El Baile de los Sueños

 

     A las nueve de la noche de aquel 27 de Junio, de mediados de la década de los cincuenta, ¡cuánto ha llovido desde entonces!, hacía una hora que estaba yo vestida para el baile. Mientras esperaba la llegada de mis amigas, me miraba, y remiraba en el espejo del armario ropero. Me veía guapa. ¡Quién no lo está a los veinte años recién cumplidos!. Mi secreto mejor guardado era el vestido de rayas rojas y negras, de falda vaporosa, muy ceñido a la cintura y con un cinturón rojo de charol. Zapatos negros de medio tacón, y un pequeño bolso del mismo color. Muy al estilo de la época. Completaba mi atuendo con un collar, y largos pendientes de color rojo.
    Celebrábamos la fiesta de fin de Carrera. Y lo hacíamos con una cena servida en un Hotel de la Ciudad, seguida de baile que sería amenizado por una Orquesta muy de moda entonces. En la Fiesta nos daríamos cita profesores, alumnos y amigos. No sé cómo estarían los chicos, nosotras, las chicas, estábamos de los nervios. Era, oficialmente, nuestro primer baile serio, el baile de nuestros sueños. A lo más que habíamos asistido, por lo menos yo, era a algún guateque de soldados, modistillas y dependientes de comercio, en el que se oía, sin parar, la música de un tocadiscos, que sonaba fatal, porque los discos estaban rayados. Esta noche sería diferente, música en vivo y en directo, ¡qué ilusión!
    Después, cuando todo esto acabara, comenzaríamos nuestra particular aventura de buscarnos la vida.Algunos quizá no volviéramos a vernos. El solo pensamiento de alejarme de estos compañeros y compañeras, con los que había compartido tantas vivencias durante todos estos años de estudiantes, ensombrecían algo la alegría de la fiesta.
    Llegaron mis amigas del alma, y posibles rivales en el baile.
    Lucía era preciosa. Más bien bajita, pero con una figura perfecta. Su vestido y sus ojos eran de color esmeralda. Su melena rubia le llegaba a los hombros. Nadie se cruzaba con ella, sobre todo del género masculino, de cualquier edad, que no se volviera a mirarla. Era inteligente y sencilla. Sin duda se hubiera llevado el mejor chico del baile. Pero desde los quince años tenía un enamorado, Gonzalo, dispuesto a llegar a batirse en duelo por ella.
    Carmencita, vestida de blanco, era la clásica belleza morena, a lo Julio Romero de Torres, igual que Doña Carmen, su progenitora. Vivían madre e hija en "Villa del Carmen", al lado de "Villa Solita" que era donde vivía yo. A pesar de ser guapa, no tenía demasiada aceptación entre los compañeros, tal vez les imponía su belleza. Hablaba muy poco, y no tenía sentido del humor. Era hija sola y rica. No pensaba trabajar después de terminados sus estudios. Esa noche llevaba joyas preciosas y había regalado un vestido a Paz que le habían arreglado las monjas para el baile.
    Mª Paz era diferente. Más bien fea y vestida de forma poco favorecedora, nunca los compañeros se fijaron en ella. Estaba recogida en un edificio gris, regentado por monjas, que llamábamos "El Hospicio".No conoció a sus padres, y su única familia eran las religiosas de la Institución en la que vivía. La Diputación le concedió una beca para estudiar, por su inteligencia y buen comportamiento. Todas nos disputábamos su amistad. Era un ejemplo a seguir por su honestidad, dulzura, educación, sencillez, capacidad de trabajo y, sobre todo, tanta humildad. Algo que yo admiraba era su cuidado con el material escolar del que disponía,. Escribía sus apuntes en cualquier esquinita de papel en blanco que encontraba. Luego los ordenaba. cuidadosamente. Yo era una derrochona comparada con ella. Si arrancábamos una hoja de papel a medio escribir porque nos habíamos equivocado, nos la pedía, y ella la utilizaba para hacer las operaciones de los problemas. ¡Cómo te admirábamos y te queríamoa todas, Pacita!. Nuestros compañeros eran unos cretinos, tú eras la más bella de todas, con esa belleza interior imperecedera.Y ellos ni se fijaban en ti.
    Todas llevábamos al baile dos ideas fijas: bailar con el atractivo profesor de Geografía, D. Esteban, que era alto, elegante y muy serio, y con José Luis, el compañero más guapo, y yo creía que el más superficial del curso, porque imitaba poses de galanes de cine. Los dos se sabían mirados y admirados, y cada uno, a su manera, jugaba con ello. Si nuestro admirado profesor se llevaba con él a la fiesta, a Amparo, la cursi y anticuada profesora de Ciencias, ¡adiós ilusiones!, no podríamos bailar con él. No sé si serían novios. Un día que la Directora de la Normal, me mandó llevar un sobre a la Sala de Profesores, les pillé besándose a los dos. "¡Señorita!", me increpó D. Esteban, "¿a usted no le han dicho que antes de entrar en un lugar cerrado, se debe llamar a la puerta?". He llamado S. Profesor, respondí, roja como una amapola. También sentíamos una admiración especial por el Profesor de Religión. Era un sacerdote guapísimo, y no entendíamos cómo era posible que se hubiera hecho cura. Pero él no fue ni siquiera a la cena. Cuando nos miraba en clase, algunas enrojecíamos, y se nos olvidaba el tema sobre el que estábamos hablando. Le apodaban el "Cura guapo de la Catedral".
    Terminada la cena, se oyeron los compases de un precioso vals, con el que la Orquesta abrió el baile. Dos parejas fueron las primeras que se atrevieron a salir a la pista: Dña Rosario y Alberto, el mejor alumno de su clase de Lengua y Literatura. La segunda pareja estaba formada por Julita, profesora de Labores, y D. Antonio, profesor de Matemáticas, que era bajito y calvo. Llevaba gafas con cristales como lupas de mucho aumento, que le empequeñecían los ojos y le daban aspecto de pájaro. No sabía bailar, pero como docente, debo admitir que era una lumbrera. Demasiado diría yo. Desarrollaba fórmulas a toda velocidad en el tablero y, la mayor parte de las veces, no entendíamos ni torta. Tampoco Julita veía nada, pero su coquetería femenina le impedía llevar gafas. Cuando llovía iba pisando por los charcos, y llevaba las medias y los zapatos salpicadísimos. Nos corregía los costureros su ayudante, Aurora, que por cierto no estaba en el salón.
    En una esquina poco iluminada de la pista, muy juntitos, bailaban Lucía y Gonzalo. A su lado, se contorsionaba Mariasun en compañía de un joven, para mí, desconocido. Mª de la Asunción era nuestra Profesora de Gimnasia, que decían las malas lenguas que sólo se depilaba las piernas hasta la rodilla, y cuando el viento le levantaba la falda, se le podían hacer tirabuzones con los pelos tan largos que tenía..Yo tengo que decir, en honor a la verdad, que nunca se los vi. Carmencita danzaba en brazos de otro joven desconocido. La mayoría de los chicos de nuestro curso, no aparecían por ninguna parte. Eran tan tímidos, que estarían apoyados en el mostrador del bar, dejando pasar el tiempo. Paz "pelaba la pava", mientras yo era pisoteada sin piedad por Eloy, un compañero de clase que me estaba fastidiando mis zapatos nuevos. ¡Qué pena de bolero perdido!". Me propuso bailar juntos toda la noche, pero me negué, porque hubiera terminado con mis pies y mis zapatos. Y con mi paciencia también.

    Volví con Paz, que seguía sola. Estaba acostumbrada y no la preocupaba. Ella sonreía siempre a las compañeras que pasaban cerca. Nunca se le notó preocupada por la poca aceptación que tenía entre los chicos. Llegamos a pensar que tal vez algún día, nuestra querida compañera, formaría parte de la Congregación de Religiosas con la que vivía. Del Profesor de Geografía, ni rastro, ni con, ni sin la Profesora de Ciencias. Vamos que la noche pasaba sin pena ni gloria. ¡Con las ilusiones que yo me había hecho, preparándome para sacar el mayor partido posible de mí y de la fiesta!. Siempre pasa igual. Nos imaginamos tantas aventuras, que luego la realidad suele defraudar. Pero la fiesta no había hecho más que empezar.
    No podíamos creer lo que estábamos viendo. Hacia nosotras, venía José Luis, el guaperas de la clase, por cuyas miradas suspirábamos todas. Tal vez Pacita, no. Las demás, todas. Yo pensé emocionada: vendrá a bailar conmigo. Pero no. Se fue derecho hacia mi amiga, le dijo algo al oído, ella se ruborizó, y le contestó: "no sé bailar". "No importa", respondió él. "Ven, yo te enseñaré". Le cogió la mano y se la llevó. Un chico se acercó a mí y me pidió que bailara con él un tango que sonaba en ese momento. ¡Cómo bailaba de bien!. Me dijo que estudiaba Medicina en Valladolid y que había venido con su hermano, que era Profesor de la Normal. La letra de la "Cumparsita" se oía cantada por la desgarrada voz del solista de la Orquesta. Menos mal, que la noche había comenzado a animarse, pensaba yo. Se me habían olvidado José Luis, y el Profesor de Geografía. Carlos me pidió que bailara con él durante la fiesta, y acepté encantada. Cuando más entretenidos estábamos, oí a nuestro lado la voz inconfundible de D. Esteban, mi admirado profesor, que le dijo a mi mi pareja: "te veo bien acompañado hermano, estás bailando con una de mis alumnas preferidas, por lo habladora que es en clase, pero también, porque es buena estudiante. Si mis compromisos me lo permiten, luego, si tú quieres, bailaré contigo", me dijo. Yo, claro que quería bailar con mi guapo profesor. Era una de las máximas aspiraciones que yo tenía en mi baile de fin de Carrera. Pero no vino. Lo vi bailando con la cursilona de la profe de Ciencias, que lo llevaba bien amarrado. Yo me conformé con Carlos, su hermano. ¿Sabes que Esteban me echó un día a la calle, porque me pilló con una chuleta?, le dije a mi pareja, mientras bailábamos el pasodoble titulado "Francisco Alegre". "¿Te suspendió?", me preguntó. No, me hizo un examen dificilísimo y me dio sobresaliente, le respondí. "Pues ¡qué bien!, ¿no?". Pues, sí, le dije. Y seguimos bailando.
    Al final casi de la noche, cando ya no tenía ni la más remota esperanza de bailar con mi Profesor de Geografía, e incluso, lo había olvidado, llegó y me pidió que bailara con él "Angelitos Negros", un bolero precioso. ¡Por fin!, había cumplido el sueño de mi vida de estudiante. Mis compañeras, también bailó con todas. Después se fue. No me importó. Volvió su hermano conmigo, hasta que terminó la fiesta. Dos años más tarde volví a ver a D.Esteban. Formaba parte del Tribunal de Oposiciones. Estaba algo más calvo y me enteré que se había casado con Amparo, la profesora cursi y anticuada de Sociales. Me saludó con un movimiento de cabeza.
    Después de aquel baile, en el que tantas esperanzas habíamos puesto todas las alumnas que terminábamos Magisterio aquel año, liadas como estábamos con las Oposiciones, perdimos todo contacto. Una mañana me encontré con Eloy, el compañero que a fuerza de pisotones estuvo a punto de destrozarme los zapatos nuevos durante aquel bolero que bailé con él. Me contó que aquella memorable noche de la fiesta, José Luis, tal vez bajo los efectos el alcohol, se había apostado con todos los amigos, también bastante ébrios, "en nuestro sano juicio jamás hubiéramos aceptado aquella bochornosa apuesta", afirmó Eloy, que bailaría con la chica más fea del baile, si le invitábamos una noche a cenar. Todos estuvimos de acuerdo y sacó a bailar a Pacita.
Pasado un cierto tiempo, los implicados en la apuesta, procuraron localizar a José Luis, al que no habían vuelto a ver, para cumplir lo convenido. Quedaron con él para cenar y hablar. Cuando intentaron pagarle la cena, porque, al fin y al cabo, las apuestas deben cumplirse, él se negó y dijo que de eso, nada. Él les invitaría aquella noche, para celebrar que se había enamorado de Mª Paz. Y que gracias a aquella disparatada apuesta, hoy era su novia, y pasadas las Oposiciones, se casarían. Había sucumbido ante tanta generosidad y sencillez. Era imposible estar con ella, sin sentirse atraído por tantas y tantas virtudes, como tenía. Así habló nuestro guapo oficial, durante ese encuentro en el que estuvo también Eloy. Les confesó que apenas se separaba de ella, ya sentía la necesidad de volver a verla, y escuchar su voz..
    Aprobamos las dichosas Oposiciones Lucía Paz y yo. Carmencita no se presentó porque no pensaba trabajar y dejar sola a su mamá. Nos separamos cuando tomamos posesión de nuestros respectivos destinos. Y nos juntábamos de vez en cuando en vacaciones. Mª Paz Espósito y José Luis Martín se casaron en la Capilla del Colegio donde vivió siempre nuestra amiga. Las monjas, su única familia, desde que alguien la dejó recién nacida en el torno, lloraban que el alma se les iba, durante la ceremonia del casamiento. Fue una boda preciosa. Ella, como todas las novias estaba muy bella. Las monjas se encargaron de adornar la Capilla con montones de rosas blancas. El vestido largo, blanco marfil y de corte sencillo, favorecía mucho a la novia. Pero lo que de verdad llamó la atención de los asistentes fue el velo de tul ilusión, primorosamente bordado por las monjas, que habían empleado un montón de horas en realizar aquel primor, para la que condideraban su hija..
    José Luis y Pacita tuvieron dos niños y dos niñas. Trabajaban en el mismo Colegio, a quince kilómetros de mi primera Escuela. Eran muy queridos como profesionales. Carmencita siguió soltera. Me comentó que había conocido a un chico francés en París, durante un viaje que hicieron su madre y ella. Mantenían una relación, pero no pensaba, de momento, casarse. Recibí la Invitación de boda de Lucía. Se casaba con Gonzalo, su novio de siempre. "¿Quién se casa, hija?", me preguntó mi padre cuando me vió el sobre en la mano. Mi amiga Lucía, le respondí. "¿Con quién?". Con su novio de siempre. Tú le conoces, papá. Se llama Gonzalo, te lo he dicho mil veces. "¿Gonzalo, qué?".¡De Berceo!. Respondí así, supongo que cansada de tanta pregunta. "¡ Cómo me suena, hija!", "¡Cómo me suena ese apellido!". Querido papá, claro que te sonaba, de cuando estudiaste la Literatura de la Edad Media.
¡Cuántos años sin saber de vosotras queridas amigas!. La profesión que nos juntó, terminó separándonos. Cambiamos a destinos nuevos y mejores. Pusimos tiempo y distancia de por medio. Siempre habéis tenido un rinconcito en mi corazón. Me gustaría volver a veros, aunque sólo fuera una vez más. FIN