Mª CONSOLACION CUESTA RODRIGUEZ

NARRADORA DE RELATOS CORTOS (Cantabria)
INICIO DATOS DE LA AUTORA LEER RELATOS NOVEDADES OPINIONES
 
Cartas Amarillas

Las guerras y sus trágicas consecuencias, son el mayor fracaso de la Humanidad

  Lo que menos me gustaba de mis vacaciones de verano en Los Pinares, era dormir la siesta. Tía Clara tenía una fijación, casi obsesiva, con que media hora después de la comida del mediodía, me retirase a mi habitación. Si no quería dormir, podía descansar o leer. Solamente los domingos y las fiestas me libraba de ella, porque D. Eugenio, el sacerdote, rezaba el Rosario después de una breve sobremesa. Siempre la misma cantinela: “María, hija, sube a tu habitación hasta la hora de la merienda. Tú sabes que durante las primeras horas de la tarde, el sol es capaz de derretir hasta las piedras, y a fuerza de andar por el pueblo, como perro sin amo, tu piel se resecará y se agrietará y terminarás pelándote como los lagartos”. Y seguía para reforzar su teoría: ”si yo no te obligara a retirarte a tu dormitorio, volverías al Colegio en octubre, con la piel abrasada y escamosa”. ¡Siesta no, por favor! ¡Me aburro! ¡No la soporto!, clamaba yo. Ella inflexible, continuaba: “si no quieres dormir, súbete ‘Celia y Cuchifritín’ y lees. Me sé la colección entera con puntos y comas, insistía yo, tratando de librarme de la odiosa siesta, pesadilla de mis vacaciones de verano. ”Pues lees” ‘¡Santo Dios!, la señora Brígida en el patio’. Era un manuscrito encuadernado con tapas granates de hilo, que contaba relatos graciosísimos de personajes pintorescos. Se lo regaló al abuelo Gerardo un tío cubano. Después de ‘Mari Pepa’ y ‘Celia y Cuchifritín’, era el libro que más había leído.

  Ante la imposibilidad de convencer a tía Clara, decidí que sería yo quién cambiaría de estrategia. A la hermana de mi madre casi le da un pasmo, cuando llegué puntual a la hora de la comida, sin que Matilde tuviera que andar dando voces por la bolera, que está junto a la Iglesia y a la orilla del río, para recordarme que era la hora de la comida, y la mesa estaba puesta. Y nada más terminar de comer, anuncié que me retiraba a descansar. “¿Ve padre?, al fin he conseguido que me obedezca de buen grado”, dijo con cierto aire de triunfalismo, mi tía. “Claro, hija”, respondió el abuelo Gerardo, “tu tozudez es tanta, que no me sorprendería que la niña haya decidido obedecerte, aunque no sea más que por no oírte…”

  Me tendí sobre la cama. Las contraventanas estaban casi cerradas. Una agradable penumbra envolvía la habitación. Con los brazos cruzados debajo de la cabeza, miraba fijamente cómo una suave brisa movía las sombras incompletas de las hojas de los árboles del jardín, que se colaban por las rendijas de la ventana, acompañadas de un indiscreto rayo de sol, y se dibujaban en el techo. La silueta de una golondrina que regresaba a su nido, colgado del alero del tejado, revoloteó unos segundos junto a las sombras entrecortadas, y desapareció. Oía el ruido de cacharros que hacía Matilde recogiendo la vasija. Cuando terminaba salía con cuidado. Cerraba la puerta tras de sí, y se iba a visitar a su madre, que vivía tan sólo a unos metros de distancia de nuestra casa. Se hizo el silencio. El abuelo dormía en su habitación de la planta baja. Tía Clara, recostada entre almohadones de ganchillo que ella tejía en las largas tardes de invierno, encima del hogar de la cocina, emitía ruidillos acompasados, señal evidente de que estaba en brazos de Morfeo. Ya están dormidos, pensé. No obstante, esperé unos segundos más...

  ¡Por fin, me había llegado la hora de la libertad! Comencé a descender la escalera de madera. ¡Cómo crujían los condenados escalones! Escuché un momento. Dormían los dos. El abuelo estaba algo sordo, por su avanzada edad, y tía Clara, cuando se dormía bien, no la despertaba ni un trueno terrible. En el rellano de la escalera, junto al balcón, entre dos preciosos tiestos floridos, estaba Blas, el gato atigrado de ojos de búho, y cola de ardilla. Ronroneaba de placer cuando pasé junto a él. Abrió un ojo gris verdoso, luego el otro, me miró, movió amistosamente su cola, y siguió ronroneando. Abrí con cuidado la puerta de la calle, y el sol me deslumbró haciéndome cerrar los ojos, y amenazando con derretirme la sesera, como decía tía Clara. Ya estaba en el jardín. Me había librado de la odiosa siesta. Era tan poco el tiempo que tenía, una hora aproximadamente, que no me entretuve en aspirar el delicioso perfume, que exhalaban los rosales cuajados de rosas de varios colores, y las plantas de té del jardín que rodeaba la casa. Decidí salir por el pasadizo oscuro, que acortaba mucho la distancia entre la casa del abuelo, y la Plaza de la Iglesia. Lo crucé como alma que lleva el diablo, porque pasar por allí me producía pánico. Contaban historias de un tal Pernales, que era, algo así, como un sacamantecas, o tío del saco, que había vivido en esa ‘portaleja’, y toda su vida se había dedicado a llevarse a los niños malos para sacarles el ‘unto’. Decían también que luego los dejaba libres, y regresaban delgadísimos…Y aquellos pobres niños tardaban mucho recuperarse. El que se recuperaba, porque algunos hasta se morían... Más tarde, cuando por mi profesión, he tenido que vivir en pueblos, en las noches frías de invierno, al lado del hogar, se contaban historias para no dormir. Y curiosamente, siempre había un Pernales que, como el de mi infancia, utilizaba las mismas malas mañas... O tenía el don de la ubicuidad, o era una leyenda…

  Como hacía siempre, recorrí el pueblo de sur a norte, y de este a oeste. Atravesé la Calle Mayor. Desembocaban en ella todas las calles menores, callejuelas y callejones. Dos plazas: la de la Iglesia y la del Ayuntamiento y el Edificio Escolar, formaban, a grandes rasgos, la estructura de Los Pinares. El Río Grande separaba el Barrio del Molino, de la calle más ancha y más larga del pueblo. Atravesé el puente, que unía a la familia del molinero con el resto de la gente. Llegué hasta allí, pensando encontrar algún molinerillo para jugar. Nadie en la calle. Ellos también se protegían del sol. Parecía un pueblo abandonado. Tengo que reconocer que mi tía siempre tenía razón. Ella decía mirándome acusadora, mientras pensaba que yo estaba demasiado morena: “no hay niños más blancos, ni más rubios, ni más guapos, que los ocho hijos de la Molinera”. Como tampoco encontré a mis primas, decidí dar la vuelta a la torre de la Iglesia, sentarme a la orilla del río, y refrescarme los pies. Chapoteé con fuerza, me calé el vestido, y se me cayeron las sandalias al agua, con lo que supe que, una vez más, la hermana de mi madre, tendría motivos, más que suficientes, para castigarme. El río ejercía sobre mí una atracción fatal. Sabía que me iba a mojar, que mi sufrida tía se enfadaría, pero no podía remediarlo. Cada día, muchas veces, me acercaba a sus orillas, metía mis pies en sus aguas frescas y cristalinas. Las aves acuáticas, seguidas de su numerosa y escandalosa prole, se paseaban río arriba y abajo, indiferentes ante mi curiosidad. El sol lucía implacable, pero a la sombra de los fresnos y el frescor que desprendía mi querido Río Grande, el río de mi niñez y adolescencia, mi masa encefálica estaba a salvo de derretirse, a pesar de que el sol bajaba del cielo en forma de rayos de fuego.

  Seguí hacia el norte del pueblo. La casona del abuelo estaba en el sur. Pasé delante de la higuera añosa y retorcida, que crecía delante de la casa de tío Augusto. En septiembre estaría llena de dorados, enormes y exquisitos higos, que harían las delicias de nuestro paladar, si nos dejaban probarles los pájaros glotones. Bajo su sombra, charlaban dos ancianas, que ni notaron mi presencia.

  Rodeé el bosque de la Casa Grande. Los vecinos de Los Pinares, cuando pasaban cerca de la mansión, hacían la Señal de la Cruz. Creían que sus habitantes, ya desaparecidos, durante generaciones, habían vivido hechizados. Decía el abuelo: “son tonterías de gente ignorante”. Pero yo, por si acaso, crucé por allí a carrera tendida que, por entonces, era mi forma habitual de desplazarme. Contaban que la joven más hermosa de la familia, y de toda la Vega de Río Grande, enamorada de su profesor, fue obligada a casarse con un rico terrateniente y además marqués. Como el día de su boda, le dijo que no en la Iglesia, su padre la encerró en una torre y allí murió de amor. Fue enterrada debajo de un sauce llorón en el bosque que rodea la Casa Grande. También aseguraban que ese sauce lloraba durante todo el año, aunque no lloviera.

  Y llegué al Barrio de Abajo. Me encontré con tres hermanos: una niña y dos niños de edades parecidas a la mía. Se tostaban al ardiente sol del mediodía, desnudos de cintura para arriba, y sin importarles ni un bledo, si se pelaban o no. Ellos en septiembre, volverían a la Escuela del pueblo con su Maestra, a quién adoraban los niños y los padres. Si su piel estaba escamosa, nadie lo notaría, porque todos los chicos estarían iguales. Bueno, todos no, los molineros seguirían igual de blancos, como si vivieran en un país de luna sin sol. Su pelo era del color del trigo maduro y tan guapos como su madre, la oronda Molinera. Pero yo debía regresar a mi Colegio de la Ciudad, y las monjas y mis compañeras, tan blancas y finas ellas, me mirarían como a un bicho raro. Decididamente, hoy sería el último día que me escaparía, durante el tiempo de la siesta. Después de todo, tía Clara tenía razón.

  Se me había hecho tarde. Decidí regresar. Si mi tía descubría mi ausencia, ¡adiós libertad! Y así sucedió. Con cara de pocos amigos, la hermana de mi madre, salía por la ‘portaleja’, ese pasadizo oscuro y siniestro, donde había vivido el legendario Pernales. Hubiera sido una mazmorra ideal para los carceleros de la Edad Media. Yo la cruzaba siempre como una exhalación, perseguida por el pánico. Me agarró del brazo, me zarandeó, y me gritó: “¡Ya me parecía a mí raro que hubieras cambiado de la noche a la mañana! ¡No volverás a engañarme, puedes estar segura! ¡Y dormirás la siesta, vaya si la dormirás, como me llamo Clara María!” Estaba enfadadísima. La cosa iba en serio. Desde ese día, Matilde cerraba la puerta con llave cuando se iba, y se la llevaba. La otra llave la escondía mi tía debajo de los almohadones de ganchillo en los que apoyaba su cabeza. Las ventanas de la planta baja tenían rejas.

  Aquella tarde me era imposible conciliar el sueño. Me levanté con cuidado, y decidí husmear por todos los rincones de la habitación. Yo me aburría, y el tiempo parecía que se había detenido, para siempre, en aquella tarde calurosa de los últimos días del mes de julio...En un cajón de la cómoda encontré unas fotografías de color sepia: Mi madre, que murió a los veintidós años, cuando yo tenía solamente dieciocho meses. ¡Qué guapa eras mamá, y cuánto te he echado de menos!, musité. Mi padre, ¡qué majo también! Los besé. Más fotografías: mis abuelos, mis tíos, algunos primos, familiares que no conocía. Yo de chiquitina, papujilla y sonriente, enseñando el único diente que tenía. Decidí colocarlas donde estaban. Me las había enseñado tía Clara cientos de veces.

  Descubrí un doble fondo entre el mármol blanco, jaspeado de negro de la encimera, y el cajón de la mesita de noche. En él había un montón de cartas amarillas que olían a naftalina, y a papel viejo. Desaté la cinta que envolvía el paquete, y cogí una con cierto temor. Estaban dirigidas a mi tía Clara. Leí el remite: “Juan Antonio Hompanera. Segunda Compañía. Quinto Batallón de Infantería. Zaragoza”. Algo, en mi interior, me avisaba de que estaba a punto de violar una intimidad, que no me pertenecía. De conocer secretos, que mi tía nunca había querido desvelarme. Decididamente, no lo haría. Volví a dejar las cartas, en el mismo orden, donde estaban, y coloqué encima la pesada piedra de mármol.

  Pero desde que descubrí las misivas, comencé a tener una fijación, casi tan obsesiva por leerlas, como la que tenía mi tía porque yo durmiera la siesta. Estuve varios días deliberando conmigo misma: las leeré, no las leeré. Si las leo, tal vez descubriré un secreto, que pertenece solamente a tía Clara y al que le escribió las cartas. Si no las leo, no sabré nunca qué dicen... Total, que después de afirmarme y contradecirme a mi misma, durante varios días, muchas veces, decidí que aquella tarde leería un poquito sólo, de una de aquellas cartas amarillas...

  Y sucedió que la siesta dejó de ser una pesadilla, y esperaba ilusionada, que llegara el momento de ella. Intenté disimular para que la hermana de mi madre no sospechara nada. Para no sentir remordimientos, me decía: si las leo yo sola y guardo el secreto, será como si no las hubiera leído. Aquella tarde, con el pulso algo tembloroso, extraje el papel amarillento y rayado del sobre, y comencé a leer:

“Zaragoza a 6 de Junio de 1937
Srta. Clara María Alonso .Los Pinares
Clara querida: Perdona este papel tan arrugado en el que te escribo. Lo llevo conmigo en el macuto, para aprovechar cualquier momento en el que las balas dejen de silbar a mi alrededor, y pueda decirte cuánto te amo.

En este momento mis únicos compañeros son el silencio y la soledad. Tengo la impresión de haberme quedado sordo, después de una mañana terrible, en la que, desde que apenas el sol asomó por la lejana montaña, los cazas bombarderos, descendiendo peligrosamente desde el cielo hacia nosotros, dejaban caer la carga mortífera de sus bombas, que amenazaban con desintegrarnos. A veces pienso que esta maldita guerra no tendrá fin. Yo no tengo madera de héroe. Ni quiero matar, ni que me maten. ¿Sabes Clarita?, yo no siento como enemigos míos, a los que se supone que debo abatir a tiros. ¿Te imaginas cómo me sentiría, si creyera que había matado a algún soldado del otro bando? ¡Fatal Clara, me sentiría fatal! Pero aquí todos matan. Unos matan por odio. Algunos porque el olor a muerte les incita a hacerlo. Y otros sólo mataríamos en defensa propia... Esto es un desatino, querida. Y ¿sabes qué? Pues que a mí nadie me preguntó si quería venir a esta guerra...

Yo sólo quiero regresar a mi pueblo y a mis tierras. Casarme contigo. Visitar nuestros sembrados. Ver crecer y dorarse la mies. Madurar las frutas. Pasear con nuestros hijos, si los tenemos .Y pasar juntos el resto de nuestras vidas...”


  Nunca había leído una carta de amor, y me emocioné. ¡Qué cosas tan bonitas le decía este soldado a mi tía! Cuando yo sea mayor, pensaba, me gustaría tener un novio soldado, que me escribiera cartas como éstas... La coloqué en el mismo sitio que ella la tenía, y las volví a atar con la cinta Me levanté, salí al jardín, y allí estaba mi tía cortando unas hojas de té para hacerle una infusión al abuelo. “¿Has dormido bien?”, me preguntó. Fíjate si habré dormido bien, tita, que acabo de despertarme. Mentí con tanto aplomo, que yo misma me quedé asombrada.... Un repentino calor ruborizó mi cara, pero nadie se dio cuenta. ¿Qué otra cosa podía hacer, más que mentir, después de haberme atrevido a leer los secretos que, tan celosamente, guardaba la hermana de mi madre...? Cogí un bocadillo de chorizo y salí para ir a la fuente de la Teja, donde había quedado con mis primas, las hijas de tío Augusto, para merendar. En el jardín estaba también el abuelo en su rincón favorito, debajo del nogal, sentado en su sillón de mimbre, rodeado de cojines rojos con margaritas blancas. Hacía siempre lo mismo, cuando se levantaba de la siesta, y el tiempo se lo permitía: tomar su té fuera de casa, y aspirar el perfume de las rosas. Besé su cabeza de pelo ralo y ¡adiós, abuelito!, le dije. “¡Adiós, hija! ¡Tened cuidado por donde andáis y lo que hacéis!”, me respondió. ¡Qué tierno es el abuelo!, pensé mientras corría...

  Aquel día era Domingo. Por la tarde, iríamos al rosario y después a pescar, si el tiempo lo permitía. No habría siesta, y lo sentía mucho. Me había aficionado a leer las cartas de amor que el soldado escribía a mi tía. Cuando entramos en la Iglesia, la voz sin inflexiones de una Hija de María, en ausencia del Sacerdote, comenzaba: “Santo Rosario, por la señal...Misterios Gozosos...Letanía de Nuestra Señora...Virgo Clemens...Virgo Fideles...” La tía Marciana, dormitaba sentada en su reclinatorio. Entre sus manos tenía el rosario de cuentas de nácar, que le regaló su hija, la monja de clausura. Decían que se fue al convento porque la dejó el novio. Y entonces, las chicas a quienes dejaba el novio, ya no encontraban otro. Y se quedaban solteronas, para vestir santos. Y era poco menos que una vergüenza para ellas, y para toda la familia.

  El día, que amaneció radiante, poco a poco se fue tornando gris y tormentoso. En el lejano horizonte, se veían unas culebrillas luminosas, que rasgaban la oscuridad de las nubes. Comenzó a tronar y llover y terminamos la tarde en casa de Jacinta, una amiga de tía Clara. Nos invitó a merendar chocolate con churros. Antes de ir a tomar el chocolate, la hermana de mi madre me ‘leyó la cartilla’, como siempre lo hacía: “Mira a ver cómo comes”, me advirtió. “Cuando te pise una vez por debajo de la mesa, empiezas a tomar el chocolate y a mojar los churros. Y cuando te pise dos, si es que te tengo que pisar, porque te estás pasando, dejas de comer... No te chupes los dedos. No eructes”. Pero si no eructo nunca, tita, clamaba yo. “Por si acaso empiezas hoy”, decía mi tía. Como siempre, en estas celebraciones, me confundí, para desesperación de tía Clara, que, a la sazón, estaba a punto de entrar en la tan temida soltería. Pero que algunos años más tarde, ya “moza mayor”, se casó. Y en el pueblo decían: “¡ahí la tienes! Ha sabido esperar, ha tenido suerte, y ha “cazado” un buen partido...”

  Entre domingos y fiestas; entre misas, rosarios, tardes de pesca y siestas, el verano avanzaba con paso rápido hacia el otoño, y yo seguía buceando en los secretos amorosos de mi tía. No quiero ni pensar qué sucedería, si me descubriese...

“... ¡Por fin, estás recibiendo noticias mías después de tanto tiempo sin saber el uno del otro! Cierto que las cartas, a veces, han estado perdidas sabe Dios dónde, pero lo importante es que nos lleguen. No quiero contarte más de esta guerra sin sentido, Clarita. Si encima de vivirla, también la cuento, la sufriría dos veces, y no estoy dispuesto. Lo cierto es que, desde esta desolación, quiero recordar aquellas tardes de baile, y de paseos románticos por la Vega, a orillas de nuestro querido río, tan lejanos ya. Estos recuerdos también me producen tristeza...

Cuando llega la noche y se hace un alto el fuego, metidos en trincheras, como animalillos en sus madrigueras, sin apenas conciliar el sueño reparador, que me permitirá seguir adelante en este sin sentido que es matar para que no me maten, es en estos momentos, cuando la desesperanza hace presa en mí. Cuando pienso que al amanecer no tendré fuerzas para salir de este agujero. Y aquí me quedaré. Ni siquiera me encontrarán, porque una explosión derrumbará la montaña que tengo aquí cerca, y me sepultará vivo... Estos pensamientos sí que me aterrorizan, pero no los puedo evitar... Apenas el alba rompe las tinieblas de la noche, salgo del refugio, aunque las balas me ronden amenazadoramente con sus silbidos. Prefiero que me maten al aire libre, bajo el cielo protector.

También hago oído sordos a los estallidos lejanos de las bombas que dejan caer los aviones. Aquí, siempre es así. Y uno se hace a todo. Te repito, una y mil veces, que te quiero tanto, tanto, que sólo sueño con volver a verte... En los ratos de mayor abatimiento, pienso que, tal vez, esta locura no termine nunca. Yo sé que esto no es posible. Que algún día tiene que acabar, pero... ¿cuándo?


  “María, levántate”. La voz de tía Clara me hizo dar un respingo. Coloqué el sobre en su sitio, y bajé rauda. “Es el cumpleaños de Martina, y estamos invitadas a merendar en su casa”, aclaró. Tina era la hija del Juez de Paz, que el año pasado había sustituido al abuelo, que lo dejó por la edad. Estas celebraciones me encantaban. Aunque significaran que tía Clara me “leyera la cartilla”, como ella decía. “María, chiquilla, ¿a qué esperas para tomar el chocolate y las pastas?”, me preguntó Tina. A que me pise mi tía por debajo de la mesa, le respondí. La mirada de la sufrida hermana de mi madre no me fulminó, porque no tenía poderes, pero noté que, en aquellos momentos, matarme, era lo que más deseaba...

  “...Estoy muy preocupado por lo que me cuentas en tu última carta: Que no quedan hombres jóvenes en el pueblo. Que las duras labores del campo las hacen las mujeres. Que hay muchas fincas sin sembrar...Que tenéis miedo, porque por las noches los perros ladran, y sospecháis que personas escondidas en el monte, bajan cuando las sombras envuelven el pueblo y roban gallineros y corrales. No tengáis miedo. Ellos no os harán daño. Son desertores de guerra, que han huido del frente, y se esconden hasta que termine la contienda. Tendrán familias y sólo pretenden sobrevivir… ¡Qué pena, querida! Nosotros, aquí, dando tiros a mansalva. Estamos destruyendo España, cariño. Tardaremos un montón de años en levantar cabeza. Y otro montón de tiempo, en enterrar el odio entre vencedores y vencidos. ¡Qué desastre, Díos mío! Hoy es el penúltimo día de Octubre. Hace casi dos años que estalló este disparatado enfrentamiento entre hermanos, que son capaces de matarse por defender ideas diferentes, y no se vislumbra el final de esta pesadilla, por ninguna parte. ¡Ah!, se me olvidaba: desde hace unos días, eres la novia del Sargento Hompanera... Y te quiero tanto, que sólo la esperanza de volver a verte, hace que pueda soportar esta vida, que parece que se ha detenido para siempre aquí, en este lugar de muerte y desolación...”

  Aquella tarde lloré mientras leía la carta del soldado, que me dejó más triste que otros días. Era una carta de amor desesperada. Me gustaban las cartas de amor desesperadas. Me dejaban una cierta melancolía en el alma. Aunque yo entonces no sabía muy bien dónde se sentía la melancolía: si en el alma, o en el corazón. Decididamente, cuando fuera mayor, buscaría un novio soldado que estuviera en alguna guerra...

  Cierto que hasta que comencé a leer las cartas de tía Clara, era el Seminarista, el chico que más me gustaba del pueblo. Ahora, ya lo he dicho antes, yo preferiría, cuando fuera mayor, tener un novio soldado, para que me escribiera cartas de amor como éstas...Además, si me siguiera gustando, después de decirme el ama del cura, un día que nos sorprendió hablando: él en latín y yo en francés, porque los dos sabíamos algo de estas lenguas, que si seducía al Seminarista, y le hacía colgar la sotana, sería una sacrílega y, aunque entonces, no sabía muy bien qué era eso de ser sacrílega, me sonó tan mal la palabreja, que decidí no volver a hablar con él, en ningún idioma...

  Un domingo antes de misa, fui a confesarme: Ave María Purísima, padre. “Sin pecado concebida, hija”. Me acuso de haber comido, por dentro, para que echara la culpa a los ratones, el mazapán que tía Clara había hecho para la Fiesta, y de ser sacrílega, padre. “¡¿Cómo dices, hija?!” Es que me ha dicho su ama, la “Insécula”, que si el Seminarista cuelga la sotana por mí, por hablar con él, yo seré una sacrílega, y es un pecado terrible que ni Dios, ni usted, me lo perdonarían. Y yo iría de patas al infierno. “Bueno, hija, bueno. Vamos a ver. Yo te explicaré: ser sacrílega, es cometer sacrilegio. Y tú por hablar con ese niño, que en el futuro está llamado a servir a Dios, no cometes sacrilegio, ni ningún otro pecado. Y nuestro Buen Padre Dios, lo perdona todo, si hay sincero arrepentimiento. ¡Ah!, te recuerdo, hija, que el ama que me atiende, tiene nombre de pila, y se llama Emilia”. De todas las formas, a pesar de las palabras del bondadoso cura de Los Pinares, decidí, que lo mejor era no volver a hablar con él...

  Aquel verano era seco y caluroso. Así son siempre los veranos de Castilla. Volaban los días de septiembre. Hacía tiempo que las cigüeñas habían emprendido el largo viaje hacia tierras más cálidas, donde pasarán el invierno. Regresarán después de las últimas nevadas, a comienzos de la próxima primavera. Se acercaba el final de mis vacaciones. A últimos de mes, regresaría al Colegio. Durante dos días estuvimos en la fiesta de la Virgen del Valle, y no pude seguir leyendo las cartas del soldado Juan Antonio. Y sentía mucha curiosidad por saber en qué terminaban. Tía Clara estaba muy guapa con un vestido de crespón estampado y unos zapatos de tacón alto. Se había dado polvos de arroz en la cara y carmín en los labios. Estuvo acompañada, durante los dos días de la fiesta, por un caballero de buen ver, ya entradito en años. Pensé que tal vez fuera él, quien, en otro tiempo, le escribió las cartas de amor desesperadas... Pero había algo que no me cuadraba... Tanto amor en las cartas y, ahora, terminada la fiesta, no le volví a ver con ella...

  “¿Cómo estás mi amor?”. Desde la ventana del hospital de campaña donde te escribo, veo que ya hay nieve en las montañas. Pronto descenderá a los valles, y cubrirá los horrores que la guerra va dejando tras de sí. Sentiremos su frío mortal en las extremidades. Apenas podremos movernos, y ¡ojala! que no podamos manejar el fusil...

No te asustes, si te digo que estoy en un ‘barracón hospital’ levantado, provisionalmente, cerca del frente para atender a los heridos. Los hay gravísimos, Clara. Yo, gracias a Dios, sólo tengo unos trozos de metralla alojados en mi pierna derecha. Los médicos me han asegurado que me los extraerán, y no me quedarán secuelas. Ahora apenas puedo andar con esta pierna, que cojea... ¿Te disgustaría tener un novio cojo? ¿Me amarías igual...? ¡Qué cosas se me ocurren, no me hagas caso, cariño!

Aquí estoy relativamente tranquilo. Estamos algo apartados del frente activo, y las explosiones de las bombas se oyen lejanas. Me estremecen los quejidos lastimeros de algunos heridos, que vienen medio destrozados. Este desastre no debe olvidarse jamás, si se termina alguna vez, para que no vuelva a repetirse. El odio y la guerra caminan de la mano. Y a veces pienso y temo, que ambos puedan ser eternos. Tal vez esta situación extrema, me esté haciendo desvariar. ¿Nos volveremos a ver, amor mío...? Por primera vez, en muchos meses, no te escribo bajo el cielo, y sobre mi macuto, todavía, casi lleno de ilusiones, aunque van quedando menos que cuando empezó este desaguisado... Tengo una mesa y cierta comodidad, y esto hace que mi carta sea más extensa de lo habitual...

Antes de terminar te voy a dar una mala noticia. Te ruego seas discreta, porque está sin confirmar. Cuando no haya dudas, se lo comunicarán oficialmente a los familiares. En la lista de desaparecidos está Teódulo Marín, nuestro vecino, que de confirmarse su fallecimiento, dejaría viuda y cinco hijos. Y en la de muertos, aparece Nicolás García, el panadero de Villa del Alba, que también deja tres chicos pequeños. Y se comenta que en El Escorial han fusilado a un grupo de seminaristas, que el único mal que habían cometido fue estudiar en el Seminario, para ser sacerdotes. Estas barbaridades sólo suceden en las guerras, Clara.

A ratos tengo ganas de desertar. Atravesar montes y valles y llegar a Los Pinares. Abrazarte y, juntos al atardecer, subir a El Cerro y, desde allí, contemplar nuestros campos amarillos de cereales segados. La cinta plateada y sinuosa de nuestro Río Grande...Lo único que esta guerra maldita no consigue destruir, son los amaneceres y atardeceres. Son tan hermosos como los de nuestra tierra. Es en la hora del ocaso, cuando pienso que se me han agotado las energías. Que no tendré fuerzas para continuar, cuando el alba rompa la noche. Que quizás me quede aquí para siempre y nunca nadie me encuentre… Esto es lo que me da miedo, Clara. Morirme solo, me aterra. Creo que te lo he dicho ya en otra carta... Perdóname, Clara querida. ¡Qué desastre de carta! ¡Qué egoísta soy! ¿Tengo yo, acaso, motivos para estar así de deprimido? Sólo tengo unas heridas sin importancia y me quejo, cuando hay tanto dolor a mi alrededor. Me avergüenzo de mí mismo. Sé que esta carta va a entristecerte. Espero merecer tu perdón por lo mucho que te quiero. Juan Antonio”


  El tiempo de la siesta había llegado a su fin. Esta carta, fechada el día quince de Noviembre de 1938, era, sin duda, la más larga y más triste que había leído. En cualquier momento tía Clara podía subir a despertarme. Me levanté algo nerviosa y precipitada, con tan mala suerte, que la piedra de mármol que cubría la mesita, se me cayó al suelo. Hizo un ruido espantoso, tanto como el que harían las bombas de la guerra de Juan Antonio, cuando estallaban. Se partió en dos. Los pasos precipitados de tía Clara, escalera arriba, me hicieron comprender que estaba perdida. Cuando entró en el dormitorio, dio un grito que me cortó la respiración. Sentada sobre la cama, no me atrevía a mirarla, “¡Vete!”, me dijo. “¡No quiero volver a verte!” Bajé volando los escalones de dos en dos, y salí a la calle. Me fui a mi Río Grande y me senté en su orilla. Metí mis pies descalzos en sus aguas cristalinas. Dónde iré, pensaba yo, si mi tía no quiere volver a verme... Me miré en el espejo del río y me vi fea, feísima. ¡Nunca debí leer esas cartas! Me he pasado todas las vacaciones, de todos los años de mi vida, haciéndole imposible, a ella, la suya... A mi queridísima tía, que me ha cuidado desde que mi madre, y mi hermana recién nacida, se fueron para siempre...Y me dejaron sola.

  Anochecía cuando oí la voz de Matilde, llamándome a voces. Salí de detrás de la torre de la Iglesia y me dirigí hacia ella. “Pero, ¿qué has hecho ahora para que tengas a tu tía tan enfadada?”, me preguntó. Es que he leído unas cartas del novio que tenía en la guerra, le respondí. “¡Hija, pero qué cosas haces! Yo soy ‘alfabeta’ y nunca ‘me se’ hubiera ocurrido hacer eso. No sé que te enseñan las monjas en el Colegio, ese”. Mati, le dije, se dice ‘analfabeta’ y ‘se me’. “Bueno, ‘pos d´aquí p´alante’, hablaré como a ti ‘te se’ antoje”. Bajó el tono de voz y, “¿qué le dice ese novio a tu tía en las cartas? Anda, cuenta, cuenta... Yo no se lo diré a nadie. Será un secreto entre tú y yo”. Me paré frente a ella, camino de casa. La miré fijamente a los ojos y, ¡no insistas!, le grité. ¡Jamás, ¿oyes?, jamás, te lo contaré!

  Cuando entramos en casa, la mesa estaba puesta para la cena. El abuelo Gerardo dio las gracias a Dios por los alimentos que íbamos a tomar. Yo miraba, a hurtadillas, a mi tía. Su silencio me hacía daño. Hubiera preferido que me gritara, como hacía otras veces, y enseguida se le pasaba el enfado. Terminé, pedí permiso para abandonar la mesa. Me acerqué al abuelo y le di un beso en la frente. Dije hasta mañana, y subí a mi habitación. Allí estaba la prueba del delito: el mármol partido en dos. Las cartas habían desaparecido. Me acosté. ¿Qué me diría el sacerdote, cuando fuera a confesarme, el sábado? Él es bueno, me perdonará y no se lo contará a nadie, pensaba yo. Pero si se enterara la “Insécula”, con lo cotilla que es, me perseguiría, diciendo a voces, lo que había hecho... Se enteraría todo el pueblo, y jamás podría volver a Los Pinares.

  La tarde del día siguiente era domingo, y yo me sentía muy sola. Tía Clara, no me había llevado a casa de sus amigas. Tomarían chocolate y no me “leería la cartilla”. Decidí subir a El Cerro. Desde allí se veían todos los senderos de La Vega. De espaldas al sol del atardecer, distinguiría la silueta alta y delgada del abuelo y la rechoncha del sacerdote que regresarían, como todas las tardes, de dar su diario paseo. Me alegré cuando vi que mi abuelo venía solo. Descendí colina abajo, como siempre, a carrera tendida. Atravesé el río por uno de sus puentes. Y salí a su encuentro. ¡Hola, abuelo!, le saludé con un beso. ¡Tú también estarás enfadado conmigo!, supongo. “Un poco, hija, un poco”, me respondió. Pero la bondad de su mirada, me tranquilizó. Le cogí del brazo. Desapareció mi sensación de soledad. Yo sé que he hecho muy mal, abuelito, y tal vez tía Clara, no me perdone nunca. Cuando me escuche, le pediré perdón. Continuamos caminando juntos en silencio. De pronto oí la voz del abuelo que me dijo: “espero que, en lo sucesivo, las cartas que no estén dirigidas a ti, jamás vuelvas a abrirlas, ni mucho menos, leerlas, sin la autorización del interesado”. Te lo prometo abuelo. Nunca lo volveré a hacer. Antes de entrar en el camino de casa, le pregunté tímidamente: abuelito, ¿dónde está Juan Antonio, el de las cartas de amor desesperadas? Tardó unos segundos responderme: “Nunca volvió del frente. Una bomba le rompió en mil pedazos. Y a mi querida hija, tu tía, ni siquiera le quedó el consuelo de llevarle flores a su tumba”, me dijo.

  En Septiembre volví a la Ciudad, en aquel autobús desvencijado y renqueante de mi infancia y adolescencia, que tardaba dos horas largas en recorrer los cien quilómetros que me separaban del Colegio. En mi alma guardé, como un tesoro, el perdón de tía Clara, y unas palabras que me sonaron a música celestial: “Hija, me recuerdas tanto a mi querida hermana muerta, que jamás podré dejar de quererte, por muchas fechorías que me hagas...” - FIN

 
 
Optimizada para resolución 800x600 Diseñada y Actualizada por Culturcan