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    Nicolás y Segundo, Colás y Gundo para todos los habitantes de la fértil vega de Río Grande, eran dos pícaros, dos malandrines que diría mi abuelo, a quien le encantaba la terminología Cervantina. No en vano, leía una y otra vez, los capítulos de "El Ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha", cada tarde sentado en su sillón de mimbre, entre las plantas de té y los rosales del jardín que rodeaba la casa familiar. Era una versión reducida de la genial obra, muy manoseada por el uso. Fueron muchas las veces que le oí reírse con las disparatadas aventuras de sus protagonistas.
    Ellos vinieron al mundo, casi al mismo tiempo, en Los Fresnos. En los momentos en que yo sitúo esta historia, tendrían unos diecisiete años. A la sazón los dos eran medio huérfanos. Pronto sabrán ustedes por qué no eran huérfanos por entero. Sus padres eran dos parejas que llegaron al pueblo nadie supo desde dónde. Se emplearon como jornaleros. Después estalló la Guerra Civil, que ya casi nadie recuerda, pero que convendría no olvidar para no repetirla. En ella muríó, supongo que matando, en aquella contienda se mataba o se moría, el padre de Nicolás. Cabía otra posibilidad menos ética: la de "poner pies en polvorosa". Pero se ve que el padre de Colás no lo hizo. Dos años más tarde, una tisis o tuberculosis, como ustedes prefieran llamarla, acabó con la joven y bella madre de Segundo. He aquí a nuestros dos protagonistas unidos por un fatal destino.
    Terminada la contienda Civil, que sumió a España en la miseria, comenzó una época de supervivencia. Había que sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante. Se sembraron los campos, y los pueblos de la Vega de Río Grande comenzaron a moverse de nuevo. Quedaron solos con sus hijos todavía pequeños, la madre de Colás, Noelia, y Segundo, padre de Gundo. Se juntaron los dos, y no tuvieron ningún inconveniente en desaparecer. Prepararon su exiguo equipaje, y un claro amanecer, u oscuro anochecer, que de este detalle no me dieron fe, se fueron y dejaron abandonados a su suerte a los dos muchachos, que a la sazón contaban con doce años.
    Durante los dos primeros años, por orden de las autoridades competentes, se les buscó para recordarles que se habían olvidado de sus dos hijos, como si de dos trastos inútiles se tratase, y que tenían la obligación de hacerse cargo de ellos. No se volvió a saber nada de aquellos desalmados padres. Se comentó que habían cruzado el "Charco", en busca de su particular Eldorado.
    El Gundo y el Colás, a ellos les gustaba que les pusieran el artículo delante, les parecía como que le daba un cierto prestigio a sus nombres, juntaron sus vidas, sus orfandades a medias, la despierta inteligencia de Nicolás y la limitada de Segundo, y se fueron a vivir a la casa de uno de ellos, la menos ruinosa. Las dos estaban muy cerca, y muy deterioradas. Pusieron cartones donde faltaban cristales, y ya vendrían tiempos mejores. Tenían cerca el agua fresca y clara de Río Grande. En él lavarían la ropa y se bañarían si el tiempo lo permitía. A Gundo eso de bañarse, no le entusiasmaba demasiado.
    A Nicolás le gustaba estar limpio. "Bebía los vientos" por Sheila, la "Gallita" más pequeña y más guapa de los once hermanos que componían la familia más pintoresca de Los Fresnos, apodada "Los Gallitos", y que eran pescadores de río. Ella, Sheila, decía a todo el que quisiera esccucharla, que el Colás le parecia un chaval guapo, pero que no iba a casarse ella con un "rebuscador".¡No faltaría más!. Si una de sus hermanas se fue a Bilbao y se casó con un dentista. "Prefiero ir a servir a la ciudad y me busco un buen novio". "Di que sí hija", decía su madre. "Para mal casarte no te ha de faltar tiempo". Nicolás sufría en silencio el desamor de la atractiva joven.
    A ellos trabajar, lo que se dice trabajar, sometidos a un patrón y a un horario, no les gustaba demasiado. Querían ser independientes en esto del "tajo", que así se llamaba entonces. Después de una noche de reflexión, decidieron dedicarse a la "rebusca", que consistía en recoger lo que otros dejaban abandonado en sus fincas, después de la recolección: patatas, cereales, legumbres, frutas etc. En El Soto, que era de todos, harían acopio de avellanas, nueces y castañas para todo el año. Se nombraron a si mismos como "Los Rebuscadores". El "arroba punto com" del título, se lo he puesto yo para dar un toque de modernidad a esta historia, que sucedió cuando no teníamos ni la más remota idea de que algún día los Ordenadores irrumpirían en nuestra vida, volviéndonosla del revés.
    Este oficio de recoger lo que otros tiran, ya viene de antiguo. Se me viene a la mente aquella fábula famosa en la que cada uno de sus míseros personajes, iba recogiendo lo que tiraba el anterior, que, a su vez, lo había recogido de otro menos pobre que él. No hace falta ir al llamado Tercer Mundo, para darnos cuenta de que aquí y ahora, hay personas que aprovechan lo que otros más afortunados que ellos, deshechan.
    Volvamos a los pillos de mi pueblo. No les iba mal. Pero tenían un problema: ellos no eran vegetarianos. Y aunque el queridísimo Río Grande les ofrecía brillantes y resbaladizas truchas y sabrosos cangrejos, que ellos pescaban con destreza, echaban de menos un trozo de queso, el chorizo que las abuelas de la Comarca elaboraban como nadie. Ya no recordaban el sabor de un pollo asado. Y hacía un montón de tiempo que no comían un par de huevos fritos. Y así fue como de "rebuscadores", pasaron a "hurtadores". Eso sí, fuera de Los Fresnos. Ellos nunca harían sus fechorías en el pueblo que les vio nacer. "Hasta ahí podíamos llegar...", se decían, como para liberarse de culpas. Estos ladronzuelos de poca monta tenían su ética profesional.
    En aquellos tiempos, allá por los años cincuenta, no se cerraban las puertas de ninguna casa de los pueblos de la Vega. Entrar en sus bodegas, y coger un chorizo, un trozo de tocino, o una vasija de miel, era tan sencillo como "coser y cantar", si observabas los movimientos de los moradores de la vivienda elegida. Los pueblos estaban cerca. Las costumbres eran las mismas. Salió tan bien dar el primer "golpe"en este, llamémosle negocio, que decidieron planear bien su estrategia: nada de violencia y prudencia en el botín. Robarían sólo lo suficiente para vivir, procurando no extorsionar a las víctimas elegidas. Mucha gente ni se daba cuenta. Un par de huevos de este gallinero. Un pollito de aquel otro. "Ya me ha llevado el zorro un pollo. El dia que lo pille...", gritaba el señor Eliseo, enfadadísimo. ¡Qué matanza tenían en aquella bodega de Villa del Alba...!.¡Cómo para echar de menos aquel trocillo de tocino de nada...!
    Y pasaban días, y caían ollas. Salían de casa bien entrada la noche. Visitaban pueblos y bodegas. Regresaban antes de que los escandalosos gallos de la Vega de Río Grande, despertaran con su "kikirikiii", a todos sus habitantes a eso del amanecer. Descansaban mientras duraban las existencias. Dormían hasta bien entrada la mañana. Contemplaban, sentados en el poyo de su puerta, el firmamento lleno de estrellas y los cielos de luna llena. "Oye Colás", decía Gundo, "¿tú te has parado a pensar cómo es posible que esa luna tan redonda y todas esas estrellas se sostengan ahí arriba sin caerse?". "Pues no", contestaba Colás. "Esos misterios les explica Dña Nicanora, la maestra, como nadie. Tendríamos que haber ido más a la Escuela, Gundo".
    Una mañana de esas en las que no salían a trabajar, porque no era cosa de almacenar alimentos y que se estropearan, se dieron cuenta de que lo que ellos necesitaban era dinerito contante y sonante. Había que comprar ropa de abrigo. Las cigüeñas habían emigrado a tierras africanas. El invierno se había presentado sin avisar. Hacía días que nevaba copiosamente. El suelo, los tejados de las casas, el campanario de la Iglesia Románica del siglo XI, las copas de los árboles, los montes, las praderas, aparecían envueltas en una gruesa capa de nieve esponjosa, fría y blanca. Las gentes del pueblo permanecían encerradas en sus casas. Las chimeneas vomitaban humo. Dentro hacía calor. Fuera hacía frío, mucho frío. "Hoy es doce de noviembre, Gundo", dijo Colás."Ya", respondió Gundo. Y siguió: "Pronto ha empezado este año el invierno".
    El viento helado de las calles del pueblo, llevaba y traía un olor a mazapanes y pan recién horneado que abrían el apetito. Ellos saboreaban unas exquisitas castañas asadas, que eran casi las únicas existencias que les quedaban. La señora Rufa les dio una hogaza de centeno, para que tuvieran pan estos días que no se podía salir de casa. Tía Lena les llevó algunos alimentos que aceptaron, pero rechazaron, muy dignos, úna pequeña cantidad de dinero. ¡Faltaría más, vivir ellos de la caridad agena!. "Como si no tuviéramos cinco dedos en cada mano", decía Colás.
    "¿Si diéramos un sablazo al "Usurero?", preguntó Gundo. "Ese tío, sí que es rico. Y tú sabes que lo es a costa del empobrecimiento de las personas del pueblo que necesitan pedirle un préstamo porque han perdido su cosecha, y cuando no pueden devolverle el dinero en el plazo fijado, se apodera de sus fincas. Y el que roba a un ladrón..." Ante el silencio de Colás, Gundo continuó: "Ya sé que me vas a decir que vive en los Fresnos.Y que hemos hecho la promesa de no "trabajar" aquí. Pero ni ha nacido en este pueblo, ni lo quiere nadie". "Sí, lo sé Gundo", respondió al fin Nicolás. Y continuó: "sabes nuestras reglas, y él vive aquí. ¿Comprendes?, pues no hay más que hablar".
    Dejó de nevar. Se derritió la nieve de los campos. Las montañas se resistían a despojarse del velo blanco de novias eternas del cielo. Nuestros pillos decidieron que aquel día soleado y gélido, era el idóneo para visitar. Los Pinares, pueblo dividido en dos mitades por el cauce de Río Grande, y distante de Los Fresnos unos ocho quilómetros. Después de dos horas de camino, entraron en el pueblo, ya envuelto en las sombras de la noche. Atravesaron sus calles desiertas, sigilosos como gatos. A poca distancia estaba Villa Mayor, el pueblo más importante de la Vega. Allí no se atrevían a dar ningún golpe porque estaba el Cuartel de la Benemérita. Y ellos, a los Guardias, les tenían mucho, pero que mucho respeto.
    Faltaban apenas veinte días para Navidad. Habían planeado robar en una casa enorme de piedra. Allí seguro que habría mucho dinero. Si hasta tenían escudo encima de la puerta. No conocían a sus habitantes, pero nadie vive en una casa así, si no están cargados de dinero. Hacía tiempo que venían pensando en ella.
    Apostados frente a la casa, escondidos detrás de un árbol, ellos podían ver sin ser vistos. Allí sólo vivían dos personas mayores a los que no sería difícil engañar. Hacía tiempo se habían enterado en la Cantina, de forma casual, que no tenían servicio. Estaban sentados cerca de la ventana, y se les veía perfectamente a través de los visillos. La señora tenía entre sus manos una labor de crochet. El que parecía su esposo, observaba atentamente, la maestría con que movía el ganchillo entre sus dedos. Se levantó el anciano, salió de la sala, y al rato regresó con dos tazas de algún líquido humeante que se bebieron ambos. Los perros del pueblo ladraban nerviosos. Habían notado la presencia de gente extraña. Nadie parecía hacerles caso.
    Cuando enmudecieron los canes, sólo se oía el suave rumor del agua del río a sus espaldas. Cruzaron la calle, se acercaron a la casa, y empujaron la puerta que cedió con facilidad. Subieron las escaleras con cuidado, y recorrieron la casa sin que los ancianos se dieran cuenta. Abrieron y cerraron cajones, y a punto ya de irse, sin nada, se encontraron un sobre donde había treinta billetes de cien pesetas. "Bastante para celebrar las Fiestas", pensaron. Tresmil pesetas de entonces, equivalían, casi, al sueldo de D. Hipócrates, médico de varios pueblos de la Vega.
    Aquel día era viernes. Los sábados se celebraba mercado en Villa Mayor. Comprarían una tableta de turrón duro y otra de blando. Nunca lo habían comido, pero de oídas sabían que estaba riquísimo. Éste era el único "golpe" de su vida, en el que el botín había sido dinero. Decidieron quedarse a cenar y dormir en la "Fonda de la Placidia", que tenía fama de poner unas patatas guisadas con una "pizca" de bacalao que arrebataban el sentido del gusto. Y las camas en las que durmieron, ¡qué camas!. Tan blancas, tan blandas, tan limpias...Durmieron como no recordaban haber dormido jamás.
    Se levantaron alegres como castañuelas. Se asearon. Se miraron al espejo. "Pues tenemos cara de buenos chicos", se dijeron. Y pensaron: "podremos parecer compradores, tal vez vendedores, pero nadie diría que somos ladrones". Se fueron al mercado. Pasearon arriba y abajo. Compraron unos pantalones para cada uno, que buena falta les hacían...Vieron venir a la pareja de la Guardia Civil y se sonrojaron algo, pero poco. La pareja de la Benemérita pasó, y ni siquiera se fijó en ellos. Compraron el turrón para las próximas Navidades, y cerca ya de mediodía decidieron regresar a la Fonda a saborear el cocido castellano de la señora Placidia. Que ¡cómo ponía los garbanzos!: con su berza, su chorizo, su morcilla, su hueso de jamón, su carne, su relleno. Y ¡qué sopa!, para empezar... ¡Qué cosquilleo en el estómago!. Nunca habían comido una sopa así.
    Se sentaron en una mesa muy larga, como de convento. Alrededor estaba llena de vendedores de vacas y terneros, y mujeres que ofrecían los productos de la huerta. Había tratantes de ganado, gordos y colorados, que tenían pinta de manejar mucho dinero. Se conocían todos entre si. Cada cuatro comensales, una cazuela de barro llena del humeante y oloroso cocido. En lugar de vasos, en la mesa había varios porrones de cristal, llenos de vino, que daban vueltas sin parar, en manos de los comensales. Una hija de la patrona, guapetona y rellenita, atendía la mesa.
    Hacia el final de la comida, con los fruteros llenos de uvas negras y dulcísimas, ahítos de comida y vino, se les soltaron las lenguas a los comensales, callados hasta entonces. Alguien comento en voz alta que habían robado en Los Pinares, a la señora Virginia y al señor David, los ancianos que vivían en la casona de piedra. Les habían quitado, del cajón de la cómoda, el único dinero que tenían, y que se lo había mandado su hijo que estaba trabajando en Alemania. La noche del viernes, habían ladrado mucho los perros, pero nadie les dio importancia. "Creen que habrá sido alguna persona conocida porque, ¿quién iba a saber que habían recibido ese dinero?", dijo una mujer que hasta entonces parecía muda, y que era vecina de la pareja de ancianos. "Tendremos que ayudarlos en el pueblo", afirmó. "Su hijo tampoco gana tanto allá, y tiene su propia familia, muy numerosa".
    Colás y Gundo se miraron confusos y avergonzados. Habían robado a unos pobres, y eso no se lo perdonarían jamás. Luego supieron que vivían en casa de sus antiguos señores, a los que sirvieron durante toda su vida. Ellos, los señores, se habían trasladado a vivir a Madrid. Para no dejarlos en la calle, les cedieron la casa y ellos, a cambio de habitarla, la cuidaban.
    Comenzaron a atragantárseles las uvas. Ellos no podían seguir comiendo como si tal cosa. Tenían que devolver a los abuelos todo lo que les habían robado. Pero ¿cómo?. Ya se habían gastado la mitad. Buscarían trabajo en Villa Mayor, como criados. Cuando hubieran reunido el dinero suficiente, se acercarían a la casona de piedra y les devolverían todo lo robado. Les pedirían perdón y, seguramente, no les denunciarían a la Guardia Civil.
    Decididamente ellos no habían nacido para robar. "Trabajaremos de sol a sol", se dijeron. Limpiaron las cuadras de los hacendados del lugar. Cuidaron y cepillaron los caballos del Marqués de la Vega. Y un día se dieron cuenta de que habían logrado juntar, entre los dos, el dinero que debían a la señora Virginia y al señor David.
    Se acercaron a la casa, que desde el día del robo, tenía la puerta siempre bien cerrada, e hicieron sonar tres veces la enorme campanilla de hierro forjado. Abrieron los dos ancianos, que miraron a los jóvenes con ánimo de preguntarles quiénes eran y qué querían, porque no les conocían. Pero no tuvieron tiempo. Nicolás y Segundo les entregaron un sobre y dos paquetes. "Tengan", les dijeron, "son para ustedes, de parte de los Reyes Magos de Oriente, que este año se han adelantado".
    Se volvieron a Los Fresnos. Pasaron las mejores Navidades de su corta y azarosa vida. Comieron turrón blando y duro. Estrenaron pantalones, que habían ganado con el sudor de su frente. El día cinco de enero, por la noche, las buenas gentes del pueblo les llevaron los aguinaldos. Tenían la casa llena de alimentos y dos buenos jerseis que, aunque viejos, daban mucho calor y estaban en buen uso.
    Los dos abueletes, contentos como niños con zapatos nuevos, no salían de su asombro cuando abrieron el sobre, y se encontraron con todo el dinero que les habían robado. En un paquete había un precioso rosario de plata con cuentas de nácar para la señora Virginia, y en el otro, una bufanda y una boina para el señor David. "Y pensar que nunca hemos creído en los Reyes Magos, esposa mía", susurró el anciano emocionado, al oído de su compañera de toda la vida.
    Segundo y Nicolás, trabajaron como jornaleros en Los Fresnos, en casa de tío Augusto, dos temporadas. Después se fueron, como voluntarios, a cumplir el Servicio Militar a Zaragoza. Terminado éste, Gundo encontró un trabajo en el andamio, es decir, de albañil. Conoció a Rosalía en la Ciudad. Se casaron y formaron una familia feliz, que en pocos años se llenó de niños y de gritos. Nicolás, con los galones de sargento, regresó a Los Fresnos. Se encontró, no por casualidad, a la vuelta de la esquina de la Escuela, con la "Gallita" de sus amores, Sheila, que a la sazón preparaba las maletas para irse a servir a Bilbao. Se saludaron. Se miraron a los ojos, y se sonrojaron. ¡Mira que está guapa", pensó Colás. "¡Lo que gana un hombre con el uniforme de Sargento. Parece otro. Nadie diría que es aquel "rebuscador" de hace años", pensó Sheila. Ella se enamoró y como él siempre había "bebido los vientos" por ella, arreglaron los papeles y se dijeron "sí quiero" ante el Altar Mayor de la Iglesia Románica del siglo XI de los Fresnos. Nicolás siguió en el Ejército. Su inteligencia y su saber hacer, le valieron el grado de Teniente. Y así es como termina la historia de dos pícaros adolescentes, que evolucionaron de forma natural, hacia hombres de bien. FIN