Aquel
treinta de Noviembre de mil novecientos sesenta, había alegría
en La Casa Grande. A las doce nació un bebé, gordito, sonrosado
y con unos mofletes la mar de simpáticos. Vino a colmar la felicidad
de sus ya maduritos padres, que habían perdido las esperanzas de tener
descendencia. Fuera, hacía un día gris y desapacible. Enormes
copos de nieve danzaban en el aire zarandeados por el viento. Luego se posaban
sobre le manto blanco inmaculado que lo cubría todo. Don Casimiro, el
feliz padre, se frotaba las manos sentado cerca de la chimenea encendida del
enorme salón. Desde la inmovilidad de los retratos, sus antepasados que,
a veces, le irritaban porque tenia la impresión de que le miraban siempre,
parecía como si quisieran felicitarlo. Sonreía mientras veía
derretirse los copos de nieve que se posaban sobre los cristales de las ventanas.
Por fin Catalina, su esposa, había sido capaz de darle un heredero. Don
Hipócrates, el médico, le había dicho que era un niño
sanote de cuatro kilos de peso. Tardó romper a llorar, pero cuando lo
hizo, sus gritos traspasaron el bosque que rodea la casa, el abundante caudal
del Río Grande y el puente de piedra que les une con el resto de la gente
del lugar. Algunos aseguraban que el eco de su llanto, había resonado
en las lejanas montañas, durante doce horas consecutivas. Esto tal vez
formaba parte de la leyenda que, a lo largo de su vida, acompañó
al recién estrenado bebé de doña Catalina y don Casimiro.
Los cortos y fríos días del invierno se
acercaban a su fin. Se presentía en el ambiente la proximidad de una
espléndida primavera. Las cigüeñas habían regresado
al nido de la vieja torre de la iglesia, después de una larga ausencia.
Casimirito, el octavo, con el mismo nombre en el árbol genealógico
de ésta familia, había cumplido cuatro meses de vida. No volvió
a llorar desde que nació. Dormía profundamente durante el día
y hacía gallitos y cuchufletas, mientras movía incansable los
piececitos y las manos, durante toda la noche; para desesperación de
sus sufridos padres, que tampoco pegaban ojo. El médico del pueblo les
dijo que tenia el sueño cambiado. "Deben intentar mantenerlo despierto
durante el día, aunque esté inquieto y llore. Así caerá
rendido durante la noche", les aconsejó. Fue imposible. Con los
primeros rayos del sol se dormía sin remedio, y se despertaba con las
primeras sombras del anochecer. Cuando creció le buscaron un aña.
Se encargaría de él durante el tiempo que permanecía despierto,
que era precisamente mientras los demás dormían.
Mirito llegó a la edad escolar. No fue posible
matricularlo en ningún colegia. Su sueño seguía alterado,
a pesar de que una famosa psicóloga de la Ciudad, venia a visitarlo durante
la noche a La Casa Grande. Charló largo y tendido con el crío.
Le hizo los tests oportunos y dio una pautas de comportamiento a los padres,
para intentar cambiar las costumbres de su retoño; pero todo resultó
en vano.
Decidieron contratar un profesor que se comprometiera
a darle clase, de nueve a doce de la noche. Aprendió a leer en tres meses.
Manejaba las cuatro reglas de matemáticas a la temprana edad de seis
años. Era superdotado, pero se comentaba en voz baja en el pueblo: "el
niño de los dueños de Casona, dicen que es listísimo, pero
algo rarillo". A Carlota, la niñera que compartía sus juegos
y travesuras nocturnas, se le escapó un día en la tienda que sólo
comía carnes y pescados crudos. Que bebía la sangre que soltaban
dichos alimentos en los platos, y le encantaba el zumo de tomate. Al principio
creían que los gatos habían aprendido a abrir la nevera y se lo
comían ellos. Hasta que lo descubrieron. "No se debe hacer mucho
caso de las habladurías. Siempre se tiende a exagerar tanto las cosas,
que llegan a desorbitarse", decía Casilda, la fiel sirvienta de
toda la vida de don Casimiro y doña Catalina, cuando alguna persona indiscreta
la preguntaba.
A los doce años decidió ocupar dos habitaciones
y un baño del ala sur de la casa. Era consciente de que por mucho cuidado
que tuviera, podría perturbar el sueño de los demás moradores
de la casa, durante sus juegos y demás actividades nocturnas. Las construcciones,
los trenes eléctricos y los coches teledirigidos, eran sus diversiones
favoritas. Uno de los mayores placeres del inteligente muchacho, era la lectura.
A los dieciséis años había leído "El Ingenioso
Hidalgo don Quijote de la Mancha" tantas veces, que era capaz de repetir
al pie de la letra, textos de cualquier capítulo. De los escritores extranjeros,
conocía casi todas las obras de Shakespeare. En aquel momento, sobre
su mesita de noche tenia "Macbeth". Se había convertido en
un adolescente larguirucho, extremadamente pálido; nada normal, si se
tiene en cuenta que jamás había visto el sol. Vestía de
negro, se daba brillantina en el pelo y lo peinaba hacia atrás. Parecía
un pequeño aristócrata trasnochado. Sus aves preferidas eran los
murciélagos. Salía a pasear por las calles del pueblo a las doce
de la noche. Las jovencitas del lugar aseguraban que era muy atractivo y suspiraban
cuando lo veían pasar, asomadas detrás de los visillos de sus
ventanas.
Los dueños de Casa Grande nunca habían
tenido una relación estrecha con los habitantes de Los Fresnos.
Siempre habían permanecido dentro de un discreto
aislamiento. Por eso se sabia muy poco de esta familia que guardaba celosamente
su intimidad. Solamente el médico, el sacerdote y el profesor del chico,
osaban cruzar el puente y el bosque. Eran recibidos amablemente por la dueña
de la casa. Sus visitas siempre tenían una justificación. Don
Casimiro, daba largos paseos por el parque que rodea su mansión, mientras
Doña Catalina hacia sus interminables labores de aguja, o leía
alguno de sus libros favoritos. Los lugareños evitaban pasar cerca del
inmenso jardín de la Casona. Se comentaban en voz baja chismes, que no
favorecían demasiado a sus inquilinos. Un antepasado suyo, Casimiro tercero,
se paseaba por el pueblo montado en un caballo blanco. Iba vestido todo de negro
y su capa ondeaba siniestramente al viento. Llevaba su cara cubierta con un
antifaz. Este caballero también era noctámbulo y bastante extraño.
Algunos aseguraban que era sonámbulo, y recorría el pueblo dormido,
durante toda la noche. Nadie se atrevió a despertarlo jamás. Desde
que desapareció la doncella más pobre y más bella del pueblo
y se aseguraba que la había raptado él; al anochecer se cerraban
todas las puertas a cal y canto. Decían que la había escondido
en las mismas habitaciones que ahora ocupaba Mirito. Como su esposa estaba inválida
en la cama desde una caída del caballo, un día que paseaban por
el bosque, y no le podía dar descendencia, había tenido un hijo
con Hermelinda, la joven desaparecida. Se llevó al niño a la ciudad
a un colegia de monjas, porque su madre murió cuando nació él.
No permitió que nadie le ayudara en el parto. La enterró en el
jardín, bajo las largas melenas verdes de un enorme sauce llorón,
y silencio total
Un buen día regresó al lugar convertido
en un atractivo jovencito, como hijo de don Casimiro. Han transcurrido muchos,
muchos años, desde entonces. Historia o leyenda, ha pasado de padres
a hijos, desde hace generaciones. Os la cuento como me la contaron.
Pero volvamos a nuestro Casimiro actual. Un día
sus progenitores observaron que las yemas de los dedos de su hijo, estaban llenas
de diminutos agujerillos hechos con algún objeto punzante. Descubrieron
que se auto lesionaba con el único fin de lamer la sangre que brotaba
de las pequeñas incisiones. Consultado don Hipócrates, movió
con cierta preocupación la cabeza y les aconsejó que llevaran
al chico a una eminente psiquiatra de la ciudad para que ella dictaminara, y
pusiera el tratamiento adecuado. A él comenzaba a preocuparle el problema.
Fue recibido por la noche, teniendo en cuenta la especial situación del
paciente. Hechas las pruebas y estudios oportunos, parece que la doctora diagnosticó
que la conducta del muchacho formaba parte de ciertos comportamientos aberrantes
muy graves, y que, aunque en psiquiatría no existía ninguna enfermedad
catalogada como "vampirismo", se parecía bastante. Don Casimiro
que jamás había dicho un taco, porque era un hombre culto y educado,
exclamó: "¡coño, coño!. ¡Pero qué
dice doctora!". No volvió a hablar más. Murió dos
meses más tarde. Su hijo visitaba su tumba, alrededor de la media noche.
Hasta aquí la historia de Casimiro, el joven
pálido de Luna, por el que suspiraban las mocitas de Los Fresnos. El
Vampirillo bueno que nunca trató de hincar el diente en el cuello de
nadie, para saciar su sed. Pónganle el final que ustedes quieran. Me
gustaría creer que, con un tratamiento adecuado, ha podido normalizar
sus comportamientos, salir de su soledad y buscar en la luz del Sol: la belleza
de un bosque en primavera, el encanto de un amanecer y el romanticismo de un
mágico atardecer. FIN