Cabezudos y Gigantes

 

    Aquel amanecer era limpio. Los rayos del Sol, a punto de asomarse a la ventana del nuevo día, teñían de rojo el cielo y el horizonte. Me despertó el repiqueteo insistente, y algo lejano, de las campanas de todas las Iglesias de la Ciudad, que se mezclaban con el ruido que producían los cohetes que estallaban en el cielo. Anunciaban el comienzo de su Semana Grande. Me gusta desde siempre el sonar de las campanas, Manejadas por un hábil Campanero, como el de Los Fresnos, podrían deleitarnos con un auténtico Concierto. Aprendí a interpretar su lenguaje durante mis vacaciones de verano. Las campanas, en los pueblos, eran como el tan tan de los habitantes de la selva, la única forma rápida de comunicarse, que tenían entonces. Los pueblos enmudecían cuando ellas hablaban. Escuchaban su mensaje y obedecían. Su lenguaje es único y maravilloso. Si tocaban a Gloria, el sonido era alegre, había nacido un niño. El sonar de Difuntos era triste. Se había muerto un vecino.Tocaban a Misa, al Rosario, a la Cabaña, si había Fuego, si se desbordaba el Río Grande. Su metálica voz, les comunicaba todo aquello que debían saber.
    Asomada a la ventana de mi habitación, el espectáculo que contemplaban mis ojos era extraordinario. Una suave brisa movía las hojas de nuestros árboles frutales, cargados de exquisitas frutas, ya casi maduras. Los campos, que yo alcanzaba a ver, reposaban tranquilos en esa somnolencia, entre veraniega y otoñal, antes de caer en el sueño profundo del invierno. En la planta baja de la casa, Soledad llamaba a gritos a su madre porque los cohetes y las campanas le habían despertado. Compartía habitación con ella Mª del Pilar, que era unos años mayor. Maripi, que así le llamábamos, recibía cuidados especiales porque padecía una bronquitis crónica. Era la "chivatilla" de la casa. Una de sus aficiones preferidas, era espiarnos a Eloísa y a mí, para decirle a nuestro padre si estudíabamos, o leíamos novelas de Corín Tellado. Más tarde nació Laura, que según Elo, era un bebé llorón y puñetero al que teníamos que mecer, mientras estudíabamos, hasta que se dormía.
    Para nosotras dos, Elo y yo, la llegada de las Ferias, nos producían tanta emoción, que dos días antes no podíamos dormir y nos pasábamos parte de la noche probándonos los zapatos, a los que tendríamos que rellenar para no perderlos, porque serían dos números mayores de los que usábamos. Las pequeñas este problema no lo tenían, porque heredaban nuestra ropa. Dispondríamos de más dinero de lo normal e iríamos a los Caballitos. Haríamos girar la rueda de la Barquillera, y ¡qué barquillos, tan ricos y crujientes!. Solita y Maripí, montarían en los tiosvivos.. Elo y yo preferíamos comer algodón dulce de colores o una manzana acaramelada. Yo, con casi quince años, lo que quería de verdad, era ver a un chico que me gustaba, y que ni se habría fijado en mí. Tenía razón Elo, cuando decía: "con esta escolta que llevamos, ¿quién se va a acercar a nosotras...?" Ella, que tenía doce años y yo, no podíamos salir a la verbena solas. Siempre nos acompañaba nuestro padre. De día con nuestras hermanas pequeñas, y de noche con personas mayores. Prefería la Fiesta del pueblo. Allí iba con mis primas y bailaba sin parar. En la Ciudad era diferente.
    En el programa de festejos se anunciaba el recorrido de los gigantes y cabezudos por toda la Ciudad. A Elo y a mi no nos gustaban, pero a Soledad y a Maripí les encantaba ir detrás de ellos. Nosotras dos debíamos acompañarlas, cogidas de la mano, para que no se perdieran. Así que tuvimos que correr detrás de esos descomunales muñecotes de cartón pintado, desde que les sacaron de los bajos del Ayuntamiento, hasta que los devolvieron, ya pasadas las dos de la tarde. Aquellos gigantones, que entusiasmaban a mis hermanas pequeñas, a mí me parecían tristones, desgarbados y feísimos. Sus inmensos vestidos, con franjas doradas en el escote, los puños y los bajos de la falda, estaban desteñidos. El del Rey, era azul. El de la Reina, rosa. Digo yo que serían reyes, porque llevaban, sobre sus cabezotas, coronas de cartón pintadas con purpurina. Se movían torpemente de derecha a izquierda, y sus ojos, sin vida, miraban al frente. Los cabezudos eran más graciosos. Tenían cuerpos normales y cabezotas, orejas, narices y bocas sin dientes, inmensas y deformes. Corríamos delante de ellos para que no nos dieran en las piernas, con una rama que llevaban en las manos. El que más nos perseguía tenía un ojo sólo, porque el otro se le había borrado y nadie se lo pintó de nuevo. Éste nos zurraba de lo lindo a Elo y a mí, porque apenas podíamos correr, porque llevábamos a remolque a nuestras hermanas pequeñas.
    El día de S. Antolín, sesión continua de cine. Una hora antes de que empezara "Raza", ya estábamos en la fila de la taquilla, Solita, Maripí, Eloísa y yo, frente a las puertas del Cinema España. Nadie puede imaginarse el lío que allí se organizaba. La sesión era infantil y continua. Duraba de tres a siete y media. Después empezaba la sesión de mayores. La cola era infinita. Había que defender el puesto con uñas y dientes. Chicos mayores, que hacían gala de su fuerza, querían colarse los primeros y habían llegado los últimos. Eloísa era valiente y peleona. Defendía sus derechos en la fila del Cine, en el Barrio, en el Colegio y en cualquier lugar de la Ciudad. Soltó la mano de Soledad y se enfrentó a los abusadores. "¡Si os atreveis, colaos!", les decía. Lo cierto es que delante de nosotras no pasaba nadie. Yo era más tímida. De hecho, yo pasaba desapercibida. No tenía, por no tener, ni "mote". Entonces, el chico o chica que se destacaba por algo, tenía un "alias". Ella tenía dos. Y yo, entre la chiquillería del Barrio, era conocida por la hermana de la "chinche" y "la patas de alambre". Cuando el alboroto en la fila subía de tono, salía el Portero. Con aquel traje granate, lleno de botones y cordones dorados, y gorra de plato, nos imponía mucho respeto. A mí me parecía un General. Cesaba de inmediato el alboroto.
    Instaladas en el "gallinero", nada más comenzaba la proyección del Nodo, yo, que por aquel entonces siempre tenía hambre, me comía mi bocadillo y la mitad del de mi hermana Elo.Ella no paraba de comer pipas, y tiraba las cáscaras a los chicos con los que se había peleado. Ellos pensaban que se las tiraban los chicos que se sentaban detrás, y se montaba el lío padre. Llegaba el Acomodador, también vestido de gala, o algo así, les echaba a la calle, y mi hermana se moría de risa. Solita se dormía a pesar de los ruidos que hacían los aviones que volaban por el cielo sepia de la pantalla. A Maripí le asustaban las balas, porque creía que alguna nos podía caer a nosotras. Yo siempre me perdía cuando el chico y la chica se daban un casto beso, tratando de explicarle, a mi hermana, que aquellos tiros no nos podían hacer nada. A las tres horas y media, abandonábamos el cine con una "empanada mental" de miedo. Menos mal que sólo íbamos en contadas ocasiones.
    Aquel día hicimos jornada intensiva. Después del cine fuimos al Salón, donde estaba el recinto de la Feria. El poco dinero que nos quedaba, lo gastamos en barquillos y algodón de colores. Eloísa se compró unas gafas de celofán con montura de cartón. Supongo que no vería nada, pero ella se paseaba encantada. De vez en cuando se chocaba con algún chaval, yo creo que lo hacía queriendo. Yo compré garrapiñadas que compartía con las dos pequeñas. Ya sólo nos quedaban diez céntimos. Nos parábamos ante todos los puestos y preguntábamos: señora ¿qué vale este chupón?. "quince céntimos, guapa". ¿Y esta piruleta?. "Veinte céntimos, niña". "¿Compráis, o no?", nos gritaba la caramelera. Es que no tenemos bastante dinero, respondíamos. "Pues entonces, ¡fuera de aquí!, que me quitáis de vender". En otro tenderete, compramos un paquete de "Pipas Facundo"y nos sentamos a comerlas en el Parque que rodeaba la Feria. Siempre cogidas de la mano reanudamos nuestros paseos arriba y abajo. "¡Niñas, que no dejáis pasar!. ¡Id en fila india!". Nosotras, fieles a la recomendación de nuestros padres, no nos soltábamos ni a tiros.
    Eran las ocho y media de la tarde y lucía un sol espléndido. Vivíamos relativamente cerca de donde estábamos, en "Villa Soledad". Situada en la Avenida de Valladolid, cerca de la Fábrica de Armas. Camino de casa, una avalancha de gente nos llevó por delante a Solita, que se nos perdió entre la multitud. Decidimos separarnos para buscarla. Estábamos asustadísimas. Eloísa y Maripí irían juntas. Yo buscaría sola. Cada cuarto de hora nos reuniríamos en la escalinata del Instituto "Jorge Manrique".Llamábamos a gritos a nuestra hermana, que se perdían entre la música de los tiovivos, las voces de los vendedores de las tómbolas, y el ruido de la multitud. Por muy cerca que estuviera Solita, era imposible que nos oyera en aquella algarabía. Mi angustia no tenía límites. Yo era la mayor y la más responsable. ¿Qué hacer?. ¿Por dónde ir?. Habíamos dado tres veces vuelta al recinto de la feria. Habíamos acudido, otras tantas, a la puerta del Instituto. Llorábamos las tres. Eran las diez de la noche, y ya las luces de la Feria rasgaban la oscuridad del Parque. Nuestros padres estarían preocupadísimos. Tal vez Soledad había decidido volver a casa.
    De pronto creí oir ladrar a nuestro perro. No podía ser. No vivíamos lejos, pero era imposible oírle a esa distancia. Seguí escuchando. ¡Dios mío, era él!. Nuestro querido Ton. Me dirigí hacia donde me orientaban sus ladridos. Y allí estaba, sentado al lado del banco donde lloraba mi hermana. Nunca olvidé aquella acacia gigantesca y centenaria, donde se acabó la angustia de un día de feria. Esta historia, mi querido y fiel amigo, la he contado en recuerdo tuyo. Mi padre, nervioso por nuestra tardanza, la hora de llegada a casa eran las nueve de la noche, salió de "Villa Soledad" para buscarnos. Tu instinto, querido perro, te avisó de que algo no iba bien. Saltaste la verja de la finca, por el mismo sitio por el que la saltabas cuando ibas a cortejar a Berta, la perrita de tus amores, que vivía en una finca al otro lado de la carretera. ¡Gracias, querido Ton!.
    Las ferias de aquel año terminaron con una bronca que recibimos Elo y yo. No volvimos a salir, y el castigo que nos pusieron fue que Eloísa fregaría la vasija, casi siempre se lo hacía su madre, durante una semana seguida, y yo, que siempre he sido primorosa, ¡ójala no lo hubiera sido tanto!, repasaría todos los calcetines de la familia con un huevo de madera, que era como se cosían entonces.
    No quiero terminar este relato sin contar el triste final de nuestro querido perro y amigo del alma. Cerca ya de Navidad, de aquel mismo año, volvió a saltar la verja, por el rincón donde estaba el árbol de las ciruelas claudias. Él comía todas las que se caían porque le encantaban. En ese mismo árbol colgábamos Elo y yo las chaquetas cuando salíamos de casa con un vestido escotado o sin mangas, para que no nos viera nuestro padre. Cuando volvíamos de la calle nos las poníamos y , ¡pobre papá!, él tan feliz. ¡Cuánto le engañábamos!. Por ese rincón, digo, saltó nuestro querido y fiel amigo, para ir a visitar a su perrita Berta. Aquella vez un camión lo atopelló y lo mató en el acto. Un frenazo seco, hizo acudir a mi madrastra a las verjas. Mi padre no estaba en casa. Julián, el obrero que se encargaba del cultivo de la huerta, nos lo trajo en brazos. ¡Cuánto te lloramos, Ton!. Hoy, todavía me entristece recordarlo. El dueño de Berta, vecino nuestro, nos regaló un cachorrito, hijo de su perrita y tuyo. Era igual que tú, pero en chiquitín. Le llamamos Toni. Te recuerdo, querido Ton, acudiendo al silbido del Cartero a las puertas de la finca. Volvías con la correspondencia entre los dientes, y no nos la entregabas a nadie. La dejabas sobre la mesa de la marquesina. Tu premio consistía en un tazón de sopas de leche que devorabas con fruición. Te enterramos en el rincón del sendero por el que te escapabas, junto a un rosal de rosas blancas. Cuando murió papá, la finca fue vendida y hoy, tu energía volará libre por entre las naves de un gran Centro Comercial, mi querido y fiel amigo.
FIN