Carrión..El Puente de Piedra lo atraviesa, y nos lleva hasta "El Montecillo", lugar donde se encuentra. El entorno no puede ser más bonito. Situado en pleno Monte Viejo, todo lo que rodea al Centro es gratificante para la vista y para el espíritu. Por el extenso y cuidado parque de árboles centenarios, se pasean presumidos cisnes, ruidosos patos, y otras aves acuáticas que, de vez en cuando, se salen de su estanque y se mezclan con los llamativos pavos reales. Cuando éstos extienden el abanico brillante y multicolor de sus colas, y se pasean "pavoneándose", nunca mejor dicho, delante de las poco atractivas pavas, a las que tratan de conquistar, el espectáculo es maravilloso. No sé que tienen los Hospitales regidos por Órdenes Religiosas... Fernando, hijo, espero que tu estancia aquí rinda los frutos deseados, y regreses pronto a casa.
    ¡Quién me iba a decir a mí que treinta y cinco años más tarde de aquel día que viniste al mundo a la misma hora en que moría Juan XXIII, y que tu llanto de recién nacido, se mezcló con el triste sonar de las campanas de todas las Iglesias de Santander, y que cuando metí mi dedo entre tu puñito cerrado apretaste con fuerza, como agarrándote a mí, hoy vendría a visitarte aquí...! A este lugar, que yo miraba con cierto recelo cuando pasaba de niña con mi bicicleta, y leía en el cartel metálico, pintado de blanco, abandonado y con las esquinas dobladas, escrito con grandes letras negras: "Manicomio". Papá, hoy he estado cerca del Manicomio, y he tenido miedo. ¿Si se escapa un loco, padre, me hará daño?. "No lo creas, hija", me decías. "Toda la vida llevan ahí, alguna vez se han escapado, y jamás han hecho mal a nadie". No pasaré más por allí, insistía yo. "Bueno, hija, pues si tienes miedo, pasea por otro lugar", me contestabas. Y ahora estoy aquí, muchos años más tarde, porque tú, hijo, que eres lo que más quiero, estás dentro.
    "Centro Asistencial San Juan de Dios". Sigo leyendo sobre un inmenso cartel de color azul como el cielo de Castilla: "Religiosos Hospitalarios", o algo así. La emoción que me embarga porque estás allí, que por otro lado en nada me recuerda el edificio gris, y hasta algo siniestro que yo había conocido, ha borrado de mi lo que pone el cartel. Habitación 238. No sé bien por qué sumé mentalmente: dos más tres, más ocho, son trece. Mi fecha de nacimiento. Aquí vives, Fernando. Mejor dicho, aquí vivimos, yo con el pensamiento. Este Hospital, y otros, y este número de habitación, forman para siempre, parte del bagaje de nuestras vidas.
    En este largo peregrinar, cuando es es largo, de la existencia, siempre hay varios antes, y varios después. Mi primer antes duró hasta el mismo instante en que yo, oí por casualidad, a mi padre dicirle a su segunda esposa, mi madrastra, que iba a retirar aquel libro que tenía en la manos, y "colocarlo fuera del alcance de las niñas", estas fueron sus palabras. Desde entonces comencé a fijarme en aquel libro de pastas de tela gris, en el que nunca había reparado antes, y, que a partir del comentario de mi padre, decidí leerlo por encima de todo, en la primera oportunidad que tuviera. En el dorso del libro se leía con letras negras: "Vidas Grises". No recuerdo el nombre del autor. Creo que era extranjero. Mis lecturas preferidas hasta entonces: la colección de "Celia y Cuchifritín", los Cuentos Mensuales de "Corazón" de Edmundo d' Amicis, y alguna novelilla rosa camuflada entre los libros de texto, quedaron olvidados. Subí una banqueta a un sofá de la sala de estar, me encaramé con peligro de mi integridad física, y cogí el dichoso libro. Lo leí de un tirón. Acababa de cumplir doce años. Y es a partir de este momento, cuando empieza mi primer después. Hubo muchas noches que me despertaba envuelta en un sudor frío, y aterrorizada. Tardaba un rato en darme cuenta de que yo no estaba encerrada en aquel manicomio, donde se desarrollaba la trama del libro. Que no compartía habitación con aquella señora despeinada, que paseaba por el patio una sucia muñeca de trapo en una caja de cartón, con la que mantenía diálogos tiernos e incoherentes, porque creía que era su hija. Que yo tampoco era la doctora a la que habían rodeado su despacho de rejas, y que los enfermos gritaban agarrados a ellas, que los curara... No recuerdo cuando dejé de tener pasadillas. Nadie me ayudó, porque a nadie se las conté, para evitar que mi padre se enterara de que había leído el libro.
    Antes de decidirte a venir aquí, nuestra convivencia se había deteriorado de forma alarmante. Cuando sentía tu llave en la puerta de casa, mi corazón aceleraba su ritmo, porque no sabía si vendrías ebrio y tendría que escuchar insultos, que jamás osarías pronunciar estando sobrio. Dime hijo: ¿Qué pasa por tu cabeza para que no puedas vivir en tu apartamento, disfrutando del sol de cada mañana?. ¿Por qué eres incapaz de escuchar tu música preferida, o leer tus libros favoritos?.¿Cómo es posible que no seas capaz de vencer esa afición tuya de visitar algunos bares, que tú mismo detestas porque aseguras que huelen a humo y alcohol, y que solitario y perdido, apoyado sobre el mostrador, trates de olvidar tus problemas delante de una copa, cuando ni siquiera sabes, ni quieres beber?. Después te sientes culpable y regresas a nuestra casa deprimido y triste, o colérico. Depende de como encajes el maldito veneno que terminará contigo. Sabes por experiencia, que la falsa euforia que produce mientras estás ingiriéndolo, se transforma en breves minutos en un decaimiento tal que, a veces, temo que intentes hacerte daño.
    Así te encontré, de abatido, aquel miércoles. Eran las seis de una calurosa tarde de otoño. Estabas sentado en el suelo a la entrada de la Urbanización donde vivimos. ¡Nunca podré olvidar tu aspecto!. Habías bebido Fernando. No sé si llegaste solo o alguna persona te ayudó. Te descubrió Ciro, nuestro perrillo, que insistentemente tiraba de la correa para llevarme hacia ti. Estabas al borde de un coma etílico. ¡Nunca podré olvidar tu aspecto!. Tenías los ojos cerrados y tu frente estaba fría y sudorosa. Tu aspecto era el de un hombre aseado, pero tan derrotado...Tan hundido...Yo sola no podía contigo. Pasó un bombero a ayudarme. Llamamos a una Ambulancia, que te trasladó a Urgencias del Hospital más cercano. Había tres cabinas libres, pero fuimos relegados y abandonados en un rincón oscuro. "Hasta que se le pase la borrachera", me dijeron. Según la enfermera, daba muy mala impresión ver a una persona bebida en un Hospital. Nunca entendí el desprecio con el que fuimos tratados. Si nos hubieran metido en cualquier cabina, habrías dado menos mala impresión, porque te hubiera visto yo sola, que fui la que te cuidé, hasta que decidimos, en vista del olvido total, y una vez que comenzaste a tenerte en pie, irnos. Antes reclamé la atención del Psiquiatra de guardia, y la misma persona, nos dijo que no había. ¡Qué paradojas tiene la vida!. Sólamente con haber pronunciado un nombre, aquella profesional se hubiera desvivido por atendernos. No quise hacer ninguna denuncia. Pero sí supe por propia experiencia, que hay empleados, en este caso una enfermera, a quienes falta ética profesional.
    Lucharemos juntos y venceremos, Fernando. Cada semana recorreré los más de doscientos quilómetros que me separan de ti, e iré a visitarte. ¡Cuánta soledad!. ¡Cuánta tristeza veo en tus ojos!. ¡Tendrás que aprender a vivir sin alcohol!. Dicen que es difícil salir de la adicción, pero no imposible. "Ayúdame madre", me decías en la última visita. Cuando paseábamos por los cuidados senderos del Centro Asistencial, después de comer en un restaurante de la ciudad, me hablaste de que tu vida estaba acabada, que no tenías nada, que lo habías perdido todo. Caminábamos durante algunos minutos en silencio. Era un silencio denso . En tu mente bullían montones de pensamientos que luego compartías conmigo. "Me preguntas por qué estoy tan decaído esta tarde, mamá". "¿Cómo quieres que esté?". "¿ Te parece que puedo estar de otra forma viviendo, como vivo, en un Frenopático, porque no puedo estar en otro sitio...?". ¡Qué mal me sonó la palabreja, hijo!. Eres un hombre culto y enseguida me aclaraste: Esta palabra, que a ti te suena tan mal, viene del latín "phrenós" que significa alma. En ella, en el alma , se localizan los sentimientos. Cuando éstos se desbocan, por las circunstancias que sean, pues te los ponen freno. No sé si te lo inventaste hijo, pero yo creo tanto en lo que dices, que ni me molesté en comprobarlo.
    Fuiste un niño simpático, que compartías tus juguetes con tus amiguitos. No sé qué pudo suceder, pero te volviste poco a poco, un adolescente complicado. Eras algo bohemio y desorganizado con tus estudios. Te gustaba cantar y tocar la guitarra. Lo hacías bastante bien. Eras líder de un grupo incondicional de amigos. Y ahora eres un adulto solitario. Recuerdo una vez que te negué un juego de cuerdas para la guitarra, porque tus notas no habían sido buenas y tendrías que estudiar más. En un ataque de furia incontenida, rompiste los cristales de la ventana. Conseguiste asustarme.
    Te llevé a un neurólogo, porque yo pensé que habías perdido los nervios. No te recetó nada. Su respuesta me dejó desconcertada: "Usted, lo que tiene que hacer cuando su hijo le pida un juego de cuerdas para la guitarra, es comprarselas". Me sorprendió la respuesta, pero él era el profesional, aunque no volví. Tal vez me equivoqué en tu educación. No supe, o no pude hacerlo mejor. ¡Perdóname, hijo!. No sé si el exceso de celo por mi trabajo, me hizo desatenderte a ti. Tal vez éste era nuestro destino...
    Terminaste BUP, aprobaste la Selectividad y te fuiste a la Universidad. Me pareció que habíamos puesto "una pica en Flandes". No eras un buen estudiante. Pero te defendías porque tu coeficiente intelectual era alto, según las pruebas que te hicieron en el Colegio. Te matriculaste en Derecho. Comencé a soñar... Te veía licenciado en Leyes. Serías un eficiente abogado. Tendrías un bufete y serías un profesional de éxito. Yo, tu madre, pasaría algún día por la calle donde tendrías una preciosa placa, y sobre ella, escrito en letras grandes doradas, tu nombre, encima de la ventana de tu despacho. De esta ensoñación salí un día, cuando me dijiste que dejabas Derecho, y te matriculabas en Hispánicas. Muy bien, pensé, me encanta esta carrera. Será Profesor de Instituto, o quién sabe, puede llegar a ser Catedrático de Universidad. Serías más que yo, que soy Maestra. Mi profesión es uno de los grandes amores de mi vida. Seguirías mi camino, y cuando yo esté cansada y me jubile, te entregaría el testigo. Me sentiría muy orgullosa cuando, cada mañana, con las clases bien preparadas, fueras en busca de tus alumnos. ¿Hay algo más hermoso que enseñar al que no sabe?. El tiempo fue pasando. Tuviste algún problema en los Colegios Mayores, y en un par de ellos te invitaron a abandonarlos, porque llevaste a una amiga a tu habitación. Del tercero te fuiste tú. Habías encontrado un piso para compartir con otros compañeros, "porque los frailes", según tus propias palabras, "son muy estrictos y controlan demasiado". No me gustó la idea, pero cursabas cuarto de carrera, y respetaba tus opiniones.
    Eras ya muy inestable emocionalmente, Fernando. Yo comencé a sentirme muy preocupada. Pero nada que llamara excesivamente la atención. No me gustó que abandonaras a Ana, la adolescente de ojos claros y melena rizada, que había sido tu novia desde que ambos hacíais Bachillerato. Cuando dejaste de venir a verla, me preguntaba por ti. Me resultaba embarazoso tenerla que decir que nada sabía de tus andanzas. Llegaste al último año de Licenciatura. Liado como estabas con aquella japonesa, Hiroko Madsumoto, se llamaba, olvidaste pedir prórroga, y fuiste avisado para cumplir las Milicias Universitarias. Te faltaban tres asignaturas para concluir tu licenciatura en Hispánicas. Cuando habías cumplido seis meses de servicio Militar te licenciaron porque, según el Capitan, abandonabas tu arma en cualquier sitio. Y eso no se puede hacer, hijo. "Tenía pánico, madre. tú sabes que "las armas las carga el diablo" Imagínate que la mía, por accidente, se dispara y mata a alguna persona o a mí mismo. No podía llevarla sobre mi hombro. Yo sé que tú eres la única persona que me entiende..." Te diagnosticaron Esquizofrenia. Regresaste vencido y solo. La japonesa, terminados sus estudios, regresó a Osaka, donde vivía con sus padres. Te escribió muchas cartas. Después, silencio. Al año siguiente te matriculaste de las tres asignaturas, que te quedaban, en la Facultad de letras de Valladilid. Ya no estaban tus antiguos compañeros. Te sentías solo y comenzaste a beber, Fernando.
    Un día decidiste subir a un talgo y llegaste hasta Córdoba. Descendiste en la Ciudad de los Califas, como lo podías haber hecho en Estambul. Era una huída de ti mismo hacia ningún sitio...Te ofrecieron cocaína a la entrada de un hotel, y saliste corriendo, atemorizado, a refugiarte en el primer puesto de Policía que encontraste. Les contaste que eras universitario, que habías llegado hasta allí en busca de trabajo. Nos llamaron por teléfono y te supliqué que vinieras a casa . "Tengo que estudiar, madre. Debo volver a la Universidad", me dijiste. Y volviste. Y días más tarde decidiste subir de nuevo a otro tren. Querías visitar Ávila. Recorrer su muralla, la mejor conservada de las construidas en la Edad Media. Visitarías su Catedral de Estilo Ojival. Tenías todo el fin de semana para visitar los monumentos de la ciudad, según me dijiste, demasiado eufórico, cuando me llamaste por teléfono: "Estoy en la ciudad de la Santa más mística, y más santa de todas, Santa Teresa. de Ávila. Volveré a ser yo", madre. "Y en vez de empaparme de alcohol, me empaparé de arte", me afirmaste. "Iré al Convento de Santo Tomás y admiraré el Retablo Pictórico de Alonso Berruguete". Me quedé preocupada. Presentí que algo estaba a punto de salirnos mal. Esa desmedida alegría en ti, que eres un hombre más bien triste, no era normal. Sentí un estremecimiento, cuando el domingo por la mañana sonó el teléfono, y me comunicaron que estabas ingresado en el "Hospital Psiquiátrico Infanta Elena". El tiempo que le llevó al tren recorrer la distancia entre Santander y Ävila me pareció una eternidad. La angustia de no saber qué habías hecho para estar allí, me impedía respirar, a ratos,. Tenía la impresión de que el tren y yo nos habíamos parado en uno de los numerosos túneles, que atraviesa por su camino de hierro. Que nunca llegaría. Ya no te vería más. Mi mente estaba a punto de quebrarse como, tal vez, lo estuviera la tuya. Me preguntaba una y mil veces: ¡¿Por qué?!...¡¿Por qué?!, ¡Oh, Dios mío, ¿por qué?!.
    Terminó, por fin, el viaje más largo y más amargo de mi vida. Todavía hoy, cuando lo cuento, las lágrimas impiden ver lo que escribo. Un taxi me acercó al Hospital. No me dejaron verte. Estabas incomunicado. Por favor, le dije a la enfermera, vengo desde Santander y necesito verlo. ¿Tan grave es lo que ha hecho?. "Ha dado un puñetazo a un celador", me contestó sin mirarme, y sin dejar de andar. Añadió antes de desaparecer por una puerta, que se cerró en mi nariz: "Y ese es el castigo que imponen las normas del Centro". No me moveré de aquí, si no me demuestran que mi hijo está bien. Déjenme, por favor, hablar por teléfono con él, le supliqué a un recepcionista que me miraba indiferente. Tras una larga espera, que a mi se me hizo interminable, me autorizaron a hablar contigo. Cuando oí tu voz, a través del hilo telefónico, me emocioné mucho, hijo. "Perdóname, madre", me dijiste antes de que yo te preguntara por qué estabas allí, y cómo era posible que hubieras agredido a un celador. Después fuiste aclarándomelo todo: "Mientras paseaba solo por la ciudad, pensé en Hiroko, a quién no volveré a ver. Me sentí mal y busqué refugio en una cerveza, luego otra, a las que siguieron muchas más. Así hasta que, completamente ebrio, di una patada a un escaparate. Llegó un policía amable. Se dio cuenta de que nada había robado. Y decidió que el lugar en el que debías estar, era éste. Y ¿sabes, madre?, el celador que se hizo cargo de mí, me retorció el brazo hacia atrás, produciéndome un fuerte dolor. Por eso me solté y le di un puñetazo. El contó su versión, totalmente falsa. A mí nadie me preguntó nada. Al fin y al cabo ¿quién soy yo?, para que se me escuche... Un pobre loco, un demente. Lo más terrible de esta incomunicación, es que ni siquiera puedo tener un libro para distraerme. Sólo a través de mi ventana veo un trozo de cielo azul, y al atardecer, un postrero rayo de sol viene a decirme hasta mañana".
    Para que voy a contar cómo fue mi regreso a casa. No quiero volver a sufrir escribiéndolo. Me costó subir al tren. Llevaba a cuestas, sobre mis espaldas, el Hospital. ¡Cómo me pesaba!. A los cinco días, por buen comportamiento, te levantaron el castigo y me llamaste a casa. La alegría fue inmensa. Habías conocido en la Cafetería del Psiquiátrico a un chico que había terminado Derecho hacía dos años, y que estaba allí ingresado contigo. Ya podías salir por Avíla y estabas visitando los monumentos que no habías visto antes de tu ingreso. "Hay que aprovechar estos escasos momentos de felicidad que nos brinda la vida, madre", me dijiste En breve te darían el alta y podría ir a recogerte.
    Fui a buscarte con la intención de que vinieras a Santander conmigo. Pero te apeaste en Valladolid porque estabas dispuesto a intentar aprobar las tres asignaturas que te faltaban para terminar tu licenciatura. El resto del viaje lo hice preocupada. El psiquiatra te había recomendado tranquilidad durante una temporada, pero junio estaba cerca, y los exámenes finales también. Intentaste retomar tus clases de la Universidad. Todo fue inútil. Te sentías fatal. Un día llamaste por teléfono: madre, "no puedo más" me dijiste. Te animé a que si no podías coger un tren, cogieras un taxi y te vinieras a casa. Saliste de Valladolid sin despedirtede nadie. Regresaste abatido y sin ganas de hablar ¡Nadie puede imaginar cómo me pesa mi fracaso", me dijiste. Los meses siguientes al abandono de tus estudios, fueron terribles. Era imposible hablar contigo. Te volviste irascible e irritable. . Montabas escenas cargadas de agresividad. En el ambiente se notaba, cuando tú estabas, una violencia contenida. Me culpabas de todas tus frustraciones. Tal vez tengas razón. Y yo, que he tratado de educar a varias generaciones lo mejor que he sabido, me haya equivocado contigo. Sin embargo cuando la calma y la paz volvían a tu mente atormentada, podías ser tan tierno, tan culto, y tan buen hijo, que hacías olvidar todos los malos ratos.
    Cualquier tarde de paseo se convertía en una visita a Urgencias del Hospital, donde pedías ayuda al psiquiatra de guardia. Unas veces porque temías hacerle daño a alguna persona, y otras, porque tenías miedo que te lo hicieran a ti. Les convencías para que te ingresaran. Cuando se te pasaba la paranoia, te escapabas sin esperar el alta. Tenía que acompañarte yo para que firmaras tu salida voluntaria.. Temías que te castigaran y te obligaran a quedarte allí, por haberte escapado. Asegurabas que la gente con la que te cruzabas no tenía cara. El paseo se te hacía insoportable porque no sabías quien venía defrente. "Por eso voy al Hospital, madre. En él me encuentro bien. Los celadores, las enfermeras, el doctor y los enfermos, tienen cara: me miran, me conocen, me sonríen , me hablan. Pero hombre, Fernando, me dicen, ¿qué haces aquí otra vez?".
    Había tardes en las que decidías acercarte a pasear a la orilla del mar. Cuando te cansabas, te sentabas en una barca varada en la playa, que hacía tiempo que había dejado de navegar, porque su dueño la había abandonado, así como estaba, boca abajo. En el costado se leía, casi borrado, su nombre: "Mimosa II". Cada día que pasaba se hundía más y más en la arena... "El fuerte viento de la mañana se convirtió en huracanado, y en pocos minutos. se volvió loco el mar. Allí estaba yo, caminando por un sendero de suelo rocoso, húmedo y resbaladizo. A mi izquierda, un muro infranqueable que no tenía fin. A mi derecha, un mar enbravecido que amenazaba con tragarme como una serpiente boa engulle a un pajarillo. De vez en cuando, una ola gigantesca se estrellaba contra la pared de hormigón. Tuve miedo que me arrastrara con fuerza contra aquella muralla infinita y me incrustara en ella, convirtiéndome, con el devenir de los tiempos, en un fósil humano". Así habías vivido tú aquel paseo junto al mar, aquella mañana algo ventosa, pero que yo en ningún momento sentí huracanada.
    Tuvimos una temporada de relativa tranquilidad. Una vez más el equilibrio y la calma regresaron a ti. Yo te animaba a escribir, porque creo que es una buena terapia. "No puedo, madre ", me decías. "Soy incapaz de poner en orden mis ideas. Se suceden a tal velocidad, que mi mente parece una centrifugadora. Se hacen un revoltijo imposible de desenredar. Yo sé que te costará creerlo, pero es así". Y recordabas alguna de tus citas de hombre culto, que yo escuchaba encantada. Flaubert dijo: "La mejor manera de escamotearse de la vida es, el trabajo". "Para mí el trabajo es una utopía". "Es más, a veces, no puedo ni leer un libro..."
    Y un mal día sucedió lo que siempre estamos temiendo. Después de la tempestad viene la calma, y al revés. Se acabó la calma, y regresó la tempestad en forma de ingesta excesiva de alcohol, de gritos, de abatimiento, de depresión. Se agudizaban los síntomas de tu enfermedad. Necesitabas ayuda. Tú mismo te dabas cuenta Y ese fue el primer paso para viajar hasta aquí.
    No me resigno a darlo todo por perdido. Y mientras llega un nuevo fin de semana para ir a verte, pienso que quizás todavía haya tiempo para que rehagas tu vida. Que regresarás curado. Que tal vez un día encontrarás un trabajo de Administrativo, de Guarda Jurado, de Bombero... ¡Qué más da!. Todos los trabajos son igualmente dignos. Encontrarás una mujer buena y formarás una familia. Tendrás unos hijos a los que yo, su abuela, escribiré cuentos maravillosos como "Don Sauce llorón" o "El regreso de las Ninfas". Reconozco que a veces la desesperanza se adueña de mí. Este volver a empezar siempre, este retroceder continuo, este desandar lo andado, pienso que no van a tener fin. Este sin vivir, siempre alerta, por si "los enemigos invisibles", como tú los llamas, nos declaran de nuevo la guerra, me dejan exhausta Cuando estoy así, agotada, recuerdo una frase que escribió Confucio: "No hay nada que no venza el dejarse llevar". Y yo pienso: Si nos sentimos náufragos en las aguas agitadas y turbulentas de un mar embravecido, quizá lo mejor que podemos hacer, para no morir en lucha desigual con ellas, sea dejarnos mecer, llevar, y traer, y recuperar fuerzas para volver a intentar alcanzar la orilla. Solo así podremos sobrevivir y quién sabe, ¿por qué no?, lograr la tan anhelada victoria..
    Cuando tú estás lejos, recuerdo muchas frases que me has dicho y que en la distancia toman un significado especial. Una mañana lluviosa, envuelta en una oscuridad prematura, que habías bajado de tu casa a la nuestra, para comer conmigo, durante la sobremesa, mientras saboreábamos una tacita de café, me miraste a los ojos y me dijiste: "Mamá, estás en la cima de tu vida. Te deseo un suave y largo descenso". Me gustaron mucho esas palabras. Pero me temo que no va a ser posible, mientras no seas capaz de manejar las riendas de tu vida. Mientras no cesen tus hospitalizaciones, yo seguiré llevando sobre mis espaldas el lugar donde tú estés, y aunque les he perdido el miedo que les tenía de niña, me pesan mucho... Mientras estés ingresado en el Centro Asistencial, cruzaremos el Puente de Piedra sobre el Río Carrión, cada fin de semana. Comeremos juntos en un restaurante fuera del hospital, aunque me inquieten esos silencios largos que nos incomunican. A nuestro alrededor se ríe, se habla en un tono de voz demasiado alto. Sólo nosotros permanecemos callados, mirando al plato, esquivándonos la mirada. De vez en cuando te fijas en mí. Yo he aprendido a leer en tus ojos. A veces cariñosos y agradecidos. Otras, las menos, cargados de reproches. En la última visita, una vez más, me acusaste de ser la culpable de que estuvieras allí y de que con el tiempo termines, quizás para siempre, en este Centro o en otro similar. A continuación te levantaste y abandonaste la mesa, sin terminar de comer. Regresaste pasada media hora y pediste perdón. No te gusta comportarte así. Después te sientes mal. "No sé por qué, madre, siempre termino haciendo aquello de lo que tengo que arrepentirme...".
    El otoño sigue avanzando hacia el invierno. Hoy la temperatura es agradable, y el cielo está azul. Un velo suave de niebla, envuelve y suaviza las lejanas montañas. Han comenzado a desnudarse los álamos temblones que están junto a la puerta verde del parque que rodea nuestra casa. Hace unos días, el viejo magnolio exhibía orgulloso sus inmensas flores blancas, que poco a poco se marchitaron perdiendo su lozanía, y cayeron al suelo. Mientras espero tu vuelta, que será para Navidad, pienso que regresarás curado de esa maldita adicción. Que vivirás feliz en tu apartamento. Que nos sacudiremos para siempre los hospitales. Que volarás solo, porque yo me temo que algún día, ya no podré remontar el vuelo contigo...
    ¿Fueron mis pesadillas de adolescente, una premonición de lo que nos tocaría vivir en el futuro...?
FIN